—Hasta me han dicho que se refieren a la cuadra en que duermen como El Prostíbulo .
—Hombre, insisto en que son infundios. Le garantizo que ninguna puta pisa jamás ese lugar.
—Es que eso precisament... ¿Quiere hacer el favor de ordenarle a ese asistente cataico suyo que deje de reírse?
— Cómo no... Igu, termina ahora mismo de reírte de nuestras desgracias. El señor Lipe y yo aquí, sufriéndonos mutuamente, y encima tienes el tupé de burlarte. No es divertido: es trágico. Y por cierto, señor: Igu no es cataico, sino hijo de cipangueños.
—Da lo mismo.
—Sí, yo respondo lo mismo cuando me preguntan si ciertas personas son hombres santos, gansos, charlatanes o canallas: ¡es tan difícil notar la diferencia a veces!... ¿Y qué pasa con El Prostíbulo ?... Mire que el tiempo corre. Odiaría que llegara tarde a algún lugar por demorarse aquí más de la cuenta.
—He oído rumores acerca de ciertas cosas que ocurren allí por la noche. Quiero creer que ni la mitad son ciertos.
—¿Y qué tal si pasa usted una noche allí y sale de dudas?
—Puede confirmarlos o refutarlos usted mismo.
—No, porque nunca estuve en El Prostíbulo .
—Mire, Ude, si no quiere responder, no responda; pero no trate de tomarme por idiota.
—Jamás haría eso. Los idiotas suelen caerme relativamente bien; con descerebrados como usted es que tengo problemas.
—¿No se cansa de ser irrespetuoso? ¿Y se da cuenta de que encubriendo a esos degenerados se hace sospechoso de serlo usted mismo?
—¿Sospechoso de qué? Sospechoso de nada . Que no pasa noche sin que me coma una sabrosa verga más grande que el Palacio Real de Aurobia es una realidad, no una sospecha.
—UDE, ¡¡¡BASTA!!! –tronó Lipe.
—Fíjese usted que eso mismo me digo a mí mismo todas las noches; pero son demasiados años de adicción, si es que me entiende. El vicio me puede.
—Ude, ¿usted habla en serio? ¿De veras me habla en serio?...
—No, claro que no: bromeaba. Pero si usted algún día decide usar el cerebro, para hacer juego, me apresuraré a engullirme una poronga de buen tamaño; así por fin ambos habremos hecho algo que nunca hicimos antes. Luego festejamos juntos, ¿qué le parece? Un festejo en El Prostíbulo , ¿eh? ¿Usted quiere ser el pasivo o el activo? Porque estas cosas deben prepararse con tiempo...
—¡¡¡UDE, NO SEA REPUG ...!!!–bramó Lipe; pero súbitamente se oyó un formidable estrépito en el techo que dejó inconcluso el indignado llamado al orden e hizo que tanto él como Ude e Igu alzaran la vista–. ¿Qué diablos fue eso?
—Nada. Simplemente acaba de venirse abajo ese espantoso cimborrio9 construido con fondos del Ayuntamiento–contestó Ude.
Lipe puso cara de horror.
—¿Cómo sabe?–preguntó–. ¿También es cierto que usted sabotea las obras?
—Lo felicito, no cualquiera tiene tiempo para dedicarse a los asuntos de Dios y estar tan pendiente de los chismes de turno... Pero no . Nunca hubiera saboteado la construcción de ese horroroso cimborrio: imagínese si metía la pata y quedaba en pie.
—¿Y entonces cómo sabe que se cayó el cimborrio?
—Porque no pasaba día sin que los albañiles me previnieran que exactamente eso sucedería. Ya verá usted como dentro de diez minutos... no, yo diría que cinco minutos, más o menos... tendremos aquí a ese sagaz arquitecto echando pestes contra los albañiles. Yo debería tratar de levantarle el ánimo; por ejemplo, sugiriéndole profundizar sus conocimientos profesionales con el hijo de una de las mujeres de la limpieza, que tiene cinco años y construye castillos de arena bastante más estables que sus geniales creaciones. Igual no niego que el hombre tiene sus méritos. Desde luego, desde que se hizo cargo de refaccionar el edificio, tenemos en esta oficina siete u ocho pequeños saltos de agua artificiales; lástima que sólo funcionan cuando llueve. De todos modos, Lipe, cuando eso suceda, lo invitaré a ver tan bellísimo paisaje; pero sólo si es muy buen nadador, así no se ahoga. ¿Ve usted cómo protejo su vida? Eso es amor.
— ¿Hay alguien o algo en el mundo de lo que usted no se burle?
—No sé. Dígamelo usted que, de los dos, es el que cree en milagros.
—Al grano–abrevió Lipe–: ¿puede saberse por qué tolera usted que los guardias de la biblioteca caigan en tan inmundas, repulsivas conductas tan impropias de guerreros íntegros?
—Primero, porque no soy su superior y no tengo, por ende, por qué prohibírselo. Segundo, porque ya tenían esas inclinaciones desde antes de que prestaran servicio aquí. Tercero, porque el Ejército de Largen tiene de todos modos muy mala fama por otros motivos, así que uno más o menos no hará diferencia. Cuarto, porque por lo demás han mejorado. Y quinto, porque con una chota en la boca al menos no pueden hablar... Porque es por esa razón que no los han expulsado del Ejército: aquí podrían ser útiles espías . Es más: lo son. Ya sé que no hay siquiera uno que no corra a llevarles chismes a Mulsît, a Orûf o a Mofrêm–replicó Ude.
Pero omitía la parte que no le convenía que trascendiera, es decir, que tenía un tácito acuerdo con buena parte de la Guardia: él guardaba silencio sobre sus depravaciones sexuales y a cambio ellos oficiaban de espías dobles o sólo repetían información distorsionada o la que a él le conviniera que llegase a destino.
—Reconoce entonces que los rumores sobre las inmorales costumbres de la Guardia son reales–señaló Lipe.
—No. Reconozco sólo que he oído esos rumores. En su momento, el buen Elkter, puede preguntarle a él si no me cree, me previno que tuviera cuidado con ciertos hombres que enviaban a prestar servicio aquí, porque la mayoría estaban sospechados de pecado nefando . Así que yo cité a todos y cada uno de esos hombres a mi despacho, les dije qué se rumoreaba de ellos y les advertí que no me importaba qué hicieran en la cuadra, pero que más les valía que en horas de servicio no tuviera el menor reproche que hacerles. Y así fue como se convirtieron en guerreros ejemplares. Ahora, cuántos de ellos realmente cogían con sus camaradas y cuántos no, no sé.
—No es tan difícil deducirlo–dijo secamente Lipe–. Esos que, según usted, se convirtieron en guerreros ejemplares evidentemente lo hicieron para disimular su abominable vicio.
— Todos se han vuelto guerreros ejemplares–respondió Ude–. Es que, imagínese, sería una vergüenza que la conducta marcial de un marica fuese ejemplar, y la de un guerrero que se precia de ser muy macho, no. ¿Ha visto lo que logra la sana competencia? Envío a Orûf muchas cartas de recomendación. Nadie queda al margen de mis recomendaciones, y salvo por el nombre todas son idénticas porque, fíjese usted, ni uno solo me falla... ¡Y después me acusan de ser odioso! En serio, Lipe, ¡todas idénticas!...
— Ya lo habíamos notado.
—Ah, ¿Orûf le enseñó esas cartas? Yo en su lugar haría lo mismo. Hombres así son un orgullo para cualquier superior.
En ese momento entró un guardia a avisar a Ude que el señor Rotalik estaba furioso, ya que por torpeza de los albañiles el cimborrio casi terminado se había venido abajo, y quería hablar con él sobre ese asunto.
—Sí, y no es que yo esté gordo porque coma mucho, sino por torpeza de un primo mío, ¿no?–se burló Ude, mirando a Lipe en forma harto elocuente–. Bueno, dígale que tendrá que esperar: ahora estoy ocupado.
—Me temo que ese arquitecto no tendrá que esperar mucho–dijo Lipe–. Ya veo que no conseguiré que denuncie formalmente a esos degenerados para darlos de baja, Ude.
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