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Gene Wolfe: La quinta cabeza de Cerbero

Здесь есть возможность читать онлайн «Gene Wolfe: La quinta cabeza de Cerbero» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1978, ISBN: 84-7002-240-7, издательство: Acervo, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Gene Wolfe La quinta cabeza de Cerbero

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Muy lejos de su planeta madre, la Tierra, dos mundos gemelos, Sainte Anne y Sainte Croix, fueron colonizados en su tiempo por inmigrantes franceses, que aniquilaron a la población nativa del segundo de ellos. Muchos siglos después, tras una guerra que dispersó a los colonos originales y relegó a la leyenda el recuerdo del genocidio original, un etnólogo de la Tierra, John V. Marsch, dedica su vida a buscar las huellas de aquella cultura alienígena, los abos, el Pueblo Libre, los hijos de la Sombra, convertida hoy en una indefinida mitología aplastada bajo un subterráneo sentimiento de culpabilidad que niega incluso la realidad de su existencia…

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Esa vida y mi niñez, o al menos mi infancia, terminaron una noche cuando David y yo, cansados de luchas y discusiones silenciosas, ya estábamos dormidos. Alguien me sacudió por los hombros, llamándome, y no era Mister Million sino uno de los criados, un hombrecito jorobado de raída chaqueta roja.

—Te requiere —informó el enviado—. Levántate.

Lo hice, y él vio que yo llevaba ropa de cama. Esto sin duda no estaba en sus instrucciones, y por un momento durante el cual yo bostezaba de pie, lo debatió consigo mismo.

—Vístete —dijo al fin—. Péinate.

Obedeciendo, me puse los pantalones de terciopelo negro que había llevado el día anterior, pero —guiado por cierto instinto— una camisa limpia. La habitación a la cual me condujo por tortuosos corredores, vacíos ahora de los últimos clientes; y por otros, mohosos, sucios de excremento de rata, donde los clientes nunca eran admitidos, era la biblioteca de mi padre: la de la gran puerta labrada, ante la cual había recibido yo las susurradas confidencias de la mujer de rosa. Nunca había estado allí; pero cuando mi guía golpeó discretamente, la puerta se retiró, y casi sin darme cuenta de lo que ocurría me encontré adentro.

Mi padre, que había abierto la puerta, la cerró a mis espaldas, y dejándome allí caminó hasta el extremo más distante de la larga estancia y se echó en un gran sillón. Llevaba la bata roja y el echarpe negro que yo le había visto casi siempre, y tenía el pelo largo y ralo peinado hacia atrás. Me miró fijamente, y recuerdo que el esfuerzo por no romper en sollozos me hizo estremecer el labio inferior.

—Bien —dijo, después de que nos miráramos un tiempo—, hete ahí. ¿Cómo te llamaré? —le dije mi nombre, pero meneó la cabeza—. Así no. Para mí has de tener otro nombre; un nombre privado. Si quieres elígelo tú mismo.

No dije nada. Me parecía del todo imposible tener un nombre diferente de las dos palabras que, en cierto sentido místico que yo respetaba pero no entendía, eran mi nombre.

—Entonces te lo elegiré yo —dijo mi padre—. Eres Número Cinco. Acércate, Número Cinco —me acerqué, y cuando me tuvo delante continuó—. Ahora jugaremos a un juego. Voy a mostrarte unos dibujos, ¿entiendes? Y mientras tú los miras no debes dejar de hablar. Hablar de los dibujos. Si hablas, ganas; pero si paras, aunque sólo sea un segundo, gano yo. ¿Entiendes? —le dije que sí—. Bien. Sé que eres un chico brillante. Por cierto, Mister Million me ha enviado todos los exámenes que te ha hecho y las cintas que graba cuando hablas con él. ¿Estabas enterado? ¿Alguna vez te preguntaste para qué le servían?

—Pensé que las tiraba —le dije, y noté que al escucharme mi padre se inclinaba hacia adelante, circunstancia que en ese momento me pareció halagadora.

—No, las tengo yo aquí —apretó un botón—. Bien, recuerda que no debes dejar de hablar.

En la habitación, como por magia, aparecieron un niño considerablemente menor que yo y un soldado de madera pintada casi de mi tamaño; pero cuando extendí la mano descubrí que eran insustanciales como el aire.

—Di algo —dijo mi padre—. ¿Qué estás pensando, Número Cinco?

Yo pensaba en el soldado, claro está; lo mismo que el niño, que parecía tener unos tres años. Atravesó mi brazo como una niebla, tambaleándose, e intentó derribar la figura del soldado.

Eran sólo hologramas: imágenes tridimensionales formadas por la interferencia de dos frentes de ondas luminosas; cosas que en mi libro de física, ilustradas por chatos dibujos de ajedrecistas, me habían parecido muy insulsas. Pero necesité un rato para relacionar aquellos ajedrecistas con los fantasmas que esa noche andaban por la biblioteca de mi padre. Todo ese tiempo mi padre siguió diciendo:

—¡Habla! ¡Di algo! ¿Qué crees que siente el pequeño?

—Bueno, el soldado le gusta, pero si quiere puede derribarlo, porque el soldado es sólo un juguete, sí, pero es más grande que él…

Yhablando así continué, supongo, horas enteras. La escena cambiaba una y otra vez. El soldado gigante fue reemplazado por un pony, un conejo, un plato de sopa con galletas. Pero la figura central era siempre el niño de tres años. Cuando el jorobado de la chaqueta raída volvió, bostezando, para llevarme de nuevo al dormitorio, mi voz no era más que un oscuro susurro y me dolía la garganta. Esa noche, en sueños, vi al niño correteando de una actividad a otra, su personalidad confundida en cierto modo con la mía y con la de mi padre, de modo que yo era a la vez el observador, el observado y una tercera presencia que observaba a los otros dos.

La noche siguiente me dormí casi en seguida de que Mister Million nos mandase a la cama, y apenas tuve tiempo de felicitarme por lo que estaba pasando. Me desperté cuando entró el jorobado; pero no fue a mí a quien sacó de las sábanas, sino a David. En silencio, fingiendo que dormía —pues se me había ocurrido, y parecía de lo más razonable, que si me veía despierto quizá nos llevara a los dos—, miré a mi hermano vestirse y tratar de poner algún orden en su maraña de pelo rubio. Cuando volvió yo dormía profundamente, y no tuve oportunidad de interrogarlo hasta que Mister Million nos dejó solos, como hacía a veces, para que desayunásemos. Yo le había contado mis experiencias como cosa natural, y lo que él tenía para contarme era simplemente que había pasado una velada muy similar a la mía. Había visto dibujos holográficos, y en apariencia los mismos: el soldado de madera, el pony. Había tenido que hablar constantemente, como nos lo exigía Mister Million tan a menudo en debates y exámenes, orales. El único punto en que su entrevista con nuestro padre había diferido de la mía, hasta donde yo podía saberlo, surgió cuando le pregunté por qué nombre lo había llamado.

Me miró perplejo, con un trozo de tostada a medio camino de la boca. Le pregunté de nuevo:

—¿Cómo te llamaba al hablarte?

—Me llamaba David. ¿Qué habías pensado?

Con el comienzo de esas entrevistas cambió mi modo de vivir: los ajustes que yo había supuesto pasajeros se hicieron muy poco a poco permanentes, amoldándose en una forma nueva de la que ni yo ni David teníamos verdadera conciencia. Cesaron los juegos y los cuentos a la hora de acostarnos, y las flautas que David hacía con tallos de jazmín empezaron a escasear. Mister Million nos permitía dormirnos más tarde, y de un modo sutil reconoció que éramos más adultos. Más o menos por entonces, también, empezó a llevarnos a un parque donde había un campo de arquería y previsiones para diversos juegos. Uno de los lados de ese parque, no muy distante de nuestra casa, estaba bordeado por un canal. Y allí, mientras David le disparaba flechas a un ganso relleno de paja o jugaba al tenis, yo solía sentarme a mirar el agua serena, sólo levemente sucia, o a esperar alguno de los barcos blancos —grandes barcos de proa afilada como el pico de un martín pescador y cuatro, cinco o hasta siete palos— que entraban en el puerto remolcados, insólitamente, por diez o doce yuntas de bueyes.

En el verano de mi undécimo o duodécimo año —duodécimo, creo— se nos permitió por primera vez quedarnos en el parque después de la puesta del sol, sentados en la declinante margen de hierba del canal, a mirar una exhibición de fuegos artificiales. Media milla por encima de la ciudad se había apagado apenas el vuelo de la ristra preliminar de cohetes, cuando David se sintió mal. Corrió al agua y vomitó —hundiendo los brazos en el cieno hasta los codos— mientras arriba ardían gloriosamente estrellas rojas y blancas. Mister Million lo tomó en brazos, y cuando el pobre David se sintió más aliviado nos fuimos deprisa a casa. La enfermedad no duró mucho más que el contaminado sandwich que la había provocado, pero mientras nuestro tutor acostaba a David, decidí que no me perdería el resto de la exhibición, parte de la cual había vislumbrado entre las sucesivas casas durante el camino de vuelta.

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