—¿Y las demás no se rieron al ver la caricatura? —preguntó Jo, a la que le encantaba aquel lío.
—¿Reírse? En absoluto, estuvimos todas bien quietas y Susie lloró a mares. Eso fue lo que pasó. Yo ya no sentí envidia de ella, porque me dije que ni un millón de sortijas de cornalina me hubiesen hecho feliz después de algo así. Yo nunca me hubiese repuesto de semejante humillación. —Y dicho esto, Amy retomó su labor, orgullosa de su virtud y de haber pronunciado dos palabras largas sin que se le trabara la lengua.
—Esta mañana vi algo que me gustó y que pensaba contar a la hora de la cena, pero se me olvidó —explicó Beth al tiempo que ordenaba el enmarañado cesto de labores de Jo—. Salí a comprar unas ostras por encargo de Hannah y encontré al señor Laurence en la pescadería, aunque no me vio porque me escondí detrás de un barril y él estaba hablando con el señor Cutter, el pescadero. En eso, entró una mujer pobre con un cubo y una fregona y se ofreció a limpiar el local a cambio de un poco de pescado porque no tenía nada que darles de cenar a sus hijos y le habían escatimado un jornal. El señor Cutter, que estaba algo atareado, le contestó que no sin pensarlo, bastante molesto. La mujer, que parecía muerta de hambre, se dio la vuelta para salir con aire afligido, y entonces el señor Laurence pinchó un pescado grande con la punta de su bastón y se lo ofreció. Ella lo cogió sorprendida pero encantada y le dio las gracias varias veces. Él le dijo: «Vaya y guíselo», y ella se marchó a toda prisa la mar de contenta. Qué detalle tan enternecedor, ¿no os parece? ¡Era tan gracioso verla abrazada a aquel pescado enorme y diciéndole al señor Laurence que esperaba que Dios le guardase una cama cómoda en el cielo!
Todas rieron, y luego pidieron a su madre que les contase también algo. La mujer guardó silencio unos instantes y, después, dijo muy seria:
—Hoy, mientras cortaba tela para unas chaquetas de franela azul, me acordé de vuestro padre y pensé en lo sola y desamparada que me sentiría si le ocurriese algo. Sé que no debería pensar en ello, pero no pude evitarlo, hasta que un hombre mayor entró para hacer un pedido. Se sentó cerca de mí y me puse a hablar con él, porque parecía pobre, cansado y nervioso. «¿Tiene hijos en el ejército?», le pregunté al ver que traía una nota que no era para mí. «Sí, señora; tenía cuatro, pero dos han muerto; uno está prisionero y voy a visitar al otro, que está hospitalizado en Washington, muy enfermo», contestó en voz baja.
»“Ha hecho usted mucho por su país, señor”, le dije sintiendo respeto en lugar de la piedad inicial. “Todo lo que está en mi mano, señora. De haber servido yo, hubiese ido en persona, pero, como no es así, he entregado a mis hijos de corazón”.
»Hablaba tan animosamente, se mostraba tan sincero y parecía tan complacido de entregar cuanto tenía que me sentí avergonzada. Yo había ofrecido a un marido y me parecía un precio excesivo, mientras que él había dejado marchar a cuatro hijos sin quejarse; yo tenía a mis niñas para animarme al volver a casa, y a él solo le quedaba un hijo, que le esperaba a kilómetros de distancia, tal vez para darle un último adiós. Me sentí tan rica, tan afortunada y tan llena de bendiciones que le preparé un buen paquete, le di algo de dinero y le agradecí de corazón la lección que me había enseñado.
—Mamá, cuéntanos otra historia, otra con moraleja, como ésta. Cuando son cosas que han pasado de verdad y no suenan a sermón, me dan mucho que pensar —dijo Jo, tras un minuto de silencio.
La señora March sonrió y empezó enseguida. Llevaba muchos años contando historias a aquel pequeño público y sabía muy bien cómo complacerlas.
—Había una vez cuatro niñas que tenían lo bastante para comer, beber y vestir; bastantes comodidades y caprichos, buenos amigos y unos padres que las querían mucho, y sin embargo no estaban satisfechas. —En este punto, las jóvenes se miraron de reojo y empezaron a coser diligentemente—. Esas muchachas ansiaban ser buenas y se hacían magníficos propósitos que, por una razón u otra, nunca mantenían, y no dejaban de decir: «Si tuviéramos tal cosa», o «Si pudiéramos hacer esto o aquello», olvidando lo mucho que en realidad tenían y las numerosas cosas agradables que estaban a su alcance. Así pues, preguntaron a una anciana a qué hechizo podían recurrir para ser felices y ella les contestó: «Cuando os sintáis descontentas, pensad en las bendiciones que habéis recibido y dad gracias por ellas». —Al oír esto, Jo levantó la vista un segundo, como si fuese a decir algo, pero cambió de idea al entender que el cuento no había terminado.
»Como eran unas jovencitas muy inteligentes, decidieron seguir el consejo y pronto se sorprendieron al comprobar lo afortunadas que eran. Una descubrió que el dinero no podía evitar que la vergüenza y la pena entrasen en una casa, por rica que ésta fuese; otra, que se creía pobre, entendió que gracias a su juventud, su buen humor y su salud era más feliz que cierta anciana cascarrabias que no sabía gozar de su posición; una tercera comprendió que, por desagradable que resultase tener que preparar la cena, era mucho peor tener que mendigar para poder cocinarla, y la cuarta comprobó que ser buena valía más que tener una sortija de cornalina. Así pues, convinieron en no volver a quejarse, disfrutar de las bendiciones que habían recibido y procurar ser merecedoras de ellas pues, en lugar de crecer, podrían muy bien desaparecer. Y creo que nunca se arrepintieron ni se sintieron decepcionadas por seguir el consejo de la anciana.
—Marmee, qué ingeniosa. Has dado la vuelta a nuestras historias y las has aprovechado para darnos un sermón —exclamó Meg.
—Me gusta esta clase de sermones. Me recuerda los que nos solía dar papá —observó Beth, pensativa, mientras enderezaba las agujas en el acerico de Jo.
—Yo no me suelo quejar tanto como las demás pero, después de ver lo que le ha ocurrido a Susie, lo haré mucho menos —afirmó Amy, muy seria.
—Necesitábamos esta lección y no la olvidaremos. Si lo hacemos, solo tienes que repetirnos lo que la vieja Cloe le decía al tío Tom: «Pensad en vuestras bendisiones , niñas, pensad en vuestras bendisiones » —intervino Jo, que no podía resistirse a sacarle punta al sermón, aunque el mensaje le había llegado tan hondo como a las demás.
—Y ahora, ¿qué estás tramando, Jo? —preguntó Meg, en una tarde de nieve, al ver a su hermana cruzar el vestíbulo con botas de lluvia, un abrigo viejo con capucha y una escoba en una mano y una pala en la otra.
—Voy a salir a hacer ejercicio —contestó Jo, con un brillo pícaro en la mirada.
—¿Acaso no te basta con los dos largos paseos que has dado esta mañana? Fuera hace frío y está nublado. Te aconsejo que te quedes en casa, junto al fuego, caliente y seca, como pienso hacer yo —repuso Meg, que sintió un escalofrío.
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