El trabajo en grupo condujo a otra innovación gerencial con efectos espectaculares, aunque raras veces imaginada como tal: se trata de la creación de los team leaders (en Japón y en los países anglosajones) que se volvieron en Francia instructores, coordinadores, jefes de grupo, etcétera. El coordinador vela por el buen desarrollo de las operaciones, maneja ausencias y Réduction du temps de travail (RTT), organiza los planes de formación-adaptación, remplaza a los ausentes en caso de necesidad urgente, etcétera. Es un colega como los demás y no tiene poder jerárquico, asegurando el papel de supervisión del antiguo gerente de proximidad, cuya desaparición representa una notable reducción de los costos que se hizo posible por la coerción en el trabajo incluso en el flujo tenso. Al no tener función jerárquica, el coordinador no puede imponer una decisión o una práctica, debe convencer de la justicia de esa decisión desde su punto de vista, lo que evita ciertas tensiones con la jerarquía, las cuales se ha visto que son desplazadas hacia las relaciones entre pares, encontrándose el personal directivo, por así decirlo, exonerado. Así pues, la función de coordinador está plena de ambivalencias que la vuelven difícil de mantener, porque permanentemente hay que esforzarse. ¿Por qué aceptar una posición como esa? En primer lugar, porque el coordinador se libera de las obligaciones directas del flujo tenso que son humillantes en numerosos casos; en segundo lugar, porque quien es elegido lo es también por sus cualidades que pueden conducirlo hacia otras promociones y una carrera gerencial. Desde el punto de vista del análisis de las relaciones de trabajo, la verdadera innovación reside justamente en esta ambigüedad de la situación de team leader o de coordinador; esta ambigüedad de las funciones –un par como los demás, pero ya señalado por la jerarquía como interlocutor o como aspirante-gerente– modificó la percepción de los dirigentes por los asalariados ejecutantes. Las exigencias y las órdenes ya no llegan directamente de arriba, son filtradas por un par que las comparte y hace que las acepten sus semejantes a través de las prácticas y las conversaciones persuasivas. La comunicación, ayer difícil entre la palabra horizontal de los pares y las directrices verticales a falta de un «nudo» de intercambios entre estas informaciones más bien heterogéneas, se encuentra facilitada por la invención del coordinador que opera las traducciones necesarias para que los dos flujos informacionales (vertical y horizontal) puedan comunicarse. En resumen, al pasar del equipo fordiano dirigido por un jefe que prescribe y controla las tareas al trabajo en grupo más o menos auto organizado en función de las exigencias del flujo tenso con un par que coordina más de lo que manda, son muchos los hechos que modifican la percepción del trabajo y de sus condiciones, más que los que cambian su naturaleza. Pero las percepciones y las representaciones son por lo menos tan importantes como la realidad de las cosas para hacer que se acepten como tales. Eso no impide que, para asegurarse de la cooperación de la mayor parte de los asalariados con la finalidad de mantener la continuidad de los flujos productivos, haya sido necesario inventar nuevos dispositivos.
Del modelo de la competencia a la evaluación
en todos los sentidos
Una vez más, la fuente de inspiración de la década de 1990 es japonesa –lo que es lógico, ya que la lean production es una invención japonesa–. Se trata de la evaluación sistémica del trabajo de todos los asalariados, incluso de los obreros y de los empleados. La evaluación ya se practicaba, pero podría decirse que de forma ligera: desde principios de la década de 1970, la gestión por objetivos (gpo), importada de los Estados Unidos por la empresa cegos (Gélinier, 1968), había instaurado la evaluación de los cuadros, en particular comerciales, sobre objetivos de progresión de su volumen de negocios. El advenimiento de la Gestion prévisionnelle des emplois et des compétences (GPEC) durante la década de 1980 llevaba a los Directeurs des ressources humaines (DRH) a organizar la evaluación de las aptitudes de los asalariados para ocupar los puestos, de los cuales esas mismas direcciones u oficinas especializadas habían redefinido los perfiles y los contenidos con una proyección a tres años, cinco años, incluso diez años. Un poco más tarde, en 1991, el acuerdo Estado-empleadores-sindicatos de asalariados en los balances de competencias se basaba también en la evaluación de las aptitudes y de las competencias de los asalariados que aceptaban –algunas veces con los consejos interesados de gerentes que deseaban «desengrasar»– realizar esos balances.
Como puede apreciarse, desde principios de la década de 1980, el asunto de la evaluación está estrechamente ligado al de las competencias. Más aún, en Francia el término de «cualificación» desaparece poco a poco a favor del de competencia. La cualificación puede definirse como la asociación de un diploma reconocido por el Estado y una experiencia profesional hecha de habilidades más o menos difíciles de formalizar. A la cualificación, la noción de competencia añade la manera en que el asalariado cumple su tarea, cubre sus funciones, en pocas palabras, sirve a su empleador. Hace ya mucho tiempo que los sindicatos reivindican el reconocimiento de esta dimensión del trabajo, denominada también «saber estar» en la década de 1990; para los sindicalistas in situ, debatir esta relación en su propio trabajo es objetivar cierto número de cualidades de los asalariados con la finalidad de contrarrestar las promociones arbitrarias o «en la cabeza del cliente». El Conseil national du patronat français (CNPF) –ancestro del Mouvement des enterprises de France (MEDEF)–,se apropió de esta reivindicación para deslizar de la cualificación –fundamentalmente instituida por el diploma– a la competencia, dependiendo doblemente de una interpretación subjetiva, por parte del evaluador, de las habilidades y de la manera de servir del evaluado. Es el sentido de la definición de la competencia adelantada en 1998 por el cnpf:
La competencia profesional es una combinación de conocimientos, habilidades, experiencias y comportamientos, que se ejercen en un contexto preciso; se constata durante su implementación, en situación profesional, a partir de la cual puede validarse. Así pues, a la empresa le corresponde localizarla, evaluarla, validarla y hacerla evolucionar (cnpf, 1998: 5).
La fuerza de esta propuesta es doble: por una parte, evacuar formalmente la inclusión del diploma de la definición de la competencia –¡la palabra está ausente de la definición!– e introducir el término de comportamiento como componente esencial de la competencia profesional; por otra parte, el cnpf ya sólo menciona una única instancia susceptible de validar la competencia: la empresa; tal es la consecuencia de la eliminación del Estado como garante de los diplomas. El lector atento observará que el verbo reconocer (las competencias) no pertenece al vocabulario de la federación patronal, porque el reconocimiento, en el vocabulario utilizado en las relaciones profesionales, significa una remuneración adaptada a este, en tanto que el verbo validar no posee esta connotación. En el mejor de los casos, la validación de una competencia permite la habilitación para ocupar tal puesto o tal función, o incluso, autoriza al asalariado a solicitar una movilidad. Finalmente, la desaparición de la referencia al diploma, base común en un sector para jerarquizar las competencias, limita mucho la «portabilidad» de una empresa a otra, limitando así la movilidad entre firmas: a este cuestionamiento el cnpf contesta que les corresponde a las empresas hacer que evolucionen las competencias de los asalariados; así que cada uno sabe lo selectivo que es el derecho a la formación.
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