Sandra Bou Morales - El club de los ojos claros

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Emma ya no siente, desde hace dos meses. Ya no toca el violín, no encuentra inspiración ni emoción en ninguna parte. Ya no es ella. Desde que murió su hermano, Emma no es la misma; sin embargo, un curioso acontecimiento la hará despertar y darse cuenta de que, quizás, la vida es mucho más compleja de lo que ella imaginaba, y que nada es como parece ser, que la luna no es solo un astro que va más allá, y que solo el hecho de amar a alguien con todas tus fuerzas puede arrasarlo todo y cambiar el rumbo.

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Sus gritos atrajeron la atención de toda la clase, que no tardó en especular y reírse levemente. Sofía miró a Brianna inocentemente, dando a entender que ella no sabía lo que decía. De pronto, las dos se dan cuenta de que toda la clase las está mirando.

—Brianna Hamilton, ¿podrías callarte?

La frente de Brianna destilaba sudor. Sus músculos se pusieron tensos, odiaba las reprimendas.

—Eh… lo siento.

—Bien, puedes pedirme disculpas después de clase en mi despacho.

Brianna le echó una mirada disimulada de desesperación a Sofía, esperando que ella la ayudase, pero esta no se inmutó, manteniéndose fría y fuera del problema.

Emma

Salimos de clase saltando las escaleras de la entrada como dos crías de cinco años, emocionadas ante la idea de volver a casa.Ángela no dejaba de parlotear, como siempre, pero nunca negaría que sus charlas eran más que entretenidas.

—¡Venga ya! ¡¿En serio que te dijo eso?!

Ella asintió con emoción.

—¡Que sí! Te lo juro, Emma. Me dijo… —Ángela cambió el

tono de voz imitando la de un hombre y poniendo su dedo corazón sobre su labio en forma de bigote—. Oye, supongo que sabrás que está prohibido hurgar en la taquilla de otro, Chloe. ¡Y nada más girarme me miro con una cara de chiste!

Me tapé la boca para no soltar una fuerte carcajada. Sabía que había profesores un tanto despistados, pero la única cosa en la que Chloe y Ángela se asemejaban era en que eran chicas.

—Menos mal que lo han despedido. ¡Menudo profesor!

Ella asintió ante mi comentario.

—Tienes razón, Ojos claros.

Se cayó de repente, al darse cuenta de cómo me había llamado. Un cosquilleo de tristeza me recorrió el cuerpo entero, revolviéndome las tripas y recordándome quién me llamaba así: Dilan.

Ángela tragó saliva y agachó sus cejas con arrepentimiento, pero yo simplemente sonreí, quitándole importancia al asunto. Antes de que pudiese continuar la conversación, un chico llamó mi atención a gritos. Giré la cabeza y lo observé. Era rubio, de estatura normal, ojos azules y mirada perdida. Sin duda era Carlos. Le di un golpecito en el hombro a mi amiga, captando su atención, señalé el banco donde estaba sentado y me acerqué.

—¡Carlos! —dije mientras agitaba mi mano a modo de saludo—. ¡Dios mío, cuánto tiempo!

Él dio un pequeño salto al verme, asustado y confundido. Su cara se puso roja y sonrió a duras penas.

—Emma, por un momento te confundí con el… Creía que habías cambiado de instituto. Estás muy guapa.

Me senté a su lado. Ángela seguía sin acercarse, como si tuviese recelo.

—Gracias. ¿Cómo estás?

Carlos se quedó pensativo unos segundos, cosa que no era habitual en él.Vi como mi amiga remoloneaba un poco, pero no tardó en acercarse a nosotros, mirando a su alrededor. Se sentó a mi lado con cuidado y saludó a Carlos con la cabeza.

—La verdad es que le echo mucho de menos… —murmuró Carlos con pena. Nunca volveré a tener un amigo como él.Y me entristecía mucho pensar que habías cambiado de instituto, pero me alegra ver que no es así. Por cierto, te has perdido el examen de Educación Física. ¡Qué mala eres! Esto último lo dijo con un deje cómico, cosa que hizo que Ángela y yo nos riésemos. Seguía igual de charlatán que siempre, no cabía duda.

—Hacer pellas es lo mío —dije con sorna.

—Llevaba tiempo queriendo hablar contigo, pero no te veía mucho por el instituto —apunto Ángela.

—Ya… Es que estuve una semana en casa. No pude hacerme a la idea de lo ocurrido, necesitaba descansar.También el trabajo de mi madre está dando bastantes tumbos últimamente. Solo podía salir de la floristería para ir al instituto, e iba demasiado atolondrado como para hablar con alguien con normalidad.

El sonido de un claxon interrumpió nuestra conversación.

—Me parece que es hora de irme —dijo Carlos mientras se levantaba.

Se quedó parado un segundo ante mí, y Ángela le dio un fuerte abrazo de despedida.Yo también le abracé y pude notar como sus músculos se tensaban. Debía de recordarle demasiado a mi hermano. Se subió al coche de su madre con rapidez. Aquello me había revuelto aún más las tripas. Mi mundo había cambiado, y no como yo esperaba. Era peor. Noté como mi amiga tiritaba a mi lado, hacia un frío tremendo.

—Emma, creo que será mejor que nos vayamos antes de que acabemos congeladas.

Asentí conforme.

—Está bien. ¿Crees que podríamos ir a casa de Kate?

Ella hizo un gesto de indiferencia con los hombros al tiempo que se levantaba del banco.

—Lo que tú veas.

Sin esperar mi respuesta,Ángela empezó a andar rumbo hacia su casa. Me acerqué hasta ella, la agarré de los hombros y le di la vuelta, como si se tratase de un juguete.

—La casa de Kate está a la derecha —canturreé.

Ella suspiró con indignación, siguiéndome.

—Perdona, creía que no querías ir.

—¿Cómo no voy a querer ir? Hace dos meses que no la veo, desde que pasó aquello.

La calle que conducía a la casa de Kate era de nueva construcción. La acera era mucho más nueva, y debido a la gran frecuencia de nevadas se mantenía limpia y resbaladiza. Unos bellos árboles, que seguro no eran de origen canadiense, coronaban el paisaje situados al lado izquierdo de la acera, protegiéndonos levemente de la nieve. A la derecha, estaba el viejo bosque, donde se encontraba el pozo en el que habíamos jugado mil veces de pequeños.Aquel era un pueblo idóneo. Ángela posó su mano en mi cuello, intentando animarme, pues mi tono parecía un tanto apagado.

—No te preocupes.

—¡Sé feliz! —dije, calmando los ánimos.

Ella sonrió y me dio un golpe amistoso. Seguimos caminando con tranquilidad en dirección a la casa de Kate. La nieve era cada vez más espesa, y algunos copos, que conseguían zafarse de la protección que ofrecían los árboles, caían sobre mi pelo, contrastando con su intenso color negro, o sobre mi nariz, helándome y haciéndome estornudar.

—Me encanta la nieve —murmuré con los ojos cerrados.

—Pues a mí no. En vez de jugar con la nieve, me paso el día enferma.

—¡Exagerada!

Ella entreabrió la boca, haciéndose la ofendida, pero solo me provocó más risa. Sus expresiones eran realmente cómicas.

—No lo soy —dijo en su defensa.

—¡Si te constipaste en verano! Eres una exagerada.

—¡Ah!, ¿sí? Mira quién fue a hablar, la que no puede comer fresas.

Levanté las manos, haciéndome la inocente con una gran sonrisa en la cara.

—¡Eso es alergia!

Ángela volvió a abrir la boca, pero esta vez no encontró respuesta. Me sacó la lengua de manera burlona y echó a correr.

—¡Quien llegue la última es una exagerada!

Me quedé clavada en el sitio durante unos segundos, mirando a mi amiga correr.Aquello era un juego de niños.Tenía entendido que el mes siguiente Ángela cumplía dieciséis años.

—Eso es trampa. Sabes perfectamente que soy lenta.

Nunca había sido demasiado alta, y el hecho de tener las piernas cortas no ayudaba a correr, y aun menos teniendo en cuenta mi nula condición física. Empecé a coger velocidad, y justo cuando el juego del “Quién llega antes” empezó a emocionarme, un puñado de nieve se interpuso entre mi pie y la calzada, haciéndome trastrabillar. Sacudí mis brazos, intentando mantener el equilibrio, pero antes de que me diese cuenta ya tenía la cara enterrada en un montón de nieve aún más grande. Levanté la cabeza y empecé a escupir la nieve que se había introducido en mi boca. No estaba precisamente dulce.

—Emma, ¿estás bien? —preguntó Ángela mientras me tendía una mano.

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