en la estantería a ras de suelo.
Así llegan los aldabonazos,
cuando menos te lo esperas,
en medio de la noche
o bajo la quebradiza luz del día
el aire que respiramos
amoníaco disuelto en humo
una gasa mortal
que nos impide salir
del encierro del cuerpo,
aunque forcemos los cerrojos
de la razón
y las llaves maestras
de la sinrazón.
Es como si tuviera una cita a ciegas
con La piedad peligrosa ,
donde anota Stefan Zweig
(que también se quitó de en medio
por su propia mano,
y junto a ella):
«Empezó con ese repentino tirar de las riendas. Fue por así decirlo el primer síntoma de ese peculiar envenenamiento por compasión».
Con una pluma de porcelana
made in China
como el malhadado virus
a pesar del pangolín que
perplejo
nos interpela
porque es inocente
del hambre insaciable que gastamos,
una pluma que mi hermana la ceramista
me trajo de Jingdezhen
(léase Chintechén)
antes de que el mundo
entrara en hibernación.
Con una pluma se abraza
con una pluma se cava un pozo
con una pluma se mata
con una pluma se ama
con una pluma se pincha un globo
con una pluma se llena una barriga
con una pluma se imanta un brazo
con una pluma se zarpa
con una pluma se llega
con una pluma se compadece
con una pluma se calla
con una pluma se cancelan metáforas
con una pluma se reza
con una pluma se acaba con Dios
con una pluma se funda un paraíso
con una pluma se habita un páramo
con una pluma se enciende una ventana
en el silencio clínico de la noche
cuando todo es
fuera de campo
y nos limitamos
en un abrir y cerrar de ojos
a corregir
el curso del tiempo
lo que íbamos a ser
lo que íbamos a hacer.
«¿Quién puede decir lo que es el mundo?»,
se pregunta Louise Glück,
y se responde:
«El mundo
fluye, por tanto es
ilegible»,
pero el poema
«Prisma»
se prolonga como una partitura
que cada uno
sepa o no música
debe interpretar a solas:
«un corazón al aire se construye
su casa»
y
«Al dejar entrar
a un enemigo, a través de estas ventanas
uno deja entrar
al mundo»
o
«Los sonidos del lago. Los tranquilizadores, inhumanos
sonidos del agua lamiendo el muelle»,
todavía es Louise Glück
convocándonos
en Averno
de uno en uno
sin saber
que iba también
a acompañarnos
en este tiempo de virus coronado
asediándonos
como en Sarajevo
pero sin asesinos
atrincherados
en las colinas
que es mucho peor
matándonos
matándoles
que es mucho peor
por no hablar
de todo lo que faltaba.
Pero es también
un toque de queda
una señal de alarma.
Espero, atrincherado en mi ventana,
cuando se han apagado ya
todas las luces del vecindario:
a que pase
en una bicicleta desvencijada
insomne
Cioran:
«El hombre no es sólo un animal enfermo,
sino que es el producto
de la enfermedad».
En medio de la tarde
cuando todavía
parece remediable
vuelvo a sus Cuadernos:
«Mientras no sabemos sufrir,
no sabemos nada».
¿Quién se atreve a contradecirle?
Aún peor:
¿Quién se atreve a decirlo en voz alta
justamente ahora
en medio de este aguacero de cadáveres
que son escamoteados
para que la peste
no convierta
el miedo en pánico
y el pánico libere
nuestro más íntimo credo?
Una vez más por este día
una vez más por esta noche
Louise Glück será
a pesar de los pesares
un candil
como el que Georges de La Tour
encendía
para alumbrar las caras
de sus inspiraciones:
«El hombre en la cama era uno de los muchos hombres
a los que entregué: mi corazón. La entrega de uno mismo
no tiene límites.
No tiene límites, aunque se repita».
Nos gusta pensar
que la desgracia será vencida
y nos hará más fuertes.
Nos gusta pensar
lo que nos conviene.
El geógrafo Massimo Livi Bacci
que viene de una estirpe de geógrafos
y recorrió todas las costas del mundo
dice que «la humanidad
tiene una vitalidad enorme».
Lo sabe el virus
y por eso nos ataca
con tan endiablada inteligencia,
como si nos hubiera tomado la medida.
¿Hemos sido demasiado arrogantes?
Ah, ¡cómo están siempre ahí
los dioses
acechándonos
divirtiéndose
a nuestra costa!
Para eso nos crearon.
Para eso los creamos.
No sólo de palabras vive el hombre,
por eso salgo a la calle
con el salvoconducto de mi carrito de la compra
para buscar provisiones
y explorar el estado de las cosas.
La primera evidencia es la soledad
de las calles
de los que caminan:
solos.
Nos hemos convertido en islas a la deriva,
aunque parezca que tenemos un objeto
que esgrimir ante la policía
y ante nosotros mismos.
En la estafeta de correos
nada es como era.
Todos los empleados lucen guantes y mascarillas
como si fueran a operar
al que sólo pretende
enviar un libro a su hermano
cerca del mar
que ayer cumplió
más de cincuenta años:
Del Trastévere al Paraíso ,
sobre los crímenes que algunos cometieron
para traer la felicidad a la Tierra.
Hay una marca en el suelo
que prescribe una distancia saludable
entre el mostrador de mármol
el cartero inmóvil
y nosotros.
Lo que está prohibido es tocarse.
Ante el cierre de loterías
ha quebrado el pensamiento mágico,
aunque soñamos que mañana
al despertar
el estado de sitio se habrá desvanecido.
De momento,
todos despertamos con algo de Gregorio Samsa.
Ahora tratamos de adivinar
cuántos viajeros lleva cada autobús:
la mayoría son carrozas vacías,
y conductores afantasmados.
El Circular que me rebasa
por si no hubiera bastantes paradojas
anuncia como herida
un musical en el costado:
Ghost!
La vida se ha vuelto redundante.
Demasiado extraña.
Todo está cerrado,
salvo los supermercados
las panaderías
las fruterías
los bancos
las funerarias
y las farmacias
(una boticaria me regala una caja de guantes violetas).
En los recintos
la distancia es ley.
Todavía se acepta dinero contante y sonante,
pero como el contacto personal
parece un vestigio del siglo xx.
Vislumbro el parque también sitiado
cerrado a cal y canto
e imagino las hierbas felices
creciendo lejos
de nuestra insaciable
necesidad de ser.
En mi ayuda vuelve Louise Glück y sus «Ecos»:
«Cuando aún era niña
mis padres se mudaron a un pequeño
valle, rodeado de montañas
en lo que se llamaba región de los lagos.
Desde el jardín de la cocina
se veían las cumbres
cubiertas de nieve hasta en verano.
Recuerdo un tipo de paz
que no volví a conocer nunca
[…].
Unos pocos años de fluidez
seguidos de un silencio largo como el silencio en el valle
antes de que las montañas te devolviesen
tu propia voz transformada en la voz de la naturaleza.
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