Rodrigo J. Dias - En el borde

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La oscuridad está siempre presente. Espera pacientemente en cada rincón, en cada calle, en cada palabra y en cada uno de nosotros. Espera, sabiendo que llegará el tiempo en el que pueda manifestarse, abarcándolo todo.
Existen diversas formas de concebir la oscuridad. Lo primero que se piensa es en aquello que carece de luz. Pero oscuridad es también lo que nos lleva a lo incierto, a lo que nos atemoriza, a lo desconocido y lo misterioso; como también nos representa lo atroz, lo inentendible y lo triste.
Estas historias, pequeños recortes de una ficción muy real, llevan en su esencia un poco de cada uno de estos significados. Un encuentro en la ruta, en un pasillo, en un bar. Un sueño, una pesadilla, un viaje y una charla, cuestiones cotidianas que pueden de un momento a otro volverse situaciones límite para sus intérpretes, cuya salida se vuelve incierta y el raciocinio, esquivo.
Los invito a leer estos relatos, a rodearse de oscuridad y dejarse llevar por aquello que, aun a plena luz del día, se esconde en las sombras. Pero advierto: algunas pueden ser muy peligrosas.

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—estos cuchillos valen un montón de guita para un cocinero, y se arruinan muy fácil– dijo Martín. –Por eso es lo primero que guardo–

—Me di cuenta– contestó Julián. –Apenas cayó una gota y ya estaban todos guardados– completó, mientras intentaba ocultar una sonrisa.

—Vamos, sólo falta guardar esto y está listo. Las luces las apago desde el galponcito–, dijo Martín. –muchas gracias por su ayuda y por ofrecerse, a pesar de esta lluvia–

Julián levantó ambos brazos y el agua ya caía a chorros por su ropa. –No hace falta agradecer, si al minuto ya estaba empapado. Era lo menos que podía hacer– dijo. –¿Va a volver en esa bicicleta?–

—Y, muchas otras opciones no tengo. Igual que usted, ya estoy completamente mojado– le respondió.

—si no le molesta, no tengo problemas en alcanzarlo hasta su casa. ¿Es muy lejos de acá?– dijo Julián.

—apenas unos kilómetros, pero no se moleste, ya suficiente con esta ayuda–

—por favor Martín. Digamos que lo hago por la carne!–, le respondió mientras continuaba riendo.

—si usted insiste– respondió el cocinero. –Puedo dejar la bicicleta en el galpón y ahorrarme una buena gripe–

Julián agarró los bolsos y los dejó adentro del pequeño galpón. El olor a humedad y carne que había allí adentro lo puso al borde del vómito. Martín colgó su bicicleta de un gancho que estaba en la pared, más preparado para colgar una media res que una bicicleta pero era efectivo de todas formas. Aguantaba el peso. Julián contemplaba todo el pequeño espacio de esa precaria construcción. Apenas una mesa de trabajo, marcada con una infinidad de cortes y teñida de un rojo claro. Allí sería donde prepara la carne, supuso sin mucho ingenio. A la izquierda, un freezer de tamaño mediano ocupaba toda una esquina de la construcción. Sobre él, varias estanterías exhibían frascos con dulces, conservas y distintas carnes en escabeche.

—¿quiere llevarse alguno?, preguntó Martín

—no, no, solamente estaba mirando. Me llamó la atención la variedad de productos que tiene acá guardados. Mucho más que una parrilla–

—la verdad que sí. Hay que aprovechar las cosas en las que uno se da maña, sino el último día del mes queda muy lejos–, dijo el cocinero. –Tenga, llévese uno– insistió.

—No Martín, por favor. Ya suficiente con la carne. Además tengo que terminar un trabajo esta noche, no puedo manejar con el estómago lleno por la ruta y con esta lluvia–

—Pero también puede comerlo más tarde, no es necesario comprobar la calidad del producto adelante del que lo prepara!– dijo Martín. –Vaya abriendo el auto así ganamos tiempo. ¿Está muy lejos de acá?–

—No, es aquel de allá–, respondió Julián. –Ya lo traigo–

X

Todavía estaba fresco el interior del Megane. Los dos hombres se sentaron, mojando al instante los asientos. La lluvia no tenía la intención de parar, al menos en el corto plazo. Encendió el motor, y luego el limpiaparabrisas. Al prender las luces altas se percataron que el barro había empezado a acumularse delante del automóvil. Cinco minutos más y les sería difícil salir de ese barrial. El viento continuaba soplando con fuerza, al punto tal de hacer parecer que la lluvia cayera horizontalmente. Las gotas se estrellaban contra los vidrios del auto emitiendo pequeños sonidos, como dedos pequeños que golpearan sin cesar las ventanas.

—Ajústese el cinturón que está difícil la cosa. E indíqueme por donde, que acá no conozco mucho–, le dijo Julián.

—tiene que volver hasta donde este camino se une con la ruta. Siga derecho por acá, nos vamos a dar cuenta por el cartel. No estamos muy lejos– respondió Martín.

Avanzaron despacio, a los tumbos por el ahora inestable e irregular camino de tierra. La ruta se había despejado, apenas una sombra de lo que había sido una tortura recorrer durante el día. Las luces del auto subían y bajaban, iluminando alternadamente el barro y los pastizales que se abrían a la derecha de este. A lo lejos se empezaron a dibujar las luces de otro coche, que venía en sentido contrario por la ruta. El único en medio de semejante temporal, y venía demasiado rápido. Los cruzó en menos de quince segundos y desapareció tan veloz como se recortó en el horizonte.

—por lo menos iría a 150 por hora. Una locura con este tiempo– dijo Martín.

—La verdad que sí. Por más apuro que uno pueda tener, hay que ser inteligente. Nosotros iremos saltando sobre los asientos pero al menos tenemos más chances de llegar enteros. Ahí va otro, mire–

Otro auto pasó, más rápido que el anterior. Detrás de éste, un relámpago iluminó todo el cielo, y luego reinó la oscuridad. El débil tendido eléctrico del área se había rendido ante semejante cantidad de agua caída.

—Bueno, si faltaba algo era que se corte la luz–, agregó Martín.

—Menos mal que el auto todavía anda, o que no nos hayamos enterrado en un barrial. Ahí si creo que me duermo acá adentro–, le respondió Julián.

—Vea, allá se ve el cartel. Unos metros más y tenemos asfalto, malo pero asfalto al fin–.

El blanco del cartel, preparado especialmente para brillar con el reflejo de las luces de los automóviles, indicaba el nombre y el acceso del pueblo. Un pequeño camino lateral se abría en la derecha, unos metros antes de la salida a la ruta. Por él se dirigieron los dos hombres, y salieron al camino de acceso al pueblo. Ahí tampoco parecía haber luz. A duras penas se veía el cartel con el nombre del pueblo, iluminado escasamente por las luces del auto.

—si quiere puede dejarme acá, hago el resto del recorrido caminando– dijo Martín.

—ya vinimos hasta acá, no lo voy a dejar en la entrada. Vamos hasta su casa, no es ningún problema. Además, como le dije, tengo que terminar un trabajo así que tiempo hay de sobra. Fíjese a su derecha, en el costado de la puerta, hay un trapo. Se está empezando a empañar un poco esto–, le dijo Julián.

XI

El enorme cocinero se revolvió en el asiento para dejar el espacio suficiente para ver el compartimiento que tenía la puerta en el costado. Había ahí un encendedor, un pequeño desodorante y algunos papeles sueltos. Llamativamente, había un par de esposas plateadas, relucientes entre medio de todo el desorden.

—acá no hay ning..–

Sintió el frío metal que se apoyaba detrás de su oreja y todo su cuerpo se detuvo en un instante. Cortó su respiración y se quedó inmóvil. Supo inmediatamente lo que estaba pasando.

—Antes de continuar nuestro viaje, tome esas esposas y póngaselas. Y no demore más de la cuenta o haga algún gesto indebido porque va a ser lo último que haga. Y yo tampoco tengo intención de tener que terminar el viaje con una ventana menos, con esta lluvia. Al final los hemos encontrado, Martín. ¿O debería decir Daniel? ¿Acaso pensaron que cambiar de pueblo y de nombre cada tanto iba a hacer que desaparecieran? ¿Cuántas personas piensa usted que debe haber con su tamaño y su aspecto en el país? Debo reconocer de todas formas que a mi jefe le costó bastante trabajo seguirlo, y algún dinero encontrarlo. No tanto como lo que le va a costar que le vacíe un cargador en la cabeza. Hago bien mi trabajo, y cobro de acuerdo a ello. Dicho sea de paso, yo sí soy Julián–.

—Daniel, el oso, el perro malo. Casi una leyenda en el mercado negro de los asesinatos. ¿Cuántos fueron en su carrera? ¿Cincuenta? ¿Cien? Lástima que un día decidió que ya no era lo que quería en su vida. Pero no, estimado, no es tan fácil salir de la organización. Mucho menos sabiendo todo lo que usted y su hermano saben–.

El segundo click metálico de las esposas al cerrarse cortó momentáneamente la conversación. Julián se colocó la pistola en el regazo sin dejar de apuntar al cocinero. Éste miraba, cabizbajo, el piso del auto.

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