Gene Wolfe
La quinta cabeza de Cerbero
Para Damon Knight,
que una inolvidable noche de junio de 1966 me hizo brotar de una alubia.
La quinta cabeza de Cerbero
Cuando la hiedra se carga de nieve y
el búho le chilla al lobo que más abajo
devora al cachorro de la loba.
Samuel Taylor Coleridge,
La balada del viejo marinero
Cuando yo era chico a mi hermano David y a mí nos obligaban a acostarnos temprano, tuviéramos sueño o no. Sobre todo en verano, a menudo había que irse a la cama antes del anochecer; y como nuestro dormitorio estaba en el ala este de la casa, y la amplia ventana daba al patio central y por lo tanto al oeste, a veces nos pasábamos horas en vela bajo la dura luz rosada, mirando al mono tullido de mi padre encaramado a un parapeto desconchado, o contándonos cuentos, de una cama a otra, con gestos silenciosos.
El dormitorio estaba en el piso más alto de la casa, y la ventana tenía una celosía de hierro forjado que se nos había prohibido abrir. La teoría, supongo, era que una mañana de lluvia algún ratero —siendo la única ocasión en que encontraría desierta la azotea, arreglada como una especie de jardín de recreo abandonado— podía descolgar una soga y entrar en la habitación, a menos que encontrara la celosía cerrada.
El objeto del hipotético y muy valeroso ladrón no habría sido, por supuesto, meramente raptarnos. Los niños eran extraordinariamente baratos en Port-Mimizon, fueran varones o mujeres; y, por cierto, una vez me dijeron que en un tiempo mi padre había traficado con ellos, pero que ahora el mercado era demasiado reducido. Fuera esto cierto o no, todo el mundo —o casi todo el mundo— conocía algún profesional capaz de proveer lo que se necesitara, dentro de lo razonable, a bajo precio. Esa gente se dedicaba a estudiar a los hijos de los pobres y los descuidados, y si alguien quería, digamos, una pelirroja de piel morena, una regordeta o una que cojeara, un rubio como David o un chico pálido de pelo y ojos castaños como yo, podía proporcionárselo en pocas horas.
Con toda probabilidad, el imaginario ratero tampoco iba a pedir rescate por nosotros, aunque en algunos barrios se creyera que mi padre era inmensamente rico. Para esto había varias razones. Las pocas personas que sabían que mi hermano y yo existíamos, sabían también —o al menos habían sido inducidas a creer— que no le importábamos nada a mi padre. No puedo decir si esto era verdad; sin duda yo lo creía, y mi padre nunca me dio el menor motivo para dudar, aunque por entonces la idea de matarlo no se me había ocurrido ni una vez.
Y si estas razones no fueran lo bastante convincentes, cualquiera que comprendiese el estrato en el que mi padre era ahora quizá la característica más permanente, se habría percatado de que para él, forzado ya a sobornar a la policía secreta, gastar dinero de ese modo, aun una sola vez, lo habría dejado expuesto a mil ataques ruinosos; y acaso éste fuese el motivo real —éste y el miedo que le tenían— de que no nos hayan raptado nunca.
La celosía de hierro forjado, rígida e hipersimétrica, imita las ramas de un sauce (escribo ahora en mi viejo dormitorio). En mi infancia la había recubierto un jazminero trompeta —más tarde arrancado— que había trepado desde el jardín por el muro. Yo solía desear que la planta tapara del todo la ventana y nos evitara el sol cuando intentábamos dormirnos; pero David, que tenía la cama bajo la ventana, siempre se estiraba a cortar ramas para silbar por los tallos vacíos, con cuatro o cinco de los cuales se hacía una especie de zampoña. Por supuesto que el sonido, tanto más fuerte cuanta más audacia ganaba David, atraía a su vez la atención de Mister Million, nuestro tutor. Mister Million entraba en la habitación en perfecto silencio, deslizando los anchos tacones por el suelo desigual mientras David fingía dormir. A esas alturas la zampoña podía esconderse bajo la almohada, entre las sábanas y hasta bajo el colchón, pero Mister Million la encontraba siempre.
Hasta ayer había olvidado qué hacía con los pequeños instrumentos después de confiscárselos a David; aunque cuando una tormenta o una nevada intensa nos impedían salir, yo a menudo intentaba recordarlo. Romperlos, o tirarlos al patio por el postigo, habría sido totalmente impropio de Mister Million, que nunca rompía nada adrede, y nunca desperdiciaba nada. Yo visualizaba a la perfección el gesto semidoliente con que retiraba los tallos —la cara que parecía flotar tras la pantalla era muy semejante a la de mi padre— y su forma de girar y salir deslizándose de la habitación. Pero ¿qué pasaba con los tallos?
Como he dicho (éste es el tipo de cosa que me da confianza), ayer me acordé. Me había estado hablando aquí mientras yo trabajaba, y cuando salió tuve la impresión —mirándolo cruzar suavemente el umbral— de que faltaba algo, una suerte de floreo que yo recordaba de mis días tempranos. Cerré los ojos y procuré recordar, eliminando todo escepticismo y cualquier intento de figurarme de antemano lo que «habría debido ver», y al fin descubrí que el elemento ausente era un breve destello, el fulgor metálico en la cabeza de Mister Million.
Una vez establecido esto, comprendí que el destello provenía sin duda de un rápido movimiento ascendente, como un saludo, que Mister Million hacía con el brazo al salir de la habitación. Durante más de una hora no logré imaginarme el motivo de ese ademán y sólo llegué a suponer, fuera lo que fuese, que el tiempo lo había desgastado. Intenté recordar si había habido —en ese pasado en realidad no tan lejano—, algún objeto en el pasillo de fuera hoy ausente: una cortina o un postigo, un aparato que se activaba en algún momento, cualquier cosa que sirviera de explicación. No había nada.
Fui hasta el pasillo y examiné minuciosamente el suelo en busca de huellas de muebles. Apartando viejos y bastos tapices, busqué ganchos o clavos. Estiré el cuello para revisar el techo. Entonces, al cabo de una hora, examiné la puerta y vi lo que no había visto al pasar por ella cientos de veces: que, como todas las puertas de esta casa, tiene un macizo marco de listones de madera y que uno de éstos, en el dintel, sobresale de la pared y se extiende sobre la puerta como un estante angosto.
Llevé la silla al corredor y me subí a ella. En el espeso polvo del estante había cuarenta y siete flautas de mi hermano y una maravillosa miscelánea de pequeños objetos. Yo recordaba muchos de ellos, pero algunos ni siquiera alcanzan a despertar un parpadeo de respuesta en los recovecos de mi memoria…
Un huevecito de pájaro cantor, azul con motas marrones. Supongo que el pájaro anidó en el jazminero, y que David y yo expoliamos el nido sólo para que Mister Million nos lo robara. Pero del incidente no me acuerdo.
Y hay un rompecabezas —roto— hecho con vísceras bronceadas de algún animalito, y espléndidamente evocativa una de esas llaves grandes, con decoración fantasiosa, de venta anual, que durante todo un año permitían que el poseedor pudiera entrar después de hora a ciertas salas de la biblioteca del municipio. Supongo que Mister Million la debió haber confiscado al encontrarla, expirado ya el plazo, cumpliendo funciones de juguete; pero ¡qué reminiscencias!
Mi padre tenía una biblioteca propia, que ahora es mía; pero entonces se nos prohibía entrar. Guardo un tenue recuerdo de encontrarme —no sabría decir a qué temprana edad— ante la puerta labrada. Recuerdo cómo se abría, y el mono tullido en el hombro de mi padre, apretándose contra la cara de halcón, y el pañuelo negro y la bata roja debajo y las hileras e hileras de libros gastados y detrás los cuadernos, y el asqueante, dulzón olor a formol que venía del laboratorio, del otro lado del espejo corredizo.
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