Cuando se lo conté a mi mamá, me dijo:
–¡Tienes demasiada imaginación, mi Bahía!
Después de haber visto a mi abuelo muerto sentado en mi cama, mi mamá no me iba a dejar pasar ni una más. Me hubiera encantado avisarle sobre la serpiente que un día de estos iba a salir a flote por nuestros inodoros, pero ese es el boleto ganador para un pasaje inmediato a la consulta de la psicóloga.
–Pero mamá, ¡te digo que es una bruja!
–¡Bahía, las brujas no existen!
Nada que hacer: mi mamá no me creía. Podría haberlo jurado por la cabeza de mi hermano chico, Martín, de mi papá, de mi canario y de mi gato; ella me hubiera acusado de estar cruzando los dedos de los pies.
Entonces mi mamá, con su gran corazón, invitó a la vecina a tomar té.
–Mi Baba, es normal acoger a los recién llegados.
–Si tú lo dices –le contesté sin agregar nada sobre la serpiente, ni el sapo gigante, ni nada de nada.
2
Una encantadora
invitación
Como la invitación “de todo corazón” caía un sábado, yo estaba en la casa. Pero no me iba a topar con esa bruja. Entonces le dije a mi mamá que me dolía mucho la cabeza y que iba a pasar la tarde en cama. Me dio un paracetamol, que metí en un rincón de la mejilla y que más tarde escupí en el basurero. Después cerré las cortinas como cuando te duelen mucho los ojos y hasta el más mínimo rayo de sol te golpea las sienes. Lo tenía todo perfectamente arreglado.
Escuché a la vecina tocar el timbre y, después, con su voz aguda, agradecer a mi mamá por su “encantadora invitación”.
Estaba echada en mi cama muy tranquila cuando la puerta se abrió. Mi mamá apareció con la vecina detrás.
–Baba, corazón, ¿todavía te duele la cabeza?
Tenía que exagerar si quería que la vecina saliera de mi pieza (¡lo antes posible!). Entonces contesté:
–Solo tengo tres taladros peleándose en mi cráneo… ¡y estoy segura de que es contagioso!
Hice una fingida mueca de falso dolor y agregué:
–Creo que voy a dormir un poco.
Me di vuelta para el otro lado, y entonces, mi mamá me dijo:
–No, porque la señora Brígida, nuestra encantadora vecina, tiene un don.
¡Faltaba más! ¡Y yo puedo atravesar los muros, ya que estamos! ¡No, si mi mamá es muy ingenua! Hay que ser la reina de los inocentes para creer algo como eso.
Antes de que pudiera contestar nada, ya tenía las sucias garras de la vecina pegadas a mi frente. Como pegamento, de ese que nada nada lo despega. Sentía su aliento de sapo en mi nariz. Hubiera querido gritar, aullar, lo que fuera con tal de que saliera de mi pieza con su don y su sapo. Pero nada, no pude.
Mis piernas, mis brazos, mi boca: eran como un montón de piedras inseparables. Y mi lengua caía como un pedazo de carne muerta.
Entonces, la guinda de la torta: la señora Brígida puso sus manos sobre mi cabeza. Después, con un amplio gesto, barrió el aire.
–Listo –dijo.
Nada más ver la mirada de mi mamá, entendí que sería muy educado y muy acogedor darle las gracias a la vecina diciendo que, ¡milagro!, ya no me dolía nada, muchas gracias.
Solo que mi boca todavía era de piedra. Traté de gritar, “¡Auxilio mamá, ayuda!”. En lugar de eso, sentí un picoteo en el cuello y me quedé dormida.
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