Si tenemos un problema, lo solucionamos.
Pregunta: si tuvieras una oportunidad de salvar todo lo que te importa, ¿la aprovecharías? ¿O la dejarías pasar?
Cuando Jack llegó al campo de trabajo de la prisión, eran aproximadamente las dos de la tarde. Condujo despacio a lo largo de la hilera de edificios hasta un lugar cerca de la entrada de visitantes, se estacionó y apagó el motor. Se quedó ahí sentado, observando cómo la nieve caía en el parabrisas. El cielo frío y ceniciento. Finalmente, entró.
Un oficial penitenciario estaba sentado en la recepción, tomando café y hablando por teléfono. Siguió hablando y mirando a Jack hasta que colgó.
—¿Qué se te ofrece, jefe?
—Necesito ver a un preso.
—¿A quién?
—Leland Dahl.
El oficial tomó su taza del mostrador, bebió un sorbo y volvió a dejarla. Se reclinó en su silla giratoria. Había un radio encendido en alguna parte.
—Bueno. No es exactamente del tipo al que le guste recibir visitas.
—Me recibirá.
—¿Te está esperando?
—No.
El oficial tomó otro sorbo.
—No estás en la lista de preautorizados.
—Necesito verlo.
—¿Cuántos años tienes?
—Dieciocho.
El oficial lo analizó. Inclinó un poco la cabeza, como si ya hubiera sacado sus conclusiones sobre Jack. Deslizó un portapapeles sobre el escritorio.
—Tienes que llenar esta solicitud y tengo que ver tu identificación.
Cuando Jack terminó de llenar la solicitud, la entregó junto con su licencia de conducir. El oficial inspeccionó la solicitud y echó un vistazo superficial a la identificación.
—Jack Dahl, ¿es familiar tuyo?
—Sí, señor.
—¿Y tienes dieciocho?
—Sí.
—Si no tienes dieciocho años, debes tener un adulto para supervisar la visita.
—Menos mal que sí tengo dieciocho años, ¿eh?
—¿Ya lo habías visitado antes?
—Nop.
—Bien —le devolvió la licencia a Jack—. Tengo que ver si quiere verte. ¿Por qué no te sientas un minuto?
Jack asintió y se sentó en un sofá frente al escritorio. En la mesa auxiliar había un dispensador de agua y pequeños vasos. Vio al oficial dar media vuelta, tomar el teléfono y hablar.
—Sí, señor. Aquí tengo una visita para Leland Dahl. Oh, oh. Su nombre es Jack Dahl.
El oficial hizo una pausa, estaba escuchando. Jack esperó.
—Eso creo. Oh, oh. Lo haré. Puede apostarlo.
Cuando el oficial colgó el teléfono, se reclinó en la silla y tomó un sorbo de su café. Luego abrió el cajón del escritorio, sacó un aro lleno de llaves y lo abrochó en su cinturón.
—Jefe —dijo—, es tu día de suerte.
El oficial se levantó de su silla y llamó a otro de sus compañeros para que vigilara la recepción. Luego apretó un botón para que la puerta de la cárcel se abriera con un zumbido. Jack se levantó del sofá y lo siguió a través del detector de metales y por un pasillo hasta que llegaron a una sala de visitas, donde el oficial usó su llavero para abrir la puerta. Las luces fluorescentes estaban encendidas.
—Búscate un lugar —dijo—. Volveré con él.
Jack entró y el oficial cerró la puerta. La sala de visitas estaba vacía, salvo por él. Las paredes eran bloques de hormigón pintadas de blanco. El suelo, baldosas pálidas descoloridas. Había ocho mesas esparcidas por la habitación. Chapa de roble barata. Sillas de plástico con patas cromadas. No había nada sobre las mesas. No había revistas. Nada.
Caminó hasta una mesa en la esquina trasera y se sentó de espaldas a la pared. El aire estaba viciado. Se percibía un débil olor a desinfectante. Había una pequeña ventana junto a la puerta, pero estaba muy alta, sucia y llena de telarañas, por lo que no podía ver al otro lado. Juntó sus manos sobre la mesa y las observó. Las vendas blancas. Las manchas rojas que las empapaban. Cuando levantó la mirada, la puerta se abrió.
Leland Dahl estaba en la puerta. Llevaba ropa de prisión de color naranja, como una bata de hospital: una camisa suelta metida en la parte delantera de unos pantalones que no le quedaban bien. Demasiados años de metanfetaminas en la sangre lo habían devorado hasta dejarlo en los huesos. Entró en la habitación y se quedó mirando a Jack, con ojos brillantes. Hundido y esculpido en sombras. La mandíbula ahumada por la barba, la desigual nariz larga, el cabello oscuro grasoso y gris, envejecido, peinado hacia un lado. Era alto, pero se veía encorvado, raquítico. Se adelantó y se sentó en la silla frente a Jack.
—Bueno, bueno —dijo—. Mira quién está aquí.
El oficial entró, cerró la puerta y cruzó los brazos sobre el pecho. Se quedó allí, esperando. Estaba a unos seis metros de distancia.
Leland dejó escapar un silbido bajo.
—Bueno. Mírate, cómo has crecido.
Jack lo miró desde el otro lado de la mesa. No dijo nada.
—¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Cuatro años?
—Siete.
—Siete años. Mierda, debo estar soñando.
Jack no respondió.
Leland se estiró mucho y se dejó caer hacia atrás en la silla, con las piernas abiertas.
—Te ves bien, hombrecito. Muy bien —sonrió. Una sola lágrima marcada con tinta de la cárcel se arrugó en el borde de su ojo. Puso la mano sobre la mesa, curvó los dedos y los tamborileó en un ritmo de cascos—. ¿Cómo está tu mamá? ¿Cómo está ella?
—No tan bien.
—¿Por qué?
Jack se inclinó hacia delante. Habló en voz baja, de manera que el oficial no pudiera escucharlo.
—Se amarró tu cinturón alrededor del cuello y se colgó del ventilador de techo.
La mano de Leland se congeló sobre la mesa. Sus ojos parpadearon. Excepto por eso, no se movió.
—Estás mintiendo.
—No.
—¿Quién sabe de esto?
—Nadie. Todavía.
—¿La enterraste?
Jack asintió.
—¿Dónde?
—¿Eso importa?
Leland lo miró fijamente. Sus músculos se tensaron. Parecía algo agazapado y listo para morder.
—Ni tú ni nadie va a venir aquí a decirme que mi esposa está muerta.
El pulso de Jack comenzó a latir en su sien.
—Bueno, ella está muerta. Pero Matty y yo no.
Durante todo este tiempo, Jack había observado al oficial, que ahora se había acercado un poco más a la mesa. Jack observó el movimiento de los ojos del hombre, cómo se deslizaron hacia él y se alejaron. En el escritorio, el oficial había parecido relajado, pero ya no se veía así. Todavía estaba demasiado lejos para escuchar mucho, pero unos pocos pasos más y estaría lo suficientemente cerca. Jack sintió que la fatalidad se extendía a través de él. Venir aquí era algo peligroso. Lo sabía.
—¿Dónde está Matt? —preguntó Leland.
—Conmigo. Pero vamos a perder la casa. Hay facturas.
Leland se sentó con los brazos extendidos y las palmas de las manos pegadas a la mesa. Su pecho se movía con su respiración. Hizo un puño con la mano derecha y lo puso en la izquierda; frotó el puño con tanta fuerza que las venas aparecieron moradas en los nudillos. Se llevó la mano a la boca.
—No puedo hacer nada por ti.
—Necesitamos dinero.
—No puedo hacer nada.
—No tenemos adónde ir.
—Tienes que irte.
—No.
Leland apartó la mirada. A la luz amarilla, su rostro brillaba de sudor. Se quitó el puño de la boca, movió su peso hacia delante y golpeó la mesa con los nudillos. No miró atrás, al oficial.
—Lárgate de aquí —le dijo a Jack en un susurro.
—Por favor.
—No quiero que te involucres en esto.
—Ya estamos involucrados.
Había angustia y, al mismo tiempo, una especie de detestable remordimiento en los ojos de Leland.
—Vete —dijo—. No lo diré dos veces.
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