Rafael Gómez Pérez - Sentir, entender, amar, creer

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"El corazón tiene sus razones que la razón no comprende": esta célebre frase de Pascal parece indicar una oposición entre lo racional y lo cordial. No. Es una afirmación paradójica, una contradicción aparente. La paradoja es una verdad que solo se advierte en una segunda reflexión. No hay oposición natural o de raíz entre lo racional y lo cordial. Lo demuestra el hecho repetido de que, en muchas personas, existe una armonía, aunque cambiante, entre esas dos fuerzas, porque eso son.
Lo racional parece tener contornos más netos que lo cordial. Con la razón se llega al concepto que posee propiedades generales y válidas en cualquier tiempo. El corazón no mira nunca, por su propia naturaleza, a lo general, sino a lo particular, a lo individual. A causa de esa dispersión se ha estudiado mucho más lo racional que lo cordial. Pero lo cordial, las cosas del corazón, ha estado y está presente en la mayoría de las actuaciones humanas. Lo está también y, profusamente, en muchos textos-raíces de la cultura humana, empezando por la Biblia. Las páginas que dedico al Antiguo Testamento y al Nuevo, así como al principal de los Padres de la Iglesia que trataron del corazón, san Agustín, podrán parecer más que nada un índice, pero se trata de hacerse una idea de la presencia continua del corazón.
Sigo luego el rastro del corazón en el Islam, la literatura y en el pensamiento, con muestras que distan mucho de ser completas, pero sí algunas de las más señaladas.
Termino con dos temas espirituales muy ligados al corazón: la filiación divina y la devoción al Corazón de Jesús.
Intento en estas páginas estudiar más de cerca cosas del corazón. El propósito no es racionalizarlo. Es dar algunas pistas para una pedagogía y unas decisiones que lleven a poseer un buen corazón. Aunque corazón, las cosas del corazón remiten antes que nada al amor, se verá que el corazón es algo múltiple, con muchas funciones. El corazón implica a los sentidos, a la memoria, a la inteligencia, a la voluntad. Dar el corazón es darse.

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el desvío: en 1 Reyes 11, 3, 4, y 9 se cuenta que las mujeres de Salomón, que con hipérbole numérica sumaban más de mil, desviaron su corazón, porque el corazón puede irse tras los ojos (Job 31, 7);

el extravío: «pueblo son de corazón torcido, que mis caminos no conocen» (Salmo 95, 10);

la envidia: «no envidies en tu corazón a los pecadores» (Proverbios 23, 17);

el engaño: la persona puede engañar a su propio corazón: «mi corazón en secreto se dejó seducir» (Job 31, 27); «su corazón engañado le extravía» (Isaías 44, 20); porque «el corazón es lo más retorcido; no tiene arreglo, quién lo conoce» (Jeremías 17, 9-10);

el endurecimiento del corazón, ya sea inducido en parte por Dios (como al faraón de Egipto al oponerse a la salida de los judíos: Éxodo 4, 21, de lo que hace eco 1 Samuel 6, 6) ya sea obra solo del ser humano: así en Deuteronomio 15, 7: «no endurecerás tu corazón ni cerrarás tu mano a tu hermano pobre». Lo recuerdan constantemente los profetas (es como una pérdida del corazón, en Isaías 46, 12; pertinacia, en Jeremías 7, 24; corazón empedernido en Ezequiel 2, 5; Salmo 95, 8: «no endurezcáis vuestros corazones»).

la violencia: «porque su corazón trama violencias» (Proverbios 24, 2);

las habladurías: «que tu corazón bien sabe cuántas veces has denigrado a otros» (Eclesiastés 7, 21-22);

la locura (Eclesiastés, 9, 3);

el apocamiento, o intranquilidad (Isaías 35, 14);

los caprichos: «no seguiréis los caprichos de vuestros corazones y de vuestros ojos, que os han arrastrado a prostituiros» (Números 15, 39). Pero «Alégrate, joven, en tu juventud […] vete por donde te lleve el corazón y los ojos, pero a sabiendas de que por todo eso te emplazará Dios a juicio» (Eclesiastés 11, 9);

la doblez, «lenguaje de corazones dobles» (Salmo 12, 3);

la intriga, «su corazón es como un horno en sus intrigas» (Oseas 7, 6);

la necedad, o insensatez de la que se habla en Proverbios 12, 23; 15, 7; 18, 2 («el necio no haya gusto en la prudencia, sino en manifestar su corazón»). El término viene del latino nescio, que es no sé. Pero la necedad debe ser un no saber con culpa, un no saber pensando que se sabe incluso más que otros. Ese sería el sentido de la frase del Salmo 14, 1: «Dice el necio en su corazón: No hay Dios».

La acción de Dios en el corazón humano

Si se sopesa bien esta complejidad del corazón, se entenderá que solo Dios puede conocerlo a fondo: escrutándolo (Salmo 7, 10), sondeándolo (Salmo 17, 3). «Ha plasmado todos los corazones y conoce a fondo todas sus obras» (Salmo 33, 15). «¿No habría de saberlo Dios, que conoce los secretos del corazón?» (Salmo 44, 22).

Dios pone inspiraciones en el corazón humano (Nehemías 2, 12); puede engrosarlo (Isaías 6, 10), ensancharlo (Isaías 60, 5; (Salmo 119, 32): «pues tú ensancharás mi corazón»; acrisolarlo (Salmo 26, 2); vendarlo si está roto (Isaías 61, 1); lavar su maldad, que es amargura (Jeremías 4, 14 y 18).

Como imagen gráfica de una conversión radical: «circuncidad el prepucio de vuestro corazón» (Deuteronomio 10, 16). O bien: «Rasgad vuestro corazón, no los vestidos» (Joel 2, 13). Quitar el corazón de piedra y tener uno de carne (Ezequiel 11, 19). Derribad los ídolos del corazón (Ezequiel 14, 3. 4; 20, 16). Pero sobre todo se desea de Dios que dé un corazón nuevo: «Crea en mí, oh Dios, un corazón puro y renueva dentro de mí un espíritu recto» (Salmo 51, 12).

El Salmo 28, 7 lo resume: «Yahvé es mi fortaleza y mi escudo; en Él confió mi corazón y fui socorrido; y mi corazón salta de gozo y le alabaré con mis cánticos». «En Él se regocija nuestro corazón» (Salmo 33, 21).

La acción de Dios es la de un padre con sus hijos: «Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy» (Salmo 2, 8), que se refiere propiamente al Hijo de Dios, pero también a los seres humanos: «cuan benigno es un padre para sus hijos, tan compasivo es Dios para los que le temen» (Salmo 103, 13).

Corazón y ley de Dios

El corazón ha de aplicarse a buscar, conocer y guardar la ley de Dios (Jeremías 29, 13), de modo que esa ley esté en lo interior. «Bienaventurados los que guardan los testimonios de Yahvé y con todo su corazón le buscan» (Salmo 119, 2). Este corazón, sin más, no da buenos frutos: hay que aplicarlo a lo mejor (Esdras 7, 10): «había aplicado su corazón a escrutar la ley de Yahvé». Hay que decidir de corazón dar gloria a Dios (Malaquías 2, 2). Abrir el corazón a su ley (2 Macabeos 1, 4).

Corazón que se compadece: la misericordia

La misericordia de Dios campea por todo el Antiguo Testamento y está como en lucha con la justicia de su ira al castigar el pecado. Pero triunfa siempre la misericordia: «Misericordia quiero, no sacrificios» (Oseas 6, 6), también para que los seres humanos aprendan a ser misericordiosos. El mismo profeta pone en boca de Dios: «Mi corazón está en mí trastornado, y a la vez se estremecen mis entrañas. No daré curso al ardor de mi cólera» (11, 8).

En Jonás se lee: «Bien sabía yo que tú eres un Dios clemente y misericordioso, tardo a la cólera y rico en amor, que se arrepiente del mal (4, 1-2).

El ser humano ha de aprender de la misericordia de Dios. El famoso precepto del Levítico (19, 17-18), el segundo mandamiento, está en este contexto: «No odies en tu corazón a tu hermano […] Amarás a tu prójimo como a ti mismo». «Amor y compasión practicad cada cual con su hermano» (Zacarías 7, 9).

Figuras literarias

El término corazón puede verse como sinécdoque, la parte por el todo, por ser humano. Pero sobre esa sinécdoque caben metáforas, como, entre otras muchas, «las tablas del corazón» (Proverbios 3, 3; 7, 3). O comparaciones: «mi corazón es como cera que se derrite» (Salmo 22, 15). Presentes ya en el Antiguo Testamento, las figuras de pensamiento y de lenguaje sobre el corazón se hacen en la mayoría de las culturas de uso común, dando origen a refranes. Entre los más conocidos en castellano, pero con coincidencias en otros idiomas: «ojo que no ve, corazón que no siente»; «hacer de tripas corazón»; «el corazón siente y la boca miente»; «barriga llena, corazón contento»; «corazón codicioso nunca tiene reposo»; «adonde el corazón inclina, el pie camina»; «manos frías, corazón ardiente»; «el que come y no da, ¿qué corazón tendrá?»;…

3. El corazón en el Nuevo Testamento

«Porque donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón»

(Mateo 6, 21)

Como ha sido notado muchas veces, cuando se lee el Nuevo Testamento a continuación del Antiguo se advierte, por un lado, la continuidad; por otro, la diferencia. La diferencia radical es el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios.

En el Antiguo Testamento Yahvé se relaciona con el pueblo que ha elegido, pero a la vez está muy por encima, en la gloria de su majestad. En el Nuevo, el Hijo de Dios que es uno con el Padre y el Espíritu Santo, se hace hombre. Es Dios, pero a simple vista no es más que un hombre entre los hombres y mujeres de su tiempo, en su relativamente breve vida humana en la tierra.

En el Antiguo Testamento se podía atribuir a Yahvé un corazón, pero solo como una figura de lenguaje. En el Nuevo, Jesucristo tiene un corazón real, de carne. Y él mismo utiliza el término corazón para referirse a toda su única persona, la divina, quizá para que no se olvide de que tiene también una naturaleza humana.

Los autores de los libros que componen el Nuevo Testamento, todos judíos, conocen los libros sagrados de su tradición, del Génesis en adelante. El uso del término corazón para referirse a una multiplicidad de hechos, virtudes, vicios, emociones, pasiones… no podía pasarles inadvertido. De hecho, ellos también lo emplean ampliamente.

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