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Gene Wolfe: La quinta cabeza de Cerbero

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Gene Wolfe La quinta cabeza de Cerbero

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Muy lejos de su planeta madre, la Tierra, dos mundos gemelos, Sainte Anne y Sainte Croix, fueron colonizados en su tiempo por inmigrantes franceses, que aniquilaron a la población nativa del segundo de ellos. Muchos siglos después, tras una guerra que dispersó a los colonos originales y relegó a la leyenda el recuerdo del genocidio original, un etnólogo de la Tierra, John V. Marsch, dedica su vida a buscar las huellas de aquella cultura alienígena, los abos, el Pueblo Libre, los hijos de la Sombra, convertida hoy en una indefinida mitología aplastada bajo un subterráneo sentimiento de culpabilidad que niega incluso la realidad de su existencia…

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Ambos asentimos, cada cual con la esperanza de que hablara el otro.

—¿Fueron hechos en la Tierra, o aquí en nuestro planeta?

Es una pregunta con trampa, pero fácil. David dice:

—Ni una cosa ni otra. Son de plástico —y los dos nos reímos.

Paciente, Mister Million dice:

—Sí, son reproducciones de plástico, pero ¿de dónde vinieron los originales?

El rostro, tan parecido al de mi padre, pero que ahora se me antojaba que era sólo de él (de modo que verlo en un hombre vivo y no en aquella pantalla parecía una terrible inversión de la naturaleza), no expresaba interés, ni enfado ni aburrimiento, sino una serena distancia.

David responde:

—De Sainte Anne —Sainte Anne es un planeta hermano que gira con nosotros airededor de un centro común, como nosotros giramos alrededor del sol—. Eso decía el cartel, y los hicieron los aborígenes… Aquí no había abos.

Mister Million asiente y vuelve hacia mí el rostro impalpable.

—¿Crees que esos implementos de piedra ocupaban un lugar central en las vidas de quienes los hicieron? Di que no.

—No.

—¿Por qué no?

Pienso frenéticamente, sin ayuda de David, que por debajo de la mesa me está pateando las espinillas. Llega un destello.

—Habla. Responde en seguida.

—Eso es evidente, ¿no? —salida siempre útil cuando uno no está seguro de que «eso» sea siquiera posible—. En primer lugar, no pueden haber sido herramientas muy eficaces; ¿por qué entonces los aborígenes iban a confiar en ellas? Quizá diga usted que necesitaban las flechas de obsidiana y los anzuelos de hueso para conseguir alimento, pero no es así. Podían envenenar el agua con los jugos de ciertas plantas, y quizá hubiera sido más eficaz pescar con cercas de estacas, o con redes de cuero crudo o fibra vegetal. Del mismo modo, más eficaz que cazar animales habría sido atraparlos o arrearlos con fuego; y en cualquier caso no harían falta herramientas de piedra para recoger bayas, brotes de plantas comestibles y cosas por el estilo, que probablemente eran el alimento principal de esas gentes… Esos objetos de piedra están en la vitrina porque las trampas y redes se pudrieron, y porque son lo único que queda; de modo que los que se ganan la vida con esto pretenden que son importantes.

—Bien. ¿Y tú, David? Sé original, por favor. No repitas lo que acabas de oír.

David levanta del libro unos ojos azules que nos desdeñan a los dos.

—Si hubiera podido interrogarlos, le habrían dicho que lo importante eran la magia y la religión, las canciones que cantaban y las tradiciones populares. Mataban a los animales de sacrificio con mayales o conchas afiladas como navajas, y no dejaban que sus hombres engendraran hijos antes de haber pasado por el fuego y quedar lisiados de por vida. Copulaban con los árboles y ahogaban a los niños para honrar a los ríos. Eso era lo que importaba.

Sin cuello, la cara de Mister Million asintió.

—Ahora debatiremos la humanidad de esos aborígenes. David negativo y primero.

Le doy un puntapié, pero ha puesto las duras piernas pecosas bajo el cuerpo o las ha escondido tras las patas de la silla, lo cual es trampa.

—En la historia del pensamiento humano —dice, en su voz más inaceptable—, humanidad implica descendencia de lo que podríamos llamar Adán; es decir, la original estirpe terráquea, y si ustedes no lo entienden es que son un par de idiotas.

Espero a que continúe, pero ha terminado. Digo entonces, para ganar tiempo:

—Mister Million, no es justo dejar que me insulte en un debate. Dígale que eso no es debatir, es pelearse, ¿no?

Mister Million dice:

—Sin alusiones personales, David.

Esperando que yo siga un buen rato, David ya está echando un vistazo a Odiseo y Polifemo el cíclope. Acepto el desafío:

—El argumento de que hubo una estirpe terráquea original no es válido ni concluyente. Parece bastante probable que los aborígenes de Sainte Anne descendieran de una ola anterior de expansión humana; una ola, quizá, aun anterior a los griegos homéricos.

Tibiamente, Mister Million dice:

—Si estuviera en tu lugar, me limitaría a argumentos de probabilidad más alta.

No obstante, yo gloso la historia de los etruscos, la Atlántida y la tenacidad y las tendencias expansionistas de una hipotética cultura tecnológica que habría ocupado el continente de Gondwana. Cuando acabo, Mister Million dice:

—Ahora a la inversa. David, afirmativo sin repetir.

Mi hermano, claro, en vez de escuchar ha estado mirando el libro, y yo lo pateo entusiasmado, esperando que se atasque; pero él dice:

—Los abos son humanos porque están todos muertos.

—Explícalo.

—Si estuvieran vivos, aceptarlos como humanos sería un peligro porque pedirían cosas; pero estando muertos, es más interesante que hayan sido humanos y los colonos los hayan matado.

Y así seguimos. La mancha de luz viaja por la mesa negra listada de rojo; viajó por la mesa un centenar de veces. Salíamos por una de las puertas laterales y cruzábamos un descuidado patio entre dos alas. Había allí botellas vacías y papeles de todas clases al viento; y una vez, un muerto en harapos brillantes, sobre cuyas piernas los muchachos saltamos mientras Mister Million lo evitaba rodando en silencio. Al salir del patio a una calle angosta, las cornetas de la guarnición de la ciudadela —que sonaban tan lejanas— llamaban a los soldados de caballería a misa vespertina. En la Rue d'Asticotya se afanaba el farolero, y en las tiendas cerradas habían puesto las rejas de metal. Mágicamente despejadas de muebles viejos, las aceras parecían anchas y desnudas.

Cuando llegaban los primeros juerguistas, nuestra calle Saltimbanque cambiaba. Hombres canosos y bullangueros guiando a chicos y jovencitos, hombres y chicos guapos y musculosos pero una pizca sobrealimentados; jóvenes que contaban chistes tímidos y sonreían con buenos dientes. Siempre eran ésos los que llegaban temprano, y años después he llegado a preguntarme si los hombres canosos llegaban pronto porque deseaban tener placer y también dormir sus buenas horas, o porque sabían que después de medianoche los jóvenes que ellos estaban introduciendo en el establecimiento de mi padre se pondrían somnolientos e inquietos, como chicos que se han mantenido despiertos hasta muy tarde.

Como Mister Million no quería que anduviéramos por los callejones después del anochecer, entrábamos en la casa junto con los hombres canosos y sus sobrinos e hijos. Había un jardín, no mucho mayor que una pieza pequeña y empotrado en el frente de la casa, que no tenía ventanas. Los helechos crecían en parterres del tamaño de tumbas; el agua de una fuente caía tintineando sobre cañas de vidrio que había que proteger de los muchachos de la calle, y con los pies firmemente plantados —de hecho, casi hundidos en el musgo— se alzaba la estatua de hierro de un perro con tres cabezas.

Era esa estatua, supongo, la que daba a nuestra casa el nombre popular de Maison du Chien, aunque acaso hubiera también una referencia a nuestro apellido. Las tres cabezas, de orejas y hocicos puntiagudos, eran de una poderosa elegancia. Una mostraba los dientes y otra, la del centro, miraba el mundo del jardín y la calle con una expresión de tolerante interés. La tercera, la más cercana al sendero de ladrillos que llevaba a la puerta, sonreía francamente —no encuentro otra expresión—, y era costumbre de los clientes de mi padre, cuando subían por el sendero, palmearle la cabeza entre las orejas. Los dedos habían pulido el sitio, que ahora parecía de cristal negro.

Ese fue, pues, mi mundo durante siete de los largos años de nuestro mundo, y quizá durante medio año más. Pasaba la mayoría de las jornadas en la pequeña aula que presidía Mister Million, y las noches en el dormitorio donde jugaba y peleaba con David en silencio completo. La variedad la ponían los viajes a la biblioteca que ya he descrito, o rara vez a alguna otra parte. De tanto en tanto apartaba las hojas del jazmín trompeta para mirar a las muchachas y sus benefactores en el patio, u oír la corriente de charla en el jardín de la azotea; pero ni lo que hablaban ni lo que hacían me interesaba demasiado. Sabía que el hombre alto con cara de hacha que gobernaba la casa, y a quien muchachas y sirvientes llamaban «Maître», era mi padre. Ya en mis primeros años había sabido que en algún lugar había una mujer temible —los criados le tenían pavor— llamada «Madame», pero que no era mi madre ni la de David, ni tampoco la esposa de mi padre.

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