Un frasco de vidrio al borde de la mesa
Luciana Taranto
Un frasco de vidrio al borde de la mesa
© de los textos: Luciana Taranto, 2021
© de esta edición: Editorial Tequisté, 2021
Corrección: M. Fernanda Karageorgiu
Diseño gráfico y editorial: Alejandro Arrojo
1ª edición: abril de 2021
Producción editorial: Tequisté
hola@tequiste.com
www.tequiste.com
ISBN: 978-987-4935-72-4
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No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su tratamiento informático, ni su distribución o transmisión de forma alguna, ya sea electrónica, mecánica, digital, por fotocopia u otros medios, sin el permiso previo por escrito de su autor o el titular de los derechos.
LIBRO DE EDICIÓN ARGENTINA
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Taranto, Luciana
Un frasco de vidrio al borde de la mesa / Luciana Taranto. - 1a ed. - Pilar : Tequisté. TXT, 2021.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-4935-73-1
1. Narrativa Argentina. 2. Literatura Latinoamericana. 3. Cuentos. I. Título.
CDD A863
A Martina, por leer todos mis cuentos y darme devoluciones tan valiosas.
A paz, por la confianza.
A todos los pedacitos de oscuridad dando vueltas por este mundillo, porque yo soy uno.Agradecimientos
A mi mamá, mi papá, Nicolás y Florencia, por el amor.
A Martina y a Paz, por el cariño y el impulso.
A mi profe del taller literario y a mis compañeres,
por enseñarme tanto.
—Creo que la anemia empezó cuando tenía cinco. No soy buena para hacer memoria, ni siquiera me gusta hacer memoria. Hay cosas que deberían quedarse en el pasado y ya. Asunto resuelto.
—Está bien. Yo te lo pregunto por una cuestión técnica. Digamos que necesito saberlo para completar la historia clínica.
—Bueno, vos poné que empezó a los cinco. Me dieron un jarabe, una pastilla o algo así. Y después un coso que tenía vitamina C. Ah, y mi vieja me hacía comer morcilla cada vez que podía. Yo detesto la morcilla.
»Al tiempo habré mejorado, porque dejé de tomar remedios (y de comer morcilla). Seguía pálida y ojerosa, pero habré mejorado. Lo sé por las fotos (lo de pálida y ojerosa). Y porque en toda la primaria me dijeron la momia. En secundaria no, ahí estaba de moda tener la cara blanca como una muerta. Además, mis ojeras tenían un color violeta hermoso. Parecían ojeras de vino. Me di cuenta una noche que me encerré en el baño hasta que me bajara el efecto de las drogas. A partir de ahí empecé a amarlas, a las ojeras digo.
—Bien… ¿Y después?
—Y después usé corrector de ojeras.
—¿Y qué más?
—Es un chiste, no se lo vaya a tomar en serio. Bueno, después me pincharon para ver cómo estaba de hierro. Odio las agujas. Me desmayé apenas terminaron de pincharme. Resulta que otra vez tenía anemia, que me había vuelto, o que nunca se me había ido del todo. Estaba mal, porque ni levantarme de la cama podía. Bah, podía. Pero no quería. Estaba cansada, tenía sueño, todo eso.
—¿Y entonces?
—Me volvieron a recetar pastillas y me sentí mejor —digo y no puedo evitar comerme las uñas.
—¿Las seguís tomando?
—No, las dejé.
—¿Te lo indicó un médico?
—No, las dejé porque ya me sentía mejor —miento.
En realidad me cansé de tomarlas. Me di cuenta de que tenía un bicho maldito en la sangre. Ese era el problema. Y al bicho lo tuve desde los cinco. Tomar hierro era como darle de comer. Tenía que haber otra manera. Las primeras veces contaba la verdad. Estaba indignada y frustrada, sobre todo frustrada. Me habían internado por intento de suicidio. Yo no intenté suicidarme, al contrario, me quise curar. Pero aprendí a callarme. Es mejor decir lo que ellos quieren escuchar. Ponían cada cara cuando les decía que no me había querido matar, que no estaba deprimida, que yo lo que quería era curarme… Me trataban de loca, y son unos ignorantes.
Acá la única que me cree es Ornella. Ella sí que se intentó matar, antes de que la trajeran y durante la internación también. Es obstinada, como yo. Salvo que yo lo que quería era curarme.
El último análisis me dio bien. Nada de anemia. Yo sé que no fueron las pastillas de hierro y vitamina C. Me curé porque me saqué la enfermedad de raíz. Por eso me curé. Y Ornella me cree.
Yo te creo, me había dicho después de que toda la ronda me mirara con cara de pena. Algunos se mordieron el labio; otros hasta levantaron las cejas. En terapia grupal cada uno cuenta por qué está en donde está (en el hospital). Yo dije que estaba por error. A los días me di cuenta de que también era un error decirlo. Porque piensan que estoy tan loca que no tengo noción de nada.
Estamos en la cama. Nos conocemos hace poco, pero yo siento que charlar con Ornella antes de dormir es como, no sé, comer con mi familia o dormir con mi gato. Aunque en realidad no charlamos mucho, porque la medicación nos tumba enseguida.
—¿De verdad me creés?
—Sí, boluda. Te creo. Contame, ¿qué pasó?, ¿cómo que entraste acá por error? —Ornella me mira fijo y por primera vez desde que estoy acá no me intimida que me miren fijo. Es como un abrazo de ojos. Una palmada en la espalda.
—Pensaron que me quise suicidar. Es un error.
—¿Y por qué? Dale, boluda. Contá.
—Porque me encontraron tirada en el piso, sangrando. Me llevaron al médico. Había tomado misoprostol. Una banda de misoprostol. Esperé hasta que sentí un dolor horrible. Algo queriendo explotarme en la panza, pateándome adentro. Entonces me clavé un cuchillo. Ahí, un poco más abajo del ombligo, donde dolía más. Pensaron que me quise matar. Pero no. Yo quería curarme.
—¿Curarte de qué? —Ornella cada vez está más destapada. Mientras yo hablo va saliendo de abajo de la frazada, como si desde ahí afuera pudiera prestar más atención.
—De la anemia. Y yo creo que de hecho me curé. Fui anémica desde muy chica. Siempre pálida, ojerosa, cansada. Parecía una momia. Una muerta. Y yo sentía, me daba cuenta de que algo estaba mal. No me refiero al hierro. Algo adentro mío. Algo chupándome la sangre. Como un monstruito en la panza. Como el hijo del diablo. Por eso tomé las pastillas. Para abortar la muerte. Para sacarme la sangre podrida. Necesitaba hacerlo. Un lavado de estómago casero. En realidad, un lavado de cuerpo.
—No te entiendo, Maia, ¿cómo que un monstruo, un diablo, un qué sé yo qué?
—Cuando tenía cinco mi papá era amigo del diablo. Los fines de semana venía a casa y se metía adentro mío. Se me metió hasta en la sangre, me la pudrió, te lo juro.
Me acordé tarde. Me acordé recién cuando terminé de sacudirme la pestaña del cachete: pude haber pedido un deseo. Pero me acordé tarde.
Antes me acordaba siempre. Bah, no hacía falta acordarse para pedir. Las pestañas eran primero deseos y mucho después pelos que caen de los ojos.
Algo se me movió en el estómago, algo que también rugió. Parecía que el cuerpo me tiraba la bronca. Por vieja olvidadiza. Por científica infeliz. Por pragmática racionalista. La saliva se volvió casi ácida, un gusto desgraciado.
Contuve las náuseas y busqué la pestaña sobre la mesada de mármol. Barrí cada rincón del baño con la mirada. No quería moverme y moverla y tener que volver a empezar la búsqueda. Al rato me rendí: gateé por las baldosas. La linterna del celular descubría pelos y mugre y pedacitos de uñas, pero pestañas nada. Al final me fijé en las palmas de las manos, por si se me había quedado pegada. Lo mismo hice con las rodillas y las plantas de los pies. Nada.
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