Ahora ese silencio me hace compañía.
Pregunto: ¿de qué murió mi alma?
y el silencio responde:
si tu alma murió ¿de quién
es la vida que vives y cuándo
te volviste esa persona? ».
Yo también llevaba mucho tiempo en dique seco
sin la menor necesidad de escribir poemas
tal vez porque mi alma estaba muerta
y soterrada.
¿Amor?
Gracias a Basho sé
que el poeta chino Chuang Tzu
que vivió en el siglo iv antes de nuestra era
como las secuoyas
escribió preguntándose
si había soñado con una mariposa
o si fue la mariposa la que lo soñó.
¿Soñamos nosotros
o estamos siendo soñados?
La iglesia,
frente al parque
también estaba cerrada a cal y canto.
Nadie se salva del miedo.
Anota Basho:
«Bajo las mantas
sueño un país lejano.
Ya cae la nieve».
Y cuando la desesperación muestra los dientes
yo sueño con haberme ido
a un país cerca del mar,
como si fuera posible
alejarnos de lo que somos
de lo que hemos hecho
con el huerto y con nosotros
con los animales
y nuestra alma.
En un puesto de libros «a la ribera del Sena, en una caja llena de novelas policiacas inglesas» Cioran encuentra «¡un San Juan de la Cruz en formato de bolsillo! Se debe, creo, al título: The Dark Night of The Soul ».
¿Acaso no buscaba
denodadamente
Juan
a Jesús
como un detective
del alma y del cuerpo?
¿Acaso no estamos ahora todos nosotros
sumidos en una nueva interminable
oscura noche del alma?
Alguien en La Vanguardia
evoca las palabras que Josep Pla
en el Cuaderno gris
dedicó a la insaciable gripe
que tantas vidas se llevó por delante
en 1918.
Busco mi precioso ejemplar negro
para retomar una lectura interrumpida
hace demasiado tiempo.
Lo abro donde lo dejé:
18 de octubre .
Lo juro.
No me hago trampas al solitario.
No fuerzo la suerte.
Es lo que C llamaría un fractal
y Jung un sincronismo.
Anoto:
«La gripe hace terribles estragos […]. Desde la calle se oían los llantos. Llantos en la casa y en la escalera del piso. Espectáculo impresionante, que contrasta con el aire vestido de la gente […]. Cuando se oye llorar, se toma un aire de buena persona […]. Cuando uno llora, ¿sufre? La que no llora, ¿sufre menos? […]. El entierro del señor Linares ha sido muy sentido. Por la noche, el tren pequeño nos lleva a casa, dentro de la luz incierta, pobre, de los vagones […]. El tren va lleno. Todos se sientan en un silencio agobiante. Los que vienen del mercado imitan a los que venimos del entierro. Si fuese posible imaginar un tren de pensadores, tendría el mismo aspecto […]. ¿En qué pensamos? Quizá en nada. El drama es que haya tantas cosas ante las cuales no se puede pensar en nada –tantas cosas ante las cuales el mecanismo mental es estéril».
Pla parece estar parado ahí
bajo las acacias espantosamente mutiladas de la calle del
[Doce de Octubre
que tan arbitrariamente me recuerda a Giorgio Morandi.
¿En qué pensamos?
Nos devanamos los sesos.
Nos entristecemos.
Nos indignamos.
Buscamos chivos expiatorios.
Nos resignamos.
Tratamos de vivir como vivíamos.
«Éramos tan felices», dice Íñigo Domínguez en el periódico.
No, no sólo de palabras vive el hombre,
pero miro alrededor
y miro adentro,
y vuelvo a encontrarme con Paul Celan que
en «Habla tú también»
escribe:
«Mira alrededor:
mira cómo en torno todo deviene vivo –
¡Por la muerte! ¡Vivo!
Verdad dice quien sombra dice».
Han sido tan salvajes
los podadores
como forenses.
La acacia
que se timaba con la farola
y que en noches de verano y de otoño
se dejaba mecer
y jugaba al escondite
con las hojas
ahora no es más que un muñón
metafórico
y real:
para salvarla
la han matado.
Sus hermanas de la calle rectilínea
que lleva al horizonte
ya han empezado a brotar.
Ella está muda
como un grito
que se ha quedado congelado en la boca
como un Munch cortado de cuajo.
La veo
como una hermana
con los labios sellados
pero sin líquenes
condenada
por una buena acción.
Nunca quedan sin castigo.
Así me voy preguntando
por los muertos
que no son más que un contador:
por cada sudario
un dígito que cae como una piedra
en un pozo negro.
Pero no hay ni rastro
de nombres
de vidas
de ataúdes
de velatorios
de cortejos fúnebres.
¿No tendrían que estar aquí
los trombonistas de Nueva Orleans
los saxofonistas de Kiev
pasando por nuestras calles
con crisantemos blancos en los ojales
para rendir tributo
a cada uno
a lo que se nos va
con cada aliento usurpado
por el virus
otro muerto que añadir
al calendario de los espantos?
Un adviento contra natura.
«nada cambia nada»,
anota Louise Glück en su Averno
mientras todo cambia
ante nuestros ojos
entrecerrados
abiertos con lejía
cerrados con planchas de plomo
un eyeline cobalto
un lagar lleno de uranio.
Nada cambia nunca
y sin embargo
aquí estamos
como estatuas de sal
contemplando el porvenir
con temor a ver aparecer
nuestro nombre en la subasta.
Vuelvo a Louise Glück
como si fuera un salvoconducto
para salir de uno mismo
como salen los que tienen perro
y entrar más adentro
en la espesura:
«Tuve un sueño: mi madre caía de un árbol.
Después de su caída murió el árbol:
ya había cumplido su misión.
Mi madre salió ilesa: sus flechas desaparecieron».
¿Para qué sirven los árboles?
Depende
si hablamos de la vida
o estamos en un sueño.
Hacia la isla, junto a los muertos
[…]
¡Mañana nuestro mar habrá sido vapor
PAUL CELAN, Hacia la isla
Sé que si tardo así será.
A mí, que no me gusta emplear la palabra esperanza en vano,
es decir,
no me gusta emplear la palabra esperanza.
Prefiero pensar
entre deseo y voluntad
que el mar seguirá estando ahí
el tiempo necesario
y que lo veré
antes de que la muerte
–«azul tiburón», como escribe Celan–
me cierre los ojos,
me los coma.
Algunas máscaras
las más picudas
vienen de Venecia
de la necesidad de que el virus
la muerte
no nos reconozca.
Son los que mueren solos
con su conciencia
en las angarillas de la razón
carne sin misterio
sombra inerte
y la pregunta
como una ráfaga de viento
que golpea
y hace añicos
lo que parecía a salvo.
Pero hay manos
que salvan ese abismo.
Los hospitales
ya eran estaciones.
Pero ahora están bajo custodia.
Que canten los pájaros no nos alarma
que rompan el estado de sitio
no son los tambores de una guerra
la de nuestra generación
son heraldos amables
de lo que Wislawa decía
que nos estábamos perdiendo
«sus buenas 24 horas
1440 minutos de ocasiones
86 400 segundos que mirar».
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