Subió golpeteando los escalones del porche y entró en la casa. Le dolía la garganta. Pulsó el interruptor de la lámpara, pero no había luz. La sala se sentía fría como un ataúd y podía ver su propio aliento. En la oscuridad más negra, susurró el nombre de Matty, pero no escuchó nada.
Se tambaleó hacia la cocina, extendió las manos frente a él y encontró el armario encima del fregadero. Lo abrió, buscó a tientas una linterna y pulsó el botón. Una luz amarillenta y trémula impregnó un agujero en la oscuridad. No podía ver a Matty. Extendió la luz.
Una colcha del sofá cama estaba amontonada contra la pared debajo de la mesa de la cocina. Jack se puso en cuclillas, jaló la colcha hacia atrás y descubrió una corona de cabello dorado. Entonces Matty lo miró con sus grandes ojos. Jack lo atrajo hacia sí. Lo abrazó y envolvió la colcha alrededor de él.
—No pasa nada —dijo—. No pasa nada. Estás bien. Ya estoy aquí.
Matty se aferró a él. No dijo una sola palabra. Después de un rato, dejó de temblar.
Jack llevó a Matty a la chimenea y se agachó en el suelo frío, abrazándolo.
—Voy a encender el fuego. Estaré aquí, donde puedas verme.
Matty no lo soltó al principio, pero poco a poco comenzó a liberarlo. Jack se levantó, arrugó el periódico y lo echó en el interior de la chimenea, formó una cubierta de leña de abedul sobre el papel. Encendió un cerillo y cuando la madera seca prendió, colocó un gran leño encima y sopló al fuego. Las llamas pintaron las paredes y el techo de un naranja titilante. Se mantuvo mirando a Matty. Él nunca apartó los ojos de Jack.
Jack fue a la puerta y la cerró.
Con los dientes castañeteando, arrastró el colchón del sofá cama frente a la chimenea y amontonó mantas y almohadas encima para formar una especie de capullo, de manera que pudiera atrapar el calor del fuego. Se volvió, levantó a Matty y lo acurrucó entre las mantas.
—Voy a conseguir algo de comida —dijo—. ¿Está bien?
Matty asintió.
Iluminó los gabinetes con la linterna y encontró tres velas, las encendió y las colocó aquí y allá sobre la barra. En la despensa, consiguió una lata de frijoles y una de duraznos. Del gabinete alto que estaba sobre el refrigerador salieron los dos mejores tazones de porcelana de mamá, los que tenían las pequeñas flores alrededor del borde. Ese tipo de cosas para las ocasiones especiales que le había dado la abuela Jensen. Sacó del cajón dos cucharas y un abrelatas. Se sentó frente a Matty, quien se mantenía atento a cada uno de sus movimientos desde el interior de su guarida de mantas. Hendió la tapa de los duraznos con el abrelatas, giró la perilla y vertió la fruta en los tazones. Abrió los duraznos antes que los frijoles porque a Matty le gustaban más. Puso al fuego la lata de frijoles.
Comieron la fruta, un lento bocado a la vez, mientras la luz jugaba sobre las paredes. El fuego crepitaba. La casa crujía mientras los espacios más rígidos se estiraban y calentaban. Después de los duraznos, Jack sacó los frijoles del fuego, que ya estaban muy calientes. Cuando los cuencos estuvieron vacíos, se levantó y atendió el fuego. Miró atrás y vio a Matty desplomado entre las mantas con los ojos cerrados y un pie fuera de la colcha. Su piel pálida resplandecía a la luz del fuego. Tenía el aspecto de un ángel. Jack se agachó y tapó su pie con la colcha. Luego se quedó allí sentado, mirándolo. No es necesario que se lo digas esta noche. Déjalo estar bien esta noche. Mañana se lo dirás. Mañana tendrás un plan. Sabrás qué hacer.
Se contó esos cuentos.
Del otro lado del vidrio oscurecido de la ventana de la sala, la nieve caía sin parar en grandes ráfagas de viento blanco. Jack estaba cansado, tenía las manos adoloridas y la garganta en carne viva, su mente seguía escapándose y en algún lugar en la oscuridad creyó oír cantar. “Noche de paz”. La canción tenía muchas voces. El destello de una vela. Un faro. Palabras murmuradas, amén. Aleluya. Quizá nos vean, pensó. Quizá nos estén mirando.
La nieve caía y se acumulaba en pilas. No había viento.
La canción que escuchó Jack fue entonada por muchos desde muy lejos. No estuve allí la primera vez, pero luego regresé y me quedé con ellos. Me acerqué. La casa estaba fría. Jack dormía en las mantas, con el brazo alrededor de Matty. Su piel y su cabello se iluminaban como una linterna a la luz del fuego. Su rostro tranquilo. Sólo una vez lo vi tan tranquilo. Me arrodillé a su lado. No lo toqué, pero lo observé dormir. Ahora me doy cuenta de por qué no se permite ese tipo de cosas.
Nunca he estado más cerca de nadie, y nunca más lejos.
Mamá trabajó en la tienda de comestibles hasta después del anochecer y luego tomó el autobús hasta la parada y caminó el resto del camino a casa. Como siempre. Entró en casa con una bolsa de papel marrón. Miró a Jack.
—Llego tarde de nuevo —dijo.
—Te guardé la cena.
Caminaba despacio. Le sonrió a Jack y a Matty en el sofá, con su rostro desgastado.
—¿Qué hiciste hoy?
—Macarrones con queso.
—Mi platillo favorito.
Fue a la cocina y empezó a sacar los comestibles de la bolsa. Una barra de pan. Fideos ramen. Un paquete de M&M. Matty se deslizó del sofá y se acercó a la mesa. Abrió el paquete de M&M y dejó caer uno en su pequeña mano. Con cuidado, ella se inclinó y besó su cabeza.
—¿Qué están haciendo mis niños? —preguntó.
Jack cerró el libro.
—Sólo estoy leyendo.
—¿Qué lees?
—Algo que saqué de la biblioteca.
Cuando ella vio la portada del libro, una sombra cruzó su rostro. Colmillo blanco. Se quedó mirándolo.
—¿Hiciste tu tarea? —preguntó.
—Sí.
—Quiero que te vaya bien.
—Lo sé, mamá.
Jack dejó el libro en el sofá y empezó a guardar los comestibles.
—Se está poniendo frío.
—Mamá —dijo Matty.
Ella tomó un bocado de macarrones con queso. Cuando se inclinó para verter los chocolates en la mano de Matty, inhaló con fuerza y se enderezó, respirando con dificultad por un momento. Sus ojos se humedecieron. Jack pudo ver el dolor en su rostro. Ella abrió su bolso y sacó el frasco de pastillas de la pequeña bolsa blanca. Jack la miró rápidamente.
—¿Todavía te duele la espalda? —preguntó.
Ella no lo miró.
—Creo que sólo estoy cansada.
Jack le sirvió un vaso de agua y se sentó a la mesa para verla. Para ver el contenedor de pastillas. Siguió mirándolo.
—Quizá deberías quedarte en casa mañana.
Ella extendió la mano y le revolvió el cabello.
—No te preocupes.
—Pero tal vez deberías quedarte.
—Estaré bien.
—No puedes llenar los estantes, mamá. Es demasiado pesado, tienes que decírselo.
Ella no habló, pero arrastró una mano sobre la de él y la apretó.
—Te amo, Jack.
Se sentaron en la sala. Ella y Matty en el sofá leyendo Buenas noches, luna, y Jack junto al fuego con Colmillo blanco. Intentaba concentrarse en las palabras pero no podía. Estaba haciendo los cálculos en su cabeza. Seis días. Ella había faltado demasiado al trabajo ya. Nueve días el mes anterior. Estaba preocupado por el dinero, pero sobre todo por ella. Lo exhausta que se veía. Lo triste.
Cuando levantó la mirada, se dio cuenta de que ella lo estaba mirando fijamente.
—¿Qué? —preguntó.
—No quiero que leas ese libro.
Jack lo cerró.
—De acuerdo.
—Por favor, no lo sigas leyendo.
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