Rodrigo J. Dias - En el borde

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La oscuridad está siempre presente. Espera pacientemente en cada rincón, en cada calle, en cada palabra y en cada uno de nosotros. Espera, sabiendo que llegará el tiempo en el que pueda manifestarse, abarcándolo todo.
Existen diversas formas de concebir la oscuridad. Lo primero que se piensa es en aquello que carece de luz. Pero oscuridad es también lo que nos lleva a lo incierto, a lo que nos atemoriza, a lo desconocido y lo misterioso; como también nos representa lo atroz, lo inentendible y lo triste.
Estas historias, pequeños recortes de una ficción muy real, llevan en su esencia un poco de cada uno de estos significados. Un encuentro en la ruta, en un pasillo, en un bar. Un sueño, una pesadilla, un viaje y una charla, cuestiones cotidianas que pueden de un momento a otro volverse situaciones límite para sus intérpretes, cuya salida se vuelve incierta y el raciocinio, esquivo.
Los invito a leer estos relatos, a rodearse de oscuridad y dejarse llevar por aquello que, aun a plena luz del día, se esconde en las sombras. Pero advierto: algunas pueden ser muy peligrosas.

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—no piense que con esa cara de tristeza va a lograr algo. Mi trabajo esta noche es cerrar su etapa y la de su hermano. Sin resentimientos ni remordimientos. No lo haga más difícil. Indique donde es su casa y quédese quieto–

—Hay que seguir por esta derecho. Son tres cuadras más, pasando la plaza a mano derecha. La casa verde. Y no voy a hacer nada raro. Sabía que al dejar la organización me arriesgaba a esto. Todos esos años de violencia tenían que tener un final, ya no lo podía soportar más. Ni mi hermano ni yo. Y decidimos perdernos en el interior del país. Un pueblo así de pequeño no nos pareció una mala opción. En fin, haga lo que tiene que hacer– dijo el cocinero.

—No se apure, todo a su tiempo. ¿Quiere saber cómo llegamos acá? Gracias a su hermano. Lo encontramos a él primero, cuando lo reconoció uno de los choferes de la organización. Lo vio trabajando sobre la ruta, arreglando algo en el frente de una de las casas de Lezama. Como le dije, no hay muchos parecidos a ustedes. Lo único que tuvimos que hacer fue decirle al chofer que buscara a otra persona similar. Y enseguida los vecinos del pueblo nos comentaron lo bien que el hermano del electricista cocinaba. Y aquí estamos. Para dos profesionales como ustedes, bastante fácil nos lo hicieron–.

—Esta es la casa–, dijo Daniel.

Silenciosamente estacionaron el auto frente a la casa verde. La oscuridad y la lluvia continuaban complicando la noche. Apenas se distinguía la ventana, que daba a la calle, porque por entre las rendijas de ésta se dejaba ver una débil luz. Una vela, probablemente. Julián se bajó del auto y le abrió la puerta a Daniel.

—salga despacio. Camine derecho y abra la puerta sin hacer ningún movimiento extraño. ¿Su hermano está adentro, no?–

—supongo que sí–, respondió Daniel. Ya está, entremos.

Dieron un primer paso al interior de la casa. El hermano de Daniel estaba sentado en la mesa leyendo a la luz de una vela.

—Daniel, pero qué... –

Julián no le dio tiempo. Le disparó a Pablo, una bala en cada rodilla. El hermano cayó al suelo gritando de dolor.

—un grito más y tu hermano va a tener que barrer los pedazos de cerebro antes de que lo mate también. Así que tranquilo. Un profesional tiene que tolerar el dolor, no llorar como un recién nacido. Y usted, párese ahí mismo contra la puerta– dijo Julián.

—No es necesario matar también a mi hermano. Estuvo poco tiempo metido conmigo, déjelo ir. Conmigo es más que suficiente–

—No, no, nada de eso. Son los dos por los que me van a pagar. Dos balas más, una foto y me voy por donde vine. No voy a escuchar ningún tipo de súplica porque por eso no me pagan. Venga, póngase de rodillas que no quiero demorar más–.

XII

Daniel, el oso, como era conocido dentro de la organización que se dedicaba a apuntar y eliminar objetivos estratégicos a pedido, se arrodilló lentamente. Había estado en la posición de Julián muchas veces, más de las que él hubiera querido cuando, tras terminar los estudios secundarios, pensaba en convertirse en un cocinero exitoso. Las cosas no habían ido tan bien y de a poco se acercó a su hermano, que le ofreció algunos trabajos como cocinero y luego algunos trabajos especiales. La primera vez que robó tenía dieciocho. A los diecinueve entró a la organización como una especie de mensajero. Por mérito propio, enseguida lo pasaron a la línea de acción. La primera vez que mató, no había cumplido veinte. La paga de ese primer asesinato le alcanzó para comprarse un auto. Y le gustó. Y pidió más. Después de dos años, no tenía que pedir nada: cada vez que aparecía un objetivo, el primero en la lista era él. Y cumplía. Pero con el tiempo se fue cansando. Era cada vez menos agradable quedarse con las imágenes grabadas de sus víctimas, sangrantes y suplicantes, por semanas en su cabeza. No había pastilla ni tratamiento que le borrara eso de la cabeza. Y un día desapareció, aprovechando un trabajo que le pidieron. Tuvo que tomar un avión para llegar a la provincia, y al salir del aeropuerto alquiló un auto con nombre y documento falso –que ya tenía preparado– y puso rumbo al norte. Nunca más esa vida.

—Pasaron siete años desde que dejé el trabajo. Suficiente tiempo para que se olvidaran de mí. No es justo–, dijo Daniel volviendo a la realidad.

—Acá usted no decide que es justo y que no, Daniel. Las cosas son así, y así van a ser–. Apoyó el cañón de la pistola en la parte de arriba de la cabeza del enorme cocinero, y

—ayuda!–

un movimiento lo distrajo. En menos de un segundo miró a su izquierda y lo vio a Pablo pidiendo ayuda. Giró la cabeza a la derecha y lo último que vio fue una especie de caricatura de un oficial de policía con un viejo revólver en las manos que le apuntaba directo a la cara. Julián vio el fuego, y no vio más.

El disparo fue contundente. El revólver calibre .38 abrió un hueco entre los ojos de Julián, quien por un segundo hizo una mueca de sorpresa y luego se desfiguró completamente. La parte de atrás de su cabeza salió despedida hacia la pared opuesta, y su cara se derrumbó hacia adentro. Su cuerpo quedó apoyado sobre las patas de una silla con las piernas extendidas, como un muñeco cuando dejan de jugar con él. Lo que quedaba de su cabeza estaba apoyado sobre el tapizado de la silla, que ya se había teñido de rojo y empezaba a gotear al suelo. Daniel, a su derecha, estaba innecesariamente bañado en sangre y pedazos de materia gris de su asesino. Miró por un segundo el cuerpo sin vida de Julián, y se incorporó instintivamente, todavía agitado por la tensión.

—Macías, gracias Macías, nos estaba por matar. Nos ha salvado usted la vida–, dijo el cocinero

—me llamó la atención verlo a usted en el auto con otro hombre. Le dije que siempre veo todo, aunque no parezca. Y no dejo de tener ese instinto, ese olfato para las cosas raras. Cuando lo vi bajar de ese auto esposado no dudé. Tomé mi arma y vine. Tuve la sensación de llegar tarde cuando vi los fogonazos de los disparos, pero por suerte todavía están vivos. ¿Quién era este tipo?–

—Estuvo comiendo en mi parrilla. Un don nadie, como cualquier otro que llega cualquier día. Me habló un par de veces y no le di importancia. Pero cuando se largó la lluvia y empecé a cerrar me amenazó a punta de pistola. Me obligó a venir a casa pensando que era una especie de multimillonario por tener un puesto en la ruta. Y casi lo mata a mi hermano el muy hijo de puta. Bien muerto está. Fíjese en esa caja, Macías, hay una tenaza lo suficientemente fuerte como para cortar estas esposas. ¿Me haría el favor?–

—cómo no, Martín. A ver, venga–.

No hizo falta mucha fuerza para que cortar ambas esposas.

—Gracias Macías. Ahora tenemos que solucionar todo este problema–

—lo primero que haría yo sería asegurarme que su hermano esté bien. Ha perdido una buena cantidad de sangre pero no veo tanta como para pensar que le cortó una arteria. Deme su cinturón, con el mío le voy haciendo un torniquete en cada pierna hasta que podamos llevarlo a un hospital. Con esta lluvia y sin luz dudo mucho que alguna ambulancia se acerque hasta aquí. Y sin luz no hay teléfono como para llamar, así que Martín, le recomiendo que nos apuremos antes que sea peor–

—No hay apuro Macías. No al menos para usted–, dijo Martín. Empuñaba en su mano derecha una pistola de grueso calibre. En ella se había colocado un guante de látex.

—Pero– inició su queja el oficial

—Nada oficial. Gracias– Interrumpió Martín. Y disparó.

El cuerpo de Macías cayó encima de Pablo, bañándolo también a él en sangre y pedazos de cráneo. Pablo gritó de dolor cuando el peso muerto le apretó las heridas de bala. El brazo izquierdo del oficial todavía se sacudía, golpeando el estómago de Pablo en un póstumo intento de cubrirse de algo que ya había pasado. En el brazo derecho sostenía su cinturón, que jamás llegó a hacer el torniquete. La sangre comenzó a salir a chorros por el agujero donde antes estaba la frente del oficial, como tantas otras veces ya habían visto ambos. Pablo tomó el brazo del policía y lo hizo rodar a un lado. Al quedar hacia arriba, el flujo de sangre comenzó a salir con más fuerza. De la cara de Macías solo quedaba la nariz, colgando sobre la boca, y algunos dientes. El ojo que no había desaparecido rodó por esta improvisada pendiente y cayó al suelo, acomodándose entre la pera y el hombro de lo que quedaba del oficial.

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