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Isla de luz
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VII
Datos de autor Índice de contenido Isla de luz I II III IV V VI VII Datos de autor
Isla de luz-Después de un extraño sueño a orillas del lago, Ajainín comienza un peligroso viaje a la Isla de Luz, un lugar al alcance de la vista, pero del que nadie ha logrado regresar para explicar qué alberga. Tras la imagen de un amor idealizado, tendrá que enfrentar sus monstruos internos, luchar contra sus miedos más viscerales y poner en práctica años de enseñanzas al lado del sabio Udraka. Isla de Luz es el relato del joven aventurero que late en lo profundo de cada persona que busca un camino de oportunidades fuera de las programaciones sociales. Una llamada a quien quiera ver la vida con la osadía de un explorador ansioso de respuestas, lejos de los dogmas restrictivos de las religiones dominantes.
Isla de luz
© 2020, Yoandy Ferrer
© 2020 , La Equilibrista
info@laequilibrista.es
www.laequilibrista.es
Primera edición: 2020
Maquetación: La Equilibrista
Imprime: Ulzama Digital
ISBN: 978-84-18212-22-2
ISBN Ebook: 9788418212239
Depósito legal: T 435-2020
Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de: NOCTIVORA, S.L.
Era un pequeño pueblo a orillas de un lago, un lago tan inmenso que podía ser comparado con un mar de aguas dulces. En su centro estaba la Isla, esa de la que solo se conocían leyendas maltratadas con la imaginación de los más jóvenes. En cambio, los más viejos y sabios, solo daban como respuesta su silencio acompañado de una sonrisa cada vez que se les preguntaba sobre algo contado desde tiempos tan remotos, no se sabía a ciencia cierta desde cuándo, y como casi siempre pasa, la leyenda dejó de ser historia y se convirtió en mito. Tampoco se sabía de alguien que hubiera cruzado alguna vez la frontera, solo se pescaba a una distancia razonable de la Isla y se la respetaba como algo sagrado e inaccesible. Tan profundas son las raíces del temor a lo desconocido que llegan al corazón apagando todo deseo de derrumbar la prisión de los hábitos, dominando esa condición inherente al género humano de descubrir un mundo que es nuestro, y que solo conociéndolo se puede comprender y amar.
Cuentan los más sabios que la Isla de Luz era habitada por seres fantásticos de otros mundos. Dioses y monstruosidades la resguardaban de los impuros que se atrevieran a llegar a donde el tiempo no existía y donde los pensamientos tomaban forma.
Durante el solsticio de verano ocurría un desconcertante fenómeno que justificaba en gran medida el temor de la gente. Al caer la noche, la Isla se cubría de un resplandor tal que parecía que el sol no se hubiera escondido, y un velo luminoso envolvía aquel majestuoso templo, como si se cargara de luz durante el día para luego reflejarla cuando las estrellas estaban bien brillantes y la noche desde hacía mucho era noche. Y cuando todo era silencio, el viento de occidente arrastraba rugidos y alaridos mezclados con suaves y armoniosas melodías y cánticos que susurraban en los oídos de los más atentos dejándolos embriagados y soñolientos.
Uno de esos días ardientes que anunciaban la llegada del verano, Ajainín tomaba su siesta recostado al tronco de un viejo laurel sobre la colina, donde corría una deliciosa brisa y disfrutaba aquella vista del lago con la misteriosa Isla en su centro y las chozas que rodeaban la orilla oriental.
El dulce fresco de la colina acariciaba su rostro y Ajainín soñaba imágenes que estremecían su espíritu. Primero vio la imponente Isla, que parecía navegar por el lago acercándose lentamente, después visualizó el hermoso rostro femenino de una diosa que rozaba sus labios con dedos delicados y cuya tierna mano jugueteaba con sus cabellos ondeados. Tenía unos penetrantes ojos negros, que combinaban con su pelo oscuro y sus labios carnosos. Vestía una tela fina de blancura pura que dejaba clarear sus lindas curvas y sus senos perfectos. Unas olorosas azucenas adornaban su cabeza, rodeándola una luz limpia en su silueta. En un estremecimiento de sensaciones, le susurró cálidas palabras al oído erizando la carne:
—Mi alma espera que tu luz la encuentre para volver a ser Uno. Es hora de que la verdad regrese a la orilla… —dijo con voz armoniosa y dulce como la miel.
Lo despertó el trinar de un ruiseñor que se mecía en una rama baja y que aleteó hasta posarse justo frente a sus pies desnudos estirados sobre el pasto. Ajainín abrió lentamente sus ojos, desconcertado por el canto, semejante a esa voz que todavía daba vueltas en su mente confundida por la realidad. Fijó su mirada en el ave que alzó el vuelo lentamente y con majestuoso encanto, la siguió con los ojos y se quedó sin palabras para describir tanta magia. El pájaro se alejó en el horizonte y la presencia de la Isla tropezó como un relámpago en su cabeza.
Recordó cada detalle del extraño sueño. Siempre había sabido seguir sus instintos y descubrir los mensajes que la naturaleza envía con tal sublimidad, los mismos que solo vemos cuando la conciencia está lo suficientemente despierta.
Estuvo contemplando la Isla sin pensar en nada, hasta que el sol comenzó a cubrirla con un manto brillante y rojizo antes de ocultarse en las tranquilas aguas del lago. Entonces sintió una extraña sensación en su pecho, una energía se agitaba en su interior y subía hasta su cabeza produciendo ideas excitantes y peligrosas. Miró de nuevo la Isla antes de que la claridad se extinguiera para dejarlo todo en sombras.
Comenzó a descender de la colina respirando a su paso el delicioso aroma del jazmín que florecía a orillas del camino. Ya empezaba el interminable concierto de los grillos y a pesar de la oscuridad caminaba con paso seguro en un terreno de sobra conocido por él. El ambiente se estaba refrescando y debía llegar a casa, donde su abuelo Udraka, el sanador del pueblo, lo esperaba para cenar.
Al entrar se encontró al abuelo sumido en meditación profunda. Estaba en posición de loto sobre la alfombra, con las manos sobre las rodillas y la espalda recta. Tenía los ojos abiertos pero vidriosos, como si se encontrara en un sitio muy lejano del que solo él mismo era consciente. Su espesa barba, blanca como la nieve, le caía sobre el pecho desnudo, que apenas se movía en un baño de sudor, dando la apariencia de que no respiraba y que lo que allí yacía era un viejo tronco sin vida. La claridad de su calvicie reflejaba la ardiente llama de una vela que se gastaba en una botella sobre la mesa, chorreando la cera por el opaco vidrio verde.
Udraka era un viejo respetado en el pueblo. Conocía a fondo las Leyes Ocultas y ejercía el arte de la curación. Desde que entraba un paciente y lo miraba, sabía qué planta recetarle. A veces bastaba con darle un poco de agua de la tinaja para que sanara. Usaba el poder del frío o el calor, la tierra fangosa o el soplo del aliento, o simplemente ponía su mano sobre la cabeza del enfermo convaleciente y era suficiente para regresarlo a la vida. Venían a verlo de todas partes, incluso de lejanas tierras, y a pesar de su humildad infinita, le ofrecían regalos que él aceptaba más para no herir la estima de los agradecidos que para beneficiarse con algo que él practicaba por deber placentero. Lo cierto es que en la casa nunca faltaba el pan y el buen vino. Muchas veces solía salir de pesca con Ajainín cuando despuntaba el alba para no hacerse creer que su don se había convertido en un trabajo y, al mismo tiempo, para darle paz a una mente que usaba como un músculo más.
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