Carmen Guaita Fernández - Dame tiempo

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Sacar adelante la tarea profesional y a los hijos sustenta una paradoja que descorazona un poco: cuando ajustamos las prioridades a ese orden exacto –profesión y familia–, nos encontramos con frecuencia a punto de estallar, agobiados, estresados, insomnes, culpables de casi todo y muertos de agotamiento. Y cuando el orden se invierte –hijos y trabajo–, podemos sentir los mismos síntomas de desequilibrio.Crear una familia supone un compromiso de vida, tal vez el más importante; del trabajo dependen buena parte de la realización personal y el sustento. Si fueran los dos platillos de una balanza, nosotros actuaríamos de peso hacia uno u otro, y el fiel de esa balanza es el tiempo.Este libro es una colección de 25 cuentos breves protagonizados por relojes, padres, hijos, abuelos, nietos… Lo escriben muchas personalidades de la vida española, escritores con larga trayectoria, reconocidos profesionales de distintos campos, jóvenes que comienzan a caminar… Todos están preocupados.Es hora de que se permita a todos conciliar trabajo y vida personal. El debate está abierto, las leyes y las empresas empiezan tímidamente a contemplar iniciativas, y se extiende la certeza de que debemos armonizar nuestro ritmo de vida. ¡Necesitamos pasar más tiempo en familia! Todo tiempo es tiempo de vivir.

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Ninguna época de la historia ha acumulado mayores conocimientos ni los ha convertido en algo tan fácilmente accesible. A cambio, seguimos comportándonos como si las instrucciones de la vida fuesen completamente desconocidas. Por ejemplo, promovemos –o aceptamos sin rechistar– el sacrificio del bienestar personal ante la fuerza de lo económico, de tal manera que hoy más que nunca el tiempo es dinero, y en ocasiones ni siquiera mucho. De ahí a las jornadas laborales interminables o la invasión de la esfera privada por el trabajo no hay más que un paso, y ya lo hemos dado.

Como sistema de valores, nuestra sociedad contiene demasiada indiferencia, demasiada inmediatez. No pensamos en consecuencias a largo plazo, en lo que estamos haciendo con la Tierra y con la infancia. Nuestra vida no parece una historia singular, sino un carpe diem mal interpretado. En vez de entenderlo como «conviértete en el dueño de tu día», se nos dice que debemos vivir como si cada día fuera el último, es decir, en la agonía. Las preguntas clásicas –¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué me cabe esperar?– se convierten en absurdas para quien puede saberlo todo, hacerlo todo, esperarlo todo. Y, en cuanto a la pregunta clave –qué es el ser humano–, la respuesta contemporánea es: un adolescente eterno.

Si el espacio deja de ser un límite y ya no percibimos el tiempo como un proceso, no hay sitio para las virtudes. Aunque la palabra suene antigua, sigue significando «comportamiento valioso que conduce a una vida buena y feliz», como la definió Aristóteles. La ética es el resultado de una toma de decisiones y, por tanto, precisa de tiempo por delante: hacer una promesa y cumplirla, por ejemplo. La crisis moral que todos percibimos proviene de nuestra obediencia a lo inmediato y, en consecuencia, al olvido de lo que es o no es bueno, un «músculo» que percibe las consecuencias de los actos.

Sin embargo, aunque tal vez no pensemos en ello, seguimos necesitando mirar lo que nos rodea, pensar en lo que nos sucede, preguntarnos quiénes somos. Todos intuimos que el vértigo de la actualidad no es la plenitud y que necesitamos una dimensión interior. Intuimos, por ejemplo, que desempeñar bien la tarea de la paternidad obliga a realizar un viaje hacia el corazón con decisión personal y consciencia.

Y, si saboreamos estas palabras –viaje, consciente, ser–, nos daremos cuenta de que estamos hablando de la dimensión psíquica del hombre: el tiempo. De nuevo lo tenemos aquí. Aun hoy, bajo la tiranía del reloj, el tiempo permanece como categoría esencial de la existencia humana, y continúa asociado de manera indisoluble a la educación de los hijos.

Todo tiempo es tiempo de vivir.

Tiempo y oportunidad

El secreto para entender el tiempo es profundizar en su dimensión de oportunidad. Así es como lo toma la infancia. Los niños se desenvuelven en un presente absoluto –solo aquí y ahora puedo afirmar que estoy vivo–, por eso nunca se compadecen de sí mismos ni se agobian con las incógnitas del mañana. Juegan un partidillo de fútbol y lanzan el balón con la intensidad de una final de campeonato; dibujan un árbol –un león, un dinosaurio, una mariposa– pleno de mil detalles que han observado; los niños más golpeados por la adversidad son capaces de aprender cosas nuevas cada día, como saben bien quienes los acompañan en hospitales o casas de acogida. La infancia, con su curiosidad insaciable, nos dice que hay una manera más consciente de vivir. Nos hace saber que es posible comprender mejor el privilegio de la existencia, disfrutarlo con la mente más abierta, controlar mejor el tiempo y sus tiempos. Más allá del reloj existe una dimensión que espera nuestra capacidad de estima.

¿Somos aquello en lo que trabajamos?

Esta reflexión comenzaba aludiendo a los platillos de una balanza: trabajo y familia. Puede ser importante reconocer y expresar nuestras certezas sobre ellos. Por ejemplo, nuestra relación con el trabajo.

La vida profesional es importantísima por la cantidad de horas que le dedicamos y la calidad del espacio –prioritario– que ocupa en nuestra vida, así que merece la pena preguntarnos qué nos aporta.

Puede deslumbrarnos la certeza de ejercer una profesión llena de sentido que por sí misma produce felicidad aun a costa de enorme exigencia. Esto sucede si se pueden poner en juego todas las cualidades personales. Cuando hablamos de vocación, nos referimos a ese punto en el cual lo que uno hace se conjuga bien con lo que desea y piensa, y con aquello para lo que vale. Dichosos quienes tienen la fortuna de realizarse profesionalmente de esa forma.

Por otra parte, podemos reconocer que no desempeñamos una tarea épicamente satisfactoria, pero la cumplimos sin mayor problema. Seguramente esto sucede porque encontramos cada día al menos un aliciente: un servicio prestado, un problema que pudimos solucionar. Entonces el tiempo dedicado al trabajo también nos ofrece oportunidades. No nos maltrata.

Pero puede surgir, por el contrario, la certeza de que vivimos para trabajar en algo que no tiene sentido. Entonces somos infelices. No encontramos el «para qué» de nuestro esfuerzo o es exclusivamente el dinero. La vida laboral puede ser entonces una fuente de frustración e incluso de amargura. Quien llegue a esta certeza tiene profundas preguntas que responder y serias decisiones que plantearse.

Pero, además, mamá y papá tienen hijos. Por tanto, se hallan también ante otra dimensión, la familiar, que es aún más esencial y duradera.

La memoria puede recorrer de nuevo el camino de aquellos jóvenes que entraron en la vida profesional y luego tomaron la decisión de crear una familia. Seguramente, de aquel período intenso solo podrán evocar fragmentos sueltos, como si la memoria no deseara revelar sus secretos. Sin embargo, desde un lugar más profundo les llega la seguridad de que ese hijo modificó su escala de valores. Hubo un momento sin fecha en que el miedo a lo desconocido se convirtió en valentía; otro en que renunciaron a lograr todos los propósitos de su adolescencia; otro en que la mirada del hijo sobrepasó los estándares anteriores de la felicidad; un momento en que terminó eso de dormir a pierna suelta; en que comenzaron a mostrar el mundo a un pequeñuelo y compartieron su asombro. En esos instantes, su hija o su hijo les abrió su corazón, los convirtió –de alguna manera– en omnipotentes, los amó profundamente. Casi siempre pensamos en cuánto queremos a los hijos y en los sacrificios que les ofrecemos; muy pocas veces somos conscientes de lo mucho que nos quieren y nos necesitan ellos, de todo lo que nos perdonan, de cuántas oportunidades nos ofrecen. Por eso es importantísimo comprender que cada segundo de convivencia familiar es una oportunidad real de felicidad.

Así que, ¿somos aquello en lo que trabajamos? Somos lo que somos, y eso incluye el trabajo, por supuesto, pero, sobre todo, la vida privada, que es nuestra faceta interior.

El decálogo de los niños

Para comprender mejor lo que significa el tiempo en la vida de familia conviene distinguir lo superfluo de lo importante; o al menos lo importante de lo esencial.

A veces planificamos el horario de los hijos hasta el último detalle: de nueve a cuatro, al colegio, y después deportes, idiomas o clases particulares, deberes, baño, cena, pantalla y a la cama. Es una apretada agenda, a veces condicionada por el propio horario laboral, que lleva a algunos padres a desear que el niño aprenda a leer a los cinco años, domine el inglés antes de terminar Primaria, el mandarín en Secundaria, y a la vez destaque en algún deporte o actividad artística. Estas competencias no son banales, de acuerdo, pero ¿y lo esencial? Nuestros hijos nos lo señalan. Si escribieran para nosotros un decálogo, sería parecido a este:

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