Marcelo Alvarenga Maciel - Orión

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Ante su difícil situación familiar y económica, el protagonista acepta un diabólico trato para solucionar sus problemas: participar en un juego macabro del que nadie ha salido con vida.
Arturo, junto a una mujer y dos hombres que corren su misma suerte, deberá desplegar todas sus capacidades de estrategia y habilidades de supervivencia en un inmenso parque nacional al sur de Chile; llevado al límite de su resistencia física y mental, en el clímax tendrá que decidir entre mantenerse firme con sus principios y morir, o desafiarlos para salir vivo de aquella pesadilla.

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Lo despertaron unos golpes en la puerta. En el último tramo del sueño empezó a escuchar algo semejante a unas explosiones que venían de no sabía dónde, en medio de una opresiva oscuridad, pero al incorporarse en la cama, desorientado, se dio cuenta que eran unos golpes suaves. Tomó su reloj de la mesita de noche y comprobó la hora: las siete y diez de la tarde.

Abrió la puerta y encontró a uno de los muchachos del hotel; este se disculpó por despertarlo, pero le explicó que el señor Padua lo mandaba a llamar a recepción; luego, dio media vuelta y se fue. Todavía algo mareado de sueño fue al baño a lavarse la cara, se mesó el cabello para acomodárselo y fue a ver qué quería el infeliz ese.

Lo encontró rodeado de gente. Rubén, Jorge, los tres hombres que llegaron con él y unos tres o cuatro más que no conocía. Padua estaba en medio de ellos de pie, alegre como siempre. ¿Era su impresión o se había cambiado de traje?

–El anuncio será breve –dijo el español frotándose las manos–. Los anfitriones ya están aquí, y esta noche tendremos una cena en la que podréis conocerlos y ellos os conocerán a vosotros. Así que os pido que regreséis a las habitaciones y os arregléis para la ocasión.

Qué lindo, tengo que arreglarme para mi asesino .

–Encontraréis un bonito traje para cada uno, y nos reuniremos de nuevo aquí a las ocho en punto. El resto de vuestros compañeros ya están avisados –dijo, y los despidió de nuevo.

Volvieron sobre sus pasos y Arturo se preguntó si era necesario hacerlos ir hasta allí para ese tonto anuncio, pero comprendió que no era sino otra forma sutil de mostrar el poder que tenían sobre ellos. Encontró un elegante traje extendido sobre la cama, con camisa, corbata, zapatos y calcetines incluidos, y entendió también que el dramatismo era parte esencial del trabajo de Padua.

Se volvió a duchar, pero esta vez con agua fría para despertar por completo y estar alerta. Se afeitó la incipiente barba cortada hacía solo un par de días, luego se vistió y se miró al espejo por largo rato. El traje parecía hecho a medida. Aún conservaba el porte y la elegancia de su juventud, y fuera de las arrugas y las incipientes canas, pensó que no había diferencia con la fotografía del día de su boda. En contra de la tradición, había decidido casarse de traje y corbata, y no con el uniforme militar.

A las ocho en punto se plantó de nuevo en medio del lobby . Los demás hombres lucían igual de bien que él. Se le ocurrió que parecían un grupo de colegas que estaban a punto de salir a cenar a un restaurante caro para celebrar el ascenso de alguno de ellos en la compañía, idea absurda vendida en alguna mala película yanqui. Pero luego cambió de parecer y pensó que solo les faltaban los anteojos de sol para ser los personajes de Reservoir Dogs .

Padua apareció con un traje distinto que resaltaba en medio de la monotonía cromática de los demás; bien peinado y perfumado, sin duda, la ocasión era especial para él. Aquella sería la forma en que presentaría a sus clientes las presas que había conseguido para ellos, como si se trataran de trofeos o piezas de exhibición.

Afuera ya estaba oscuro, pero dentro del hotel las luces cálidas y la calefacción impedían recordar que estaban en aquel rincón frío y húmedo del sur. Padua los condujo hasta la parte alta del hotel, donde se encontraba el salón de eventos. A medida que subían las escaleras y se acercaban a las puertas cerradas, fueron percibiendo una música tenue y agradable, y el suave rumor de gente hablando.

–¿Cuántos somos en total? –preguntó Jorge, mientras iban subiendo. El hombre que los guiaba estaba de buen humor y no dio ningún rodeo.

–Vosotros y vuestros compañeros sois en total treinta. Y los anfitriones, seis.

Jorge, Rubén y Arturo intercambiaron miradas, se preguntaban lo mismo. ¿Cinco víctimas por anfitrión? ¿Cuál sería el mecanismo?

Se detuvieron frente a las macizas puertas de madera labrada y con un gesto casi dramático, Padua abrió y entraron.

9

Aquello no parecía el preludio de una carnicería, sino una fiesta elegante, civilizada, hasta fastuosa. O, al menos, era lo que sugería la impresión inicial. La música, el gran banquete servido a lo largo del salón en una extensa mesa de blancos manteles y sillas forradas, y las risas de los asistentes acentuaban dicha imagen. Los empleados del hotel, vestidos de un blanco inmaculado, revoloteaban alrededor de la mesa con bandejas en alto, brillante cubertería y vajilla que a los ojos de cualquier profano pasaban perfectamente por fina porcelana. Ultimaban detalles, al tiempo que trataban de pasar desapercibidos entre los asistentes.

Arturo quedó intrigado por la cantidad de personas que vio. Hizo un cálculo rápido y contó más de cincuenta, entre anfitriones, las futuras presas y un montón de otra gente que no tenía idea de quiénes podrían ser. Tenía la sensación de que varios de ellos serían también empleados de ORIÓN, porque era poco probable que Padua fuera el único representante de la organización. Más tarde comprobaría que estaba en lo correcto y que los demás eran simples invitados y acompañantes de los anfitriones.

Con un atento análisis del entorno, empezó a identificar a los anfitriones y a los “compañeros”, por asignarles algún nombre. Los primeros reían y conversaban animados, con bebidas en las manos y rodeados de bellas mujeres con sugerentes y ajustados vestidos de noche, el cliché máximo de ese tipo de eventos. Completamente opuestos a los segundos, que lucían rostros ceñudos, serios y preocupados. El miedo gritaba por encima de la música de la fiesta.

Padua, exultante, saludó a todo el mundo, no sin antes indicarles a Arturo y a los demás que disfrutaran de la velada; en unos minutos más la cena estaría lista.

Jorge se acercó a Arturo y comentó:

–Quieren cebarnos, ¿eh?

Arturo asintió. Le estaba empezando a caer bien Jorge.

–Lo que quieren es ablandarnos y que nos confiemos–confirmó él.

Jorge comprendió.

–Como a los chivos –respondió, meneando la cabeza y dando un giro conceptual, con el pensamiento práctico y certero típico de la persona de a pie. Arturo entendió a lo que se refería. El conocimiento popular decía que no había que asustar a un chivo antes de sacrificarlo, porque el miedo hacía que su carne se volviera amarga y se echaba a perder el animal entero.

Eso es lo que somos, chivos en un matadero que tratan de amansar.

No lejos de ahí, Padua intercambiaba instrucciones con un colega de ORIÓN.

–Cinco minutos más y anuncias la cena.

Le dio una palmadita en el brazo y se alejó en dirección de algunos de los anfitriones. Estos lo saludaron con efusividad, contentos con lo que estaban viendo.

Los anfitriones de aquella edición lo conformaban un chino excéntrico, dos japoneses multimillonarios –nuevos ricos, emprendedores tecnológicos–, un inglés de rancio abolengo y un petrolero saudí rodeado de tres muchachas que no entendían nada de lo que les decía, pero que le celebraban las gracias de igual modo.

El inglés y los japoneses eran clientes habituales de las cacerías de ORIÓN, en tanto que el chino y el árabe estaban entre nerviosos y fascinados por ser su primera vez. ¿Qué decir de la elocuencia aduladora de Padua? Cada palabra que les dirigía era gasolina rociada sobre las llamas de una fogata. Los anfitriones nuevos no cabían en sí de emoción y excitación.

Al sexto anfitrión, sin embargo, lo encontró solo después de alejarse de los otros y buscarlo a conciencia… y luego de tomar bocanadas de aire para serenarse antes de tratar con él. Era un hombre problemático, y no le gustaba ese tipo de gente. Lo conocía bien, estaba seguro de encontrarlo en el rincón más alejado del salón, y así fue. Apartado del bullicio estaba en una esquina, tecleando en su celular con cara de aburrido. Balanceaba una copa del más fino vino chileno en la otra mano, aunque no había probado ni siquiera un sorbo. Se trataba de un veterano de guerra francés. La calva y el parche de cuero en el ojo izquierdo le daban un aire siniestro, aunque por sí sola la mueca de asco que exhibía hubiera bastado para alejar a cualquiera.

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