En el caso “M.A.B.”, tal como ya se expresó, los magistrados formularon un análisis desacertado de la voz de la mujer en el proceso. En efecto, a partir de un test de embarazo positivo, negado por la víctima, desconocieron sus declaraciones. Esta modalidad, tal como advierte Asensio en su investigación responde al estereotipo utilizado por les magistrades de “mujer mentirosa”. Además de la desacreditación de la voz en el proceso, los magistrados que resolvieron el caso no dieron relevancia a la prueba que apuntaba de manera directa a acreditar que la mujer había sido forzada a entrar al hotel alojamiento donde fue golpeada y violada por su expareja.
De este modo, los magistrados incluyeron una prueba irrelevante, como fue el resultado del test de embarazo negado por la víctima y, por otra parte, desconocieron toda otra prueba relevante del proceso tendiente a acreditar sus palabras. En efecto, surge del informe de la DGN que no se evaluó adecuadamente la certificación médica de las lesiones, ni a las declaraciones de la recepcionista del albergue y de una testigo que los vio por la calle. Esta última expresó que el acusado la agarraba como abrazándola y con una mano le tomaba el cuello y aclaró que, en su opinión, no se trataba de un abrazo normal porque la tomaba con fuerza. Además, dijo que escuchó “como si ella gritara” (17). Tampoco se atendió debidamente la declaración de un testigo que afirmó que el acusado tenía una “actitud de acecho” razón por la cual llamó a la policía.
Es importante destacar que no se tomaron otros elementos que un análisis contextual incorporaría como relevantes. Entre ellos se destacan las declaraciones de la madre y el psicólogo de la denunciante que daban cuenta del vínculo conflictivo que mantenían y, en particular, del hecho de que la víctima deseaba terminar con esa relación. Ambas declaraciones ponían en evidencia el contexto de violencia en que se había desarrollado la pareja, lo que incluso motivó una condena a M.A.B. de 7 meses de prisión.
Al respecto, Julieta Di Corleto (2017: 296 y 297), al analizar el valor probatorio del testimonio de las víctimas, destaca la importancia de atender al contexto en el que se producen los hechos de violencia. En este sentido, la autora destaca que los artículos 16 y 31 de la ley 26.485, sin modificar los criterios de valoración de la prueba incorporados en los Códigos Procesales “… otorgan a los órganos judiciales amplias facultades para ordenar e impulsar la investigación y disponen el principio de amplitud probatoria teniendo en cuenta las circunstancias especiales en las que se desarrollan los actos de violencia y quiénes son sus naturales testigos”. Asimismo, reclaman a los jueces que consideren los indicios graves, precisos y concordantes que surjan, lo cual invita a realizar un análisis sobre el contexto.
En este caso, es difícil hablar de consentimiento cuando la prueba muestra la coacción ejercida por el agresor para el ingreso al hotel donde la víctima fue violada y golpeada. Ahora bien, incluso si la prueba aportada al respecto hubiera resultado insuficiente, un análisis contextual a partir del principio de autonomía relacional pondría en evidencia las restricciones biográficas que pesaban sobre la decisión de la mujer.
Como ya se mencionó, las Reglas de Procedimiento de la Corte Penal Internacional, en lo que refiere a delitos sexuales, establecen como principio que el consentimiento no podrá inferirse de ninguna palabra o conducta de la víctima cuando la fuerza, la amenaza de la fuerza, la coacción o el aprovechamiento de un entorno coercitivo hayan disminuido su capacidad para dar un consentimiento voluntario y libre (18).
Si estas pautas hubieran sido tomadas como guía, tal como se seguiría del principio de autonomía relacional aquí analizado, entonces los magistrados deberían haber entendido que no hubo consentimiento, ya sea por la coacción ejercida por el agresor, o por el entorno coercitivo en el que se encontraba la víctima. Una mirada feminista contextual llevaría a estos resultados, es decir, no permitiría afirmar, de manera abstracta y desencarnada, que la mujer ingresó voluntariamente al hotel, y mucho menos que consintió las agresiones sufridas.
Por otra parte, los casos “G.M.E.” e “I.M.R.” muestran cómo la decisión de vivir bajo el mismo techo que los agresores ha sido tomada como un factor relevante para sobreseer al imputado o aplicar atenuantes a la pena. Nuevamente, un estudio contextual como el que propone la dimensión relacional del principio de autonomía personal hubiera llevado a los magistrados a conclusiones diferentes.
Las dificultades de orden material –y también simbólico– en muchas ocasiones hacen a las mujeres desistir de la denuncia, o regresar a las viviendas aun cuando se encuentra pendiente el dictado de una resolución judicial (ELA, 2012/1: 33). El Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer, en su Recomendación General nº 19, advierte este problema, en particular, refiere a la falta de independencia económica y cómo esta obliga a muchas mujeres a mantenerse en relaciones violentas (19).
Sin embargo, de los casos analizados surge que los magistrados, lejos de tomar esta circunstancia como una limitación para entender de manera adecuada la actuación de las víctimas, la utilizan en su contra. De este modo, pudieron haberse preguntado sobre los posibles cursos de acción efectivamente disponibles. Las consideraciones en este sentido requieren de una especial empatía –principio esencial de la ética del cuidado ya analizada– pues de ese modo es posible pensar en las percepciones que las propias víctimas pueden tener sobre sus posibilidades reales de alejarse del contexto y los vínculos de violencia en los que se encuentran inmersas.
La Comisión sobre Temáticas de Género de la DGN (2016: 15) destaca que la maternidad de las mujeres que sufren violencia de género y las responsabilidades de cuidado, son datos relevantes que determinan en gran parte tanto la decisión de denunciar como la de no hacerlo (20). En este sentido, expresa que “[c]ontar con redes de contención y apoyo favorece la posibilidad de sostener las denuncias y los procesos. De nuestras asistidas, el 75 % manifestó contar con apoyo, compuesto principalmente de familiares y amigos/as. Por otra parte, en el 69 % de los casos es la propia consultante el principal sostén económico suyo y de su hogar. Estos datos confirman la idea de que quienes cuentan con sostén social o familiar y con algún acceso a recursos económicos se encuentran en mejores condiciones para denunciar la violencia padecida y afrontar un proceso judicial. También, indica que quienes no cuentan con recursos económicos y redes de apoyo tienen menores posibilidades de intentar salir de relaciones violentas…” (DGN, 2016: 16).
Al respecto, es importante tener presente que los obstáculos económicos que limitaban las opciones relacionales de las mujeres en estos casos no constituyen ejemplos aislados. Por el contario, el estudio de opinión efectuado por el Equipo Latinoamericano de Justicia y Género –ELA–, destaca que más de la mitad de las personas que viven situaciones de violencia no realizan la denuncia por temor. En la percepción de las personas entrevistadas las razones por las que consideran que las víctimas no realizaron las denuncias de violencia responden a: i) miedo o temor a la venganza (20 %); ii) miedo a quedar desamparada económicamente (12 %); iii) miedo o temor a quedar solo/a (8 %); iv) por no considerarlo grave (7 %), v) miedo a perder el trabajo (7 %); vi) por vergüenza (7 %); vii) por amenazas puntuales del agresor (5 %); viii) no confiar en las instituciones (4 %); ix) resolverlo informalmente (3 %); x) otras razones (ELA, 2012/1: 26).
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