A to Z Classics - Mujercitas

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Little Women o, Meg, Jo, Beth y Amy es una novela de la autora estadounidense Louisa May Alcott (1832-1888). Escrita y publicada en dos partes en 1868 y 1869, la novela sigue la vida de cuatro hermanas, Meg, Jo, Beth y Amy March, y se basa libremente en las experiencias infantiles de la autora con sus tres hermanas. La primera parte del libro fue un éxito comercial y crítico inmediato y provocó la composición de la segunda parte del libro, también un gran éxito. Ambas partes se publicaron por primera vez como un solo volumen en 1880. El libro es un clásico estadounidense incuestionable.

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El mundo está lleno de mujeres como Beth, tímidas y tranquilas, que aguardan sentadas en un rincón hasta que alguien las necesita, que se entregan a los demás con tanta alegría que nadie ve su sacrificio hasta que el pequeño grillo del hogar cesa de chirriar y la dulce y soleada presencia desaparece para dejar tras de sí silencio y oscuridad.

Si alguien hubiese preguntado a Amy cuál era su principal quebradero de cabeza, ella hubiese contestado sin dudar: «Mi nariz». Cuando era pequeña, Jo la había dejado caer accidentalmente en un capacho de carbón y Amy sostenía que eso había afeado su nariz sin remedio. No era grande ni estaba siempre roja como la de la pobre Pétrea; era más bien chata y, por mucho que la levantase, nunca le daría el aire aristocrático que anhelaba. A nadie le preocupaba el asunto salvo a ella y, de hecho, su nariz seguía creciendo, pero Amy deseaba tanto un perfil griego que, para consolarse, llenaba hojas enteras con dibujos de narices perfectas.

«El pequeño Rafael», como la llamaban sus hermanas, poseía un notable talento para el dibujo y era sumamente feliz copiando flores, pintando hadas o ilustrando cuentos con curiosas muestras de arte. Sus profesores se quejaban de que, en lugar de hacer las sumas, llenaba su pizarra de dibujos de animales; aprovechaba las páginas en blanco del atlas para copiar mapas y sus libros estaban llenos de caricaturas cómicas que aparecían en los momentos más inoportunos. Se aplicaba al estudio lo mejor que podía y su comportamiento modélico la había salvado de más de una reprimenda. Era muy querida entre sus compañeras por su buen carácter y poseía el don de granjearse el cariño de todos sin esfuerzo. Su afectación y sus modales exquisitos despertaban admiración, al igual que sus numerosas aptitudes, y es que, además de dibujar, era capaz de tocar doce melodías, hacer ganchillo y leer en francés sin pronunciar mal más de dos tercios de las palabras. El tono quejumbroso, con el que acostumbraba a explicar: «Cuando papá era rico, hacíamos tal o cual cosa», resultaba conmovedor y su tendencia a usar palabras complicadas era considerada «muy elegante» por las demás.

Amy iba camino de convertirse en una niña malcriada. Todo el mundo la consentía y su vanidad y su egoísmo iban en aumento. Sin embargo, había algo que mantenía a raya su vanidad; verse obligada a usar los vestidos de su prima. La madre de Florence no destacaba, precisamente, por su buen gusto y, para Amy, llevar un sombrero rojo en lugar de uno azul, vestidos poco favorecedores y delantales chillones que no eran de su talla le parecía un suplicio. La ropa era de calidad, tenía buena hechura y estaba casi nueva, pero hería el gusto estético de Amy, sobre todo en aquel invierno, en el que tenía que ir a la escuela con un vestido de un morado apagado, con topos amarillos y sin nada que lo adornara.

«Mi único consuelo —le había contado a Meg, con lágrimas en los ojos— es que mamá no me mete el dobladillo de la falda cada vez que hago una travesura, como hace la madre de Maria Parks. Es un verdadero horror; a veces, se porta tan mal que el vestido apenas le cubre las rodillas y no puede ir al colegio. Cuando pienso en la degradadación que sufre, el hecho de tener la nariz chata y un vestido morado con topos amarillos me parece una nimiedad».

Meg era la confidente y guía de Amy y, curiosamente, Jo lo era de Beth, tal vez porque los opuestos se atraen. La tímida muchachita solo se abría con su atolondrada hermana mayor, sobre la que, sin darse cuenta, ejercía más influencia que ningún otro miembro de la familia. Las dos hermanas mayores se llevaban muy bien, pero cada una de ellas había tomado a su cargo a una de las menores y las protegían a su manera. Era su peculiar manera de jugar a «mamás», poniendo a sus hermanas en lugar de las muñecas que ya habían desechado, y lo hacían con el instinto maternal propio de unas mujercitas.

—¿Alguien tiene algo interesante que contar? Ha sido un día tan deprimente que necesito algo de entretenimiento —comentó Meg cuando se sentaron a coser juntas aquella tarde.

—Hoy me ha ocurrido una cosa curiosa en casa de la tía y, puesto que todo ha salido bien, os la contaré —empezó Jo, a la que le encantaba contar historias—. Estaba leyendo en voz alta ese interminable libro de Belsham, con el tono monocorde de siempre, para que la tía se quede dormida lo antes posible y yo pueda disfrutar de un buen libro hasta que se despierte. Esta vez lo que conseguí fue que me entrara sueño y, antes de que ella empezara a cabecear, se me escapó un bostezo enorme. La tía me preguntó si abría tanto la boca para devorar el libro de golpe. “¡Ojalá pudiese hacerlo y terminar de una vez!”, respondí sin pretender ser impertinente.

Entonces me echó un largo responso sobre mis pecados me pidió que me sentara - фото 28

»Entonces, me echó un largo responso sobre mis pecados, me pidió que me sentara y reflexionara sobre lo que habíamos hablado mientras ella “daba una cabezadita”. Como sé que la “cabezadita” suele durar bastante, en cuanto cerró los ojos saqué del bolsillo El vicario de Wakefield y me puse a leer con un ojo mientras que con el otro vigilaba a la tía. Cuando llegué al punto en el que todos se caen al agua, me olvidé de dónde estaba y solté una carcajada. La tía se despertó, descansada y de buen humor, y me pidió que leyera en voz alta un poco de ese libro frívolo que prefería al edificante y serio Belsham. Me esforcé al máximo y le gustó, aunque se limitó a comentar: “No comprendo bien de qué trata; léelo desde el principio, querida”.

»Así lo hice, procurando que los Primrose resultasen más entretenidos que nunca. En un momento dado, cuando el texto estaba en un punto emocionante, tuve la picardía de interrumpir la lectura y le pregunté mansamente: “Tía, me temo que la estoy aburriendo. ¿Quiere que lo deje aquí?”.

»Retomó la calceta que había dejado caer, me lanzó una mirada airada desde detrás de sus gafas y contestó tajante: “Jovencita, acaba de leer el capítulo y no seas impertinente”.

—¿Reconoció que le estaba gustando? —preguntó Meg.

—¡Por Dios, no! Pero dejó al viejo Belsham a un lado, y por la tarde, cuando volví a buscar los guantes que había dejado olvidados, la sorprendí tan embebida en la lectura de El vicario que ni me oyó reír y bailar de alegría en el vestíbulo, por los buenos tiempos que vendrían. Qué agradable podría ser su vida si eligiese ser feliz. A pesar de lo rica que es, no la envidio. Al fin y al cabo, imagino que los ricos tienen tantas preocupaciones como los pobres —añadió Jo.

—Eso me recuerda —dijo Meg— que yo también tengo algo que contar. No es tan divertido como la anécdota de Jo, pero he estado dándole muchas vueltas mientras venía de camino. Hoy, en casa de los King, todo el mundo estaba muy inquieto y uno de los niños me contó que su hermano mayor había hecho algo horrible y que su padre lo había echado de casa. Oí llorar a la señora King y gritar al señor King, y Grace y Ellen volvieron la cabeza cuando pasé junto a ellas para que no viese que tenían los ojos enrojecidos. Por supuesto, no pregunté nada a nadie; pero sentí lástima por ellos y me alegré de no tener ningún hermano rebelde que pudiera deshonrar a la familia.

—Yo creo que recibir un castigo en la escuela es mucho peorible que tener un hermano rebelde —intervino Amy meneando la cabeza, como si tuviera una honda experiencia de la vicia—. Hoy Susie Perkins ha venido al colegio con una sortija de cornalina roja preciosa. Me gustó tanto que deseé con toda el alma ser como ella. Bueno, el caso es que dibujó una caricatura del señor Davis con una nariz monstruosa y una joroba, y escribió las palabras «¡Señoritas, no les quito ojo!» saliendo de su boca. Nos estuvimos riendo del dibujo, hasta que descubrimos que, en efecto, el señor Davis no nos quitaba ojo, y ordenó a Susie que le mostrase su pizarra. Ella se quedó patrificada del susto, pero se la enseñó y… ¿qué creéis que hizo él? La cogió por la oreja. ¡Por la oreja! ¡Figuraos qué horror! La obligó a subir al estrado y la tuvo allí plantada, una hora y media, sujetando la pizarra para que todas la viéramos.

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