Jean-Pierre Durand - Fabricar al hombre nuevo

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Fabricar al hombre nuevo plantea la modelización de hombres y mujeres que se adaptan a las necesidades cambiantes del trabajo y nos abren interrogantes sobre la integración de las normas que emanan del sistema productivo y de la esfera del consumo. El autor analiza con detalle la conversión desde el lugar de trabajo, donde nuevas cualidades y competencias son requeridas en los(as) trabajadores(as), pero también en el ámbito de consumo, espacio en el que se observa una extensión de la lógica del capital. Al escudriñar en el Lean Management, Jean-Pierre Durand ofrece una lectura más acabada sobre las fuentes de «malestar en el trabajo», advirtiéndonos en no quedar atrapados en perspectivas que atomizan los síntomas del malestar en las causas psíquicas, lo que constituye una invitación a pensar de manera articulada en los procesos globales, en la reorganización de la producción de los bienes y los servicios, así como en las situaciones sociales que se construyen dentro y fuera del lugar de trabajo.

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Es necesario discutir la esencia de este nuevo principio: cualquier asalariado, comprometido en una producción de este tipo, no puede ser exonerado de la necesidad de mantener la continuidad del flujo debilitado. Si desea abstraerse momentáneamente es responsable de haber permitido que la situación se deteriorara hasta la ruptura del flujo con las consecuencias en las etapas iniciales y en las finales. En este sentido, tal principio es revolucionario porque contiene en sí mismo una norma de movilización en el trabajo. En otros términos, obliga al asalariado a movilizarse, a correr, a tratar con urgencia problemas inmediatos –y algunas veces inéditos– para mantener la producción continua. De ahí el concepto de implicación forzada (Durand, 2004) para caracterizar ese modelo productivo. Si actualmente insistimos en la dimensión forzada para el asalariado de asegurar sus responsabilidades, que es inherente al debilitamiento del flujo –con reducida mano de obra–, el oxímoron utilizado también muestra el hecho de que se trata de asumir cierta movilización, es decir, un juego y una apuesta por hacer bien su trabajo manteniendo el flujo productivo debilitado. Esencialmente, de lo que trata esta obra es de la implicación, pero no puede omitirse que esta tiene lugar en un contexto en el cual es en gran medida obligatoria; de ahí, además, que otros autores recurran a la noción de cooperación forzada (Coutrot, 1998), en un sentido distinto –se trataba de una cooperación impuesta directamente por el rendimiento accionarial surgido del trabajo–, pero de hecho bastante cercano.

La obligación por el flujo tenso no es un juicio de valor sobre la aceleración de los ritmos de trabajo, en especial en los empleos terciarios; en efecto, las direcciones de empresa rápidamente reconocieron que la supervisión de proximidad ya no era necesaria, puesto que los asalariados ejecutantes cumplían el trabajo por sí solos, sometidos al principio de la implicación forzada vinculada al flujo tenso. Esa fue la famosa reforma gerencial que suprimió el nivel jerárquico antes mencionado. En otros términos y para utilizar una fórmula que suene bien, puede decirse que el «policía está en el flujo», es decir, que si el objetivo es la continuidad del flujo, las nuevas condiciones de debilitamiento del flujo mismo junto con la reducción de los efectivos crean una nueva norma productiva que compacta la implicación –alcanzar objetivos en un trabajo algunas veces aumentado y más interesante– y la obligación (Durand, 2004). Por otra parte, esta misma compactación transforma la naturaleza de las obligaciones «objetivándolas»: ya no es un hombre quien dirige, es un sistema mecanicista que impone los ritmos de trabajo y las obligaciones. Casi podría hablarse de «naturalización» de las obligaciones en tanto la dimensión humana y social desapareció en beneficio de una fuerza sistémica impersonal, por lo tanto, difícilmente identificable e inatacable.

Observemos ahora que, en la implicación forzada, los asalariados viven por lo menos tantas fuentes de implicación como de percepción de las obligaciones. El debilitamiento voluntario de los procesos de producción no podía acompañarse del mantenimiento de las tradiciones fordianas que, por ejemplo, fabricaban piezas defectuosas luego destruidas, o que tomaban tiempos muy largos de cambio de fabricación –uno no se preocupaba de las etapas finales o de las salidas, ya que toda la producción ¡se vendía!–. Este debilitamiento de los flujos, para ser viable económicamente, pronto significó que las averías eran una calamidad, que la mala calidad bloqueaba la producción en las etapas finales, que los ingenieros tenían que inventar procesos de cambios rápidos de maquinaria; por ejemplo, justo donde eran necesarias de seis a ocho horas para cambiar manualmente una serie de instrumentos de prensa, ahora la industria automotriz realiza ese cambio automatizado en sólo 10 minutos. Finalmente, el mejoramiento del sistema productivo –en confiabilidad, en calidad y en reducción de los costos– se volvía una preocupación permanente, si no es que un modo de management.

Para satisfacer todas estas nuevas exigencias, los ingenieros japoneses y luego los ingenieros y los gerentes occidentales que se inspiraban en los primeros implementaron una serie de instrumentos más perfeccionados unos que otros, de los cuales sólo se retomarán aquí las siguientes funciones: el Total Productive Maintenance (tpm) –que algunas veces se convirtió en el Total Productive Management– para prevenir las averías, el Total Quality Management (tqm), el Single-Minute Exchange of Die (smed) para nombrar el cambio rápido de herramientas y de campañas de fabricación, y finalmente el kaizen o mejora continua del sistema productivo (máquinas y personales). Todos estos nuevos procedimientos que tienden a la optimización del instrumento de producción introdujeron –frecuentemente contra la voluntad de los contramaestres y de los mandos intermedios– nuevas relaciones sociales en el trabajo y, sobre todo, intentaron infundir una nueva percepción del trabajo y de sus objetivos. En efecto, esas herramientas de mejoramiento incluían una importante vertiente de participación de los asalariados ejecutantes (obreros, empleados, pero también técnicos) en la resolución de los problemas, la mayoría del tiempo presentado como complicaciones técnicas, pero que implicaban casi siempre una dimensión organizacional y humana. El advenimiento de los círculos de calidad, de los círculos o grupos de progreso, todas las reuniones referentes a las 5S[3] y luego los buzones de sugerencias dieron lugar a una verdadera fiebre participativa, cuya naturaleza debe ser observada. Para numerosos comentaristas, estas reuniones fueron la prueba de que había llegado la necesidad de superar el sistema tradicional de producción ford-taylorista. La concentración de los esfuerzos para evitar las averías –lo que también fue nombrado como el papel central de los acontecimientos (Zarifian, 1995)– o para tratar las exigencias de los clientes que se remontaban a la fabricación (Veltz y Zarifian, 1993), o aún más, la regulación conjunta para solucionar los problemas y dar sentido al trabajo (De Terssac, 1992) daban testimonio de lo radical de estos cambios.

Otras interpretaciones (Bouquin, 2008; Durand, 2004; Linhart, 2015; Flocco, 2015) mostraron que esta participación poseía nuevos fundamentos: la integración social de los asalariados y la publicitación de conocimientos ocultos. En efecto, la naturaleza, las conductas y los contenidos del trabajo en general permanecían siendo los mismos –con los cambios tecnológicos presentes, por supuesto–, pero esas reu­niones tendían, sobre todo, a modificar en los propios ejecutantes la percepción de su trabajo. Podría decirse que la multiplicación de esas reuniones –obligatorias pero en las que numerosos obreros y empleados estaban ausentes mentalmente– tendía a transformar la manera de aprehender el puesto de trabajo, incluso el ambiente laboral sin tratar cuestiones de fondo como la intensificación del trabajo ligada al flujo tenso con mano de obra reducida –sin hablar de las formas o del nivel de las remuneraciones–. A través de los objetivos de estas reuniones (calidad, kaizen, reducción de las averías, disminución de los costos o de los plazos, etcétera) de los que nadie podría cuestionar su pertinencia, también se trata de hacer que converjan las preocupaciones y los intereses. Con objetivos estrictamente técnicos y para tratar a fondo los procesos de producción de bienes o de servicios, los ejecutantes com­parten con los ingenieros, los mandos medios, incluso superiores, los mismos objetivos que son evidentemente en principio los de las direcciones empresariales. No necesariamente hay maquiavelismo en estas prácticas. Pero como la premisa de que «todos están en el mismo barco» es una realidad para sustentar el flujo tenso con mano de obra reducida y como esas reuniones son técnicas y no dudan un solo instante de los motores fundamentales del nuevo principio productivo, dichas sesiones tienen una función ideológica de integración social muy fuerte con todos los asalariados, con objetivos cuya orientación no dominan los empleados.

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