—No acepto ninguna réplica insolente. Ni una sola.
—No, señor.
El viejo dueño hizo una mueca y miró la nieve por la ventana. Sus uñas amarillas golpearon el gastado mostrador de mármol. Su nariz en forma de pico se crispó.
—Pago siete la hora. Fuera de registro. Es todo lo que haré.
Jack no respiraba.
—Está bien.
Detrás del mostrador, un reloj de cucú en la pared sonó seis veces. El dueño se rascó la barbilla. Sus ojos hundidos escudriñaron a Jack, agudos como los de un cuervo.
—Bueno, tal vez cumplas con los requisitos —asintió con la cabeza y le tendió una mano para estrecharla, aunque su rostro ceñudo no mostró ningún cambio—. Estás contratado.
Jack parpadeó. Todo se volvió un poco borroso. La cara bigotuda del dueño. El mostrador de mármol y el reloj de cucú. Muy abajo en él, donde la preocupación constante se movía, no había pensado que esto realmente sucedería. Encontrar trabajo. El dinero siempre había estado en su mente. Eso y la comida. El trabajo significaba dinero para comidas, facturas, un par de zapatos nuevos para Matty. Recuerda esto, pensó. Nunca lo olvides.
Estrechó la mano del propietario.
—¿Cómo te llamas? —preguntó el dueño.
—Jack, señor. Jack Dahl.
Los dedos del anciano se aflojaron. Su rostro se torció en salientes y ángulos. Podría haber estado sufriendo.
—Dahl.
Jack no se movió. Sus entrañas se volcaron hacia los lados, se volcaron y se rompieron. Una repentina sensación de pérdida golpeó como un mazo contra la parte inferior de sus costillas…
—¿Tú eres el hijo de Leland Dahl?
Jack simplemente se quedó allí, mientras el entumecimiento se filtraba a través de su cuerpo.
El dueño retiró la mano como si se la hubieran mordido. Sus ojos se clavaron en Jack y se adentraron en lugares abiertos y crudos.
—Eres su hijo, ¿cierto?
Jack intentó hablar, pero su voz no respondió. En la pared, una cabeza de ciervo lo miraba.
—Te conozco —el dueño escupió las palabras. Había empezado a temblar y Jack pensó que podría caerse—. Conozco a tu familia.
Palabras ahora. Arrancadas de él.
—Por favor. Trabajaría duro.
El dueño negó con la cabeza.
—Te conozco.
—Por favor. Lo necesito.
—Sal de mi tienda.
—Yo no soy como él.
—Chico, tu papá es un traficante de metanfetaminas y un criminal. Tu mamá es una puta adicta a las drogas. ¿Por qué alguien confiaría en ti?
Jack se quedó allí un segundo más. Cinco. Diez. Luego se volvió y salió por la puerta.
Recuerdo el color rojo.
Los árboles y la oscuridad y la luna.
Y la sensación de mi mano en el cuchillo, mientras el calor se filtraba a través de mis dedos.
La luz de la luna creciente se extendía a lo largo de las colinas y proyectaba sombras sobre la carretera. Jack conducía. Unas cuantas casas surgían a la luz de los faros y perdían su forma al dejarlas atrás. Los limpiaparabrisas traqueteaban. Nieve gris a la deriva. Éste no es el final, pensó. No lo es. No puedes desanimarte. Sólo tienes que aguantar.
Le ardían los ojos y se los secó con la manga.
Cuando se acercó a su casa, pudo ver huellas de llantas marcadas en la nieve fresca. La camioneta del comisario estaba junto al granero, con las ventanas oscuras. Su garganta se cerró. Miró hacia la casa, pero nada se movió dentro. No había luces encendidas. No salía humo de la chimenea. Apagó el motor, abrió la puerta y corrió hacia la casa.
—¿Matty? ¡Matty!
A mitad de camino hacia los escalones del porche, escuchó un chirrido metálico detrás de él. Se volvió. Un hombre estaba allí en las sombras, con una mano en la puerta abierta de la camioneta y su aliento empañando el aire. Fuerte de constitución y grande, de más de un metro ochenta de altura, cabello gris envejecido y rostro de piedra. Llevaba un sombrero Stetson muy bajo sobre los ojos —Jack apenas podía verlos— y una chamarra de lana abierta sobre una camisa de vestir almidonada, de algodón azul. En su cadera, una M&P9 asomaba desde su funda. Jack sabía que él era la ley y que su apellido era Doyle. La gente decía que era bueno en un pleito y que no era un hombre con quien quisieras meterte.
Doyle cerró la puerta. Una pila de polvo blanco se deslizó por la ventana y espolvoreó el suelo. Se adelantó con un pulgar metido en el cinturón.
—Nadie va a responder. Te lo puedo asegurar.
El aire frío le puso la piel de gallina a Jack. No miró la casa. Matty tenía que estar ahí. Tenía que estar.
—¿Qué desea?
Doyle dio unos pasos más, hasta que se paró a un metro de Jack.
—Llamó DeeAnne, de Servicios. Dijo que era posible que ustedes necesitaran una visita de revisión.
—Estamos bien.
Doyle resopló. Miró la casa y después a Jack.
—¿A quién le estabas gritando?
—A mi hermano.
—¿Y dónde está?
—En casa de un amigo.
—De un amigo.
—Sí. Lo había olvidado. Fue a casa de un amigo.
—¿Qué amigo?
Jack mantuvo sus ojos en Doyle. Los copos de nieve caían sobre su piel y se derretían.
—No sé si sea de su incumbencia.
Doyle le dedicó una pequeña sonrisa.
—Me gustaría conocer a Matty. Cuando no esté en casa de un amigo.
Jack no habló. Doyle volvió a mirar la casa.
—¿Tu mamá está por aquí?
—No.
—Bueno. ¿Dónde está?
—De viaje.
—¿Crees que vuelva esta noche?
—Mañana, creo.
—Mañana.
Jack no respondió, lo que necesitaba era calma.
—Tengo que hablar con ella antes de mañana.
—Lo que sea que deba decirle a ella —dijo Jack—, yo se lo diré.
Doyle lo miró. Sin expresión. Los copos de nieve se acumulaban en el ala de su sombrero.
—El banco puso en subasta su casa. ¿Te contó tu mamá? Los van a echar. Tienen dos días.
Jack sintió un temblor en sus piernas y agudas heridas arañando su garganta. Su cabeza se sintió atontada y sus oídos comenzaron a zumbar con un ruido fuerte. Todo en su vista pareció inclinarse. El granero y los árboles cambiaron de altura.
—¿Tienen algún lugar adonde ir? —preguntó Doyle.
—Estamos bien.
Se miraron uno al otro en silencio.
Doyle asintió. Levantó la cabeza hacia el cielo iluminado por las estrellas, como si buscara algo en las nubes. Después de un rato, se volteó y miró a Jack. Sus ojos gris azulados brillaron como piedras de luna en la oscuridad.
—Hijo —dijo—. Si necesitas ayuda, debes decírmelo.
Jack tragó saliva. Sentía como si estuviera flotando. Se sentía como una pluma. Tenía frío y se estremeció. Se preguntó si mamá también tendría frío bajo toda esa nieve.
—Llega un momento en que la mayoría de la gente necesita un descanso —dijo Doyle.
Jack desvió la mirada. Las ramas crujieron en la copa del alto y viejo pino junto al granero, y vio a un búho descender en busca de atrapar algo al vuelo, desgarrar con crueldad. Volvió a mirar a Doyle.
—Gracias por pasar por aquí.
Los ojos de Doyle lo escudriñaron un momento. Y esos ojos vieron cosas ocultas. Sólo Dios sabía qué.
Inclinó ligeramente su sombrero, dio media vuelta y cruzó el camino de entrada hasta la camioneta de policía. Jack lo vio subir. Vio la puerta cerrarse, el motor arrancar, las luces encenderse. La camioneta avanzó a través de la nieve y entró en la carretera. Las luces traseras continuaron por la carretera hasta desaparecer en la oscuridad que la esperaba.
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