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Gene Wolfe: La quinta cabeza de Cerbero

Здесь есть возможность читать онлайн «Gene Wolfe: La quinta cabeza de Cerbero» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1978, ISBN: 84-7002-240-7, издательство: Acervo, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Gene Wolfe La quinta cabeza de Cerbero

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Muy lejos de su planeta madre, la Tierra, dos mundos gemelos, Sainte Anne y Sainte Croix, fueron colonizados en su tiempo por inmigrantes franceses, que aniquilaron a la población nativa del segundo de ellos. Muchos siglos después, tras una guerra que dispersó a los colonos originales y relegó a la leyenda el recuerdo del genocidio original, un etnólogo de la Tierra, John V. Marsch, dedica su vida a buscar las huellas de aquella cultura alienígena, los abos, el Pueblo Libre, los hijos de la Sombra, convertida hoy en una indefinida mitología aplastada bajo un subterráneo sentimiento de culpabilidad que niega incluso la realidad de su existencia…

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No sé qué dijo él, ni si el que había golpeado era yo u otro, pero recuerdo que cuando la puerta se cerró, una mujer de rosa que consideré muy bonita se agachó a poner la cara al nivel de la mía y me aseguró que todos los libros que acababa de ver los había escrito mi padre, y que no tuviera de eso la menor duda.

A mi hermano y a mí, como he dicho, esa habitación nos estaba prohibida; pero cuando ya éramos algo mayores, Mister Million solía llevarnos un par de veces por semana a la biblioteca municipal. Eran prácticamente las únicas ocasiones en que nos dejaban salir de la casa, y como a nuestro tutor no le gustaba replegar la articulada extensión de sus módulos metálicos en una carreta de alquiler, y ningún asiento de automóvil habría soportado aquel peso ni habría contenido aquella masa, las incursiones se hacían a pie.

Durante largo tiempo, la ruta a la biblioteca fue la única parte de la ciudad que conocí. Tres manzanas por la calle Saltimbanque, donde estaba nuestra casa, a la derecha por la Rue d ’Asticot hasta el mercado de esclavos y después una calle hasta la biblioteca. El niño, que no sabe diferenciar lo extraordinario de lo corriente, por lo general se acomoda entre los dos: encuentra interés en incidentes que los adultos consideran triviales y acepta serenamente las más improbables ocurrencias. A mi hermano y a mí nos fascinaban los espurios anticuarios y las falsas gangas de la Rue d’Asticot, pero nos aburríamos cuando Mister Million insistía en demorarse una hora en el mercado de esclavos.

No era un mercado grande, porque Port-Mimizon no era centro de tráfico, y con frecuencia los subastadores de mercancías —devueltas una y otra vez por toda una colección de amos que les encontraba siempre el mismo defecto— se habían visto ya varias veces y se trataban como amigos. Mister Million no pujaba nunca, pero observaba, inmóvil, mientras nosotros correteábamos y masticábamos el pan frito que él nos había comprado en algún puesto. Había hombres coche, con piernas nudosas de músculos, y asistentes de baño de sonrisa boba; luchadores encadenados, con ojos aturdidos por las drogas o ardientes de ferocidad imbécil; cocineros, sirvientes y cien clases más; sin embargo, David y yo rogábamos que se nos permitiera seguir solos hasta la biblioteca.

La biblioteca era un edificio de enorme tamaño que en los viejos días de la lengua francesa había alojado oficinas del gobierno. Mezquinas corrupciones habían matado el parque en donde se alzara en un tiempo, y ahora la biblioteca asomaba entre una masa de comercios y viviendas. Una estrecha vía pública conducía a la puerta, y en cuanto entrábamos una especie de grandeza descascarada reemplazaba al vecindario desaparecido. El mostrador principal estaba justo bajo la bóveda, y la bóveda, que ascendía arrastrando una pasarela en espiral bordeada por la colección central de la biblioteca, flotaba a ciento cincuenta metros de altura. Un cielo de piedra: la caída de la más ínfima astilla habría matado a un bibliotecario en el acto.

Mientras Mister Million ascendía majestuosamente por la pasarela helicoidal, David y yo echábamos a correr hasta adelantarnos varias vueltas y poder hacer lo que quisiéramos. Cuando aún era muy joven a menudo se me ocurría que si mi padre —según testimonio de la señora de rosa— había escrito una habitación entera de libros, en ese lugar tenía que haber algunos; yo subiría resueltamente hasta casi alcanzar la bóveda, y allí hurgaría y buscaría. Dado que los bibliotecarios devolvían los libros a los estantes con gran laxitud, siempre estaba la posibilidad, me parecía, de encontrar lo que no había encontrado hasta entonces. Los estantes se encumbraban muy por arriba de mi cabeza, pero cuando no me sentía vigilado, yo trepaba por ellos como si fueran peldaños, pisando libros cuando no quedaba sitio para las cuadradas suelas de mis zapatos marrones, y de vez en cuando pateando libros al suelo, donde permanecían hasta nuestra visita siguiente y más aún: prueba de la reticencia del personal a subir la larga cuesta en caracol.

En los estantes superiores había, si es posible, un desorden peor que en los más accesibles, y un glorioso día en que llegué al más alto descubrí que esa empinada y polvorienta posición sólo la ocupaban (además de un traspapelado texto de astronáutica, La nave de una milla de largo , de un alemán), un solitario ejemplar de Lunes o Martes, apoyado en un libro sobre el asesinato de Trotsky, y un desvencijado volumen de los cuentos de Vernor Vinge que debía su presencia —eso al menos sospeché— a algún bibliotecario ya muerto que había confundido con «Winge» el V. Vinge del lomo.

Aunque nunca encontré ningún libro de mi padre, no me arrepiento de aquellas largas escaladas a lo alto de la bóveda. Cuando David estaba conmigo, corríamos cuesta arriba y abajo, o atisbábamos a través de la baranda el lento avance de Mister Million y discutíamos la factibilidad de terminar con él arrojándole una obra ponderosa. Si David prefería seguir intereses propios más abajo, yo subía hasta el final, donde la cima de la bóveda se curvaba por encima de mí hacia la derecha; y allí, desde un oxidado puente de hierro no más ancho que los estantes que acababa de escalar —y sospecho que tampoco tan fuerte—, se abrían a su vez varios agujeros circulares. La pared era de hierro, pero tan delgada, que cuando yo desplazaba las corroídas cubiertas podía asomar la cabeza y sentirme realmente fuera, con el viento y el revoloteo de las aves y el curvo verdín de la bóveda extendiéndose por debajo.

Al oeste, más alta que las casas circundantes y señalada por los naranjos del techo, divisaba nuestra casa. Al sur, los palos de los barcos del puerto y, en días claros —y si era la hora apropiada—, las crestas blancas de pleamar que Sainte Arme impulsa entre las penínsulas llamadas Índice y Pulgar. Y una vez, lo recuerdo muy bien, mirando al sur vi el gran géiser de rocío soleado que levantaba un crucero de estrellas al golpear el agua. Al este y al norte se extendía la ciudad misma, la ciudadela y el gran mercado, y más allá las montañas y los bosques.

Pero tarde o temprano, ya solo o junto con David, Mister Million me reclamaba. Entonces teníamos que acompañarlo a una de las alas a visitar tal o cual colección de ciencia. Eran libros para las lecciones. Mi padre insistía en que aprendiéramos a fondo biología, anatomía y química, y bajo la tutela de Mister Million bien que aprendíamos, porque nunca consideraba dominado un tema hasta que podíamos discutir todos los puntos mencionados en el último de los libros catalogados bajo el mismo rubro. Mis favoritas eran las ciencias de la vida, pero David prefería los idiomas, la literatura y el derecho; pues tanto de éstas como de antropología, cibernética y psicología recibíamos unas nociones.

Una vez elegidos los libros que estudiaríamos en los días siguientes, y después de instarnos a elegir más por nuestra cuenta, Mister Million se retiraba con nosotros a un rincón tranquilo de alguna de las salas de lectura, donde había sillas, una mesa y espacio suficiente para que él plegara la extensión articulada de su cuerpo o la alineara contra una pared o anaquel y así dejar libre el pasillo. Para indicar el comienzo formal de la clase, solía pasar lista, siendo siempre mi nombre el primero.

Yo decía:

—Presente —en señal de atención.

Y David:

—Presente.

David tiene abierto en las rodillas, donde Mister Million no puede verlo, un ejemplar de Cuentos de la Odisea, pero mira al señor Million fingiendo un brillante interés. De una ventana alta llega a la mesa un sesgado rayo de sol, revelando en el aire un enjambre de polvo.

—Me pregunto si alguno de vosotros ha reparado en los implementos de piedra en la sala por la que acabamos de pasar.

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