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Dias, Rodrigo J.
En el borde siete historias oscuras / Rodrigo J. Dias. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2020.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: online
ISBN 978-987-87-0811-9
1. Relatos. 2. Narrativa Argentina. I. Título.
CDD A863
Editorial Autores de Argentina
www.autoresdeargentina.com
Mail: info@autoresdeargentina.com
Imagen de portada: Tomás L´Estrange
Correo electrónico: tomaslestrange@gmail.com
Portfolio/Sitio web: http://lestrange.com.ar
A Lucila, por su inagotable paciencia
durante las horas que desaparecía detrás de un monitor;
a mis viejos, por convertirse en
mis primeros lectores y revisores de cada línea escrita;
y a Stephen King, Neil Gaiman, Michael John Harrison,
Howard Philips Lovecraft, Montague Rhodes James, Edgar Allan Poe,
Oscar Wilde, Sheridan Le Fanu y tantos, tantos otros más,
por mostrarle al mundo que el terror, lo oscuro y lo fantástico de la ficción
no está tan lejos de la realidad cotidiana.
Por ellos, mis horas de ocio estuvieron, están y estarán
repletas de miles de escenarios alternativos a donde ir.
1
Trabajo sucio
I
—Creo que en ningún otro lugar va a poder encontrar algo tan rico y tan barato–, le dijo el vendedor mientras le terminaba de armar el sándwich.
El hombre, que hasta entonces no había levantado la cabeza del segmento de diario viejo que se ofrecía para entretener la vista durante los minutos que tardaba en armarse el pedido, se acomodó el pelo, apretó el fino papel impreso repleto de engrasadas noticias deportivas y miró a su interlocutor. El cocinero de aquel establecimiento, parado enfrente de él y separado únicamente por un viejo mostrador de madera, tenía la mano tan gorda y grasienta como el cuello de un cerdo recién salido de un revolcón en el chiquero. El pedazo de pan parecía pequeño en comparación a su palma.
Con la otra mano tomó el pedazo de carne apenas cocido y lo acomodó. Antes de colocar el segundo pan le habló nuevamente al cliente
—¿quiere que le agregue algún condimento señor?–
—no es necesario, con toda la suciedad que tiene en esa mano es más que suficiente, gracias– le respondió. –Que es barato estoy seguro, el resto se lo digo en unos minutos–, agregó.
Le quitó el engrasado sándwich de las manos y volvió a bajar la vista al periódico. La última página –o lo que quedaba de ella– hablaba acerca de la crisis futbolística de un gran equipo español, y los posibles reemplazos para su técnico.
—increíble como perdieron los últimos partidos, ¿no?– volvió a la carga el cocinero.
—si quisiera hablar de algún tema con alguien en este mísero lugar, habría evitado sentarme en primera instancia. Siga haciendo lo suyo, que yo no lo molesto– le replicó el cliente, mientras doblaba el diario y lo volvía a dejar en el mostrador.
Uno de los ocasionales clientes que comían a su lado giró lentamente la cabeza y lo miró. Hizo el gesto de negación con su cabeza y volvió a sumergirse en su comida. El cocinero se dio media vuelta y volvió hacia la parrilla. No había mucha mercadería asándose, apenas quedaba un chorizo cuyo color pedía a gritos que lo retiren de allí, y tres pedazos de carne todavía jugosos. Al costado de la parrilla, el cocinero tenía un pequeño plato –todo era pequeño comparado con su tamaño– sobre el que descansaban los restos de una morcilla y un pedazo de queso fundido. El vaso de vino era un pedazo recortado de botella plástica y todo alrededor estaba salpicado por este líquido. Evidentemente, o estaba comiendo a las apuradas o llevaba varias horas degustando algún vino de dudosa calidad.
Al ponerse de espaldas, el cliente lo miró. Era enorme. Medía, a simple vista, poco más de dos metros. Debería pesar cerca de ciento sesenta kilos, sino más. Desde este punto de vista se veía su cabellera, aceitosa, que se separaba en mechones. El pelo de la frente lo cubría un gorro blanco que estaba más cerca de hacer trabajos de albañilería que de cocina. El delantal, inútil a estas alturas, parecía una servilleta de papel que se le hubiera pegado al pasar. Debajo de las rodillas, al terminar unas gastadas bermudas negras, asomaban unos musculosos gemelos repletos de várices que los recorrían hasta los tobillos. Era claro que sentarse no era una de sus actividades favoritas del día. Pese a eso, no aparentaba tener más que cuarenta años, muy deteriorados.
Detrás del humo y de la parrilla, una rústica construcción de ladrillos sin techo, asomaba un galpón de reducidas dimensiones.
—Quizás allí guarden los elementos de trabajo y la carne que sobraba del día– pensó en voz alta sin darse cuenta. El comensal que estaba a su derecha lo miró, atraído más por la ruptura del silencio que por el interés que generaba el comentario del extraño.
Estaba pintado de verde –o lo estuvo en algún momento–, y sobre el ángulo más próximo a la parrilla había una vieja bicicleta roja atada con una cadena. La cadena, lo único reluciente en toda la escena, también enganchaba un bolso negro.
—A veces, cuando uno se distrae demasiado con el trabajo, puede ser que al volver en sí las cosas ya no estén– dijo el cocinero. –Al bajar el sol acá hay mucha oscuridad, como podrá ver. Y siempre sobran amigos de lo ajeno, a pesar de que en el pueblo nos conocemos mucho. Perdón que vuelva a molestarlo, pero lo vi tan interesado que no me quedó otra que contarle–, dijo el cocinero.
Era cierto. Se había compenetrado tanto en observar el paisaje que nunca se percató que esa inmensa mole de carne había vuelto a colocarse enfrente suyo , al menos hasta que le habló.
—Muchas gracias, señor–, le dijo el cliente. –Mi nombre es Julián. Sepa disculpar mi mal carácter de unos minutos atrás, pero no soy muy amigo de la charla. Y es cierto, me llamó la atención el brillo de la cadena– completó.
—No es necesaria la disculpa, Julián. Estoy acostumbrado a no hablar mucho yo también. No somos muchos acá, y la mayor parte de los que vienen, se van en media hora para no volver nunca más. No se puede ni se quiere hacer amigos en un lugar así–, contestó el cocinero. Por cierto, yo soy Martín. Un gusto–, dijo el cocinero mientras le extendía la mano. –O mejor no, espere que la limpio un poco sino se va a quedar pegado–, completó mientras esbozaba una sonrisa. Limpió sus manos con las hojas de otro diario que adornaba el mostrador y le dio la mano. Julián se la estrechó.
—Muchas gracias por la información, Martín. También estoy de paso, bastante apurado, pero el olor de la carne asada me ganó. Y hacía rato que no veía un puesto al costado de la ruta ni sabía dónde estaría el próximo así que acá estoy–, dijo Julián.
—Bueno, entonces tenga, cortesía de la casa– dijo el cocinero mientras le colocaba en una bandeja de cartón el chorizo quemado que quedaba en la parrilla. –Disfrute la mejor carne en muchos kilómetros!–
—Enseguida le digo que tan buena es la carne. Creo que le voy a pedir también un vaso de vino en lugar de la gaseosa. Ya que tengo acompañamiento, el vino nunca está de más– dijo Julián.
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