Lola Ancira - Tristes sombras

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En este libro los cuentos dan voz a aquellos que han sido marginalizados y condenados a vivir entre las sombras de la locura, la nostalgia, la perdida y la desesperanza. Los personajes, vencidos por la vida misma, se refugian en el recuerdo de lo que tuvieron, en el abandono, las promesas caducas y el desaliento. El psiquiátrico «La Castañeda» y «El Palacio de Lecumberri» son los espacios que albergan el ultimo destino de cada protagonista cuyo final es la inevitable metamorfosis a sombras. "Las historias de " Tristes sombras
" no exploran lo fantástico sobrenatural, y sin embargo, hay en sus escenarios y personajes una atmósfera siniestra cargada de otras formas del terror humano que avanzan por un laberinto mental, físico y emocional, recorriendo caminos llenos de recuerdos, angustia y dolor. En las celdas o en los patios, estos seres se convierten, precisamente, en la proyección oscura del cuerpo que dejaron en el mundo al que pertenecían, y sin embargo, acaso sea esa oscuridad la que les otorga un nuevo brillo y una vitalidad que destella gracias a la alienación como único modo de sobrevivencia". Iliana Vargas

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—Doña Matilde era mi madre, y murió hace más de diez años. ¿Qué querías con ella? Si vienes a cobrar algo, olvídalo, desde su muerte quedaron exentos los pagarés a su nombre —hizo énfasis en la primera palabra y lo vio de pies a cabeza.

Felipe, sorprendido por la respuesta, dio un paso hacia atrás y tardó un poco en responder.

—Disculpe la molestia, señor…

—Ve con Dios. —El hombre cerró con fuerza innecesaria y desde la ventana contigua se dispuso a ver que Felipe se marchara.

Felipe miró al hombre escondido entre un grueso cortinaje y se despidió con un movimiento de cabeza. El rostro desapareció al momento y él se sintió desolado al pensar que debía ser exhaustivo enviar misivas constantemente sin obtener respuestas. Recordó cuando se rascaba pústulas inexistentes y pensó que cada quien tenía sus necedades.

Al llegar a La Castañeda, decidió pasar a la cocina para tomar algunos pliegos del papel en el que venía envuelta la carne de res. Ya en su habitación, lo extendió por el reverso sobre la cama y sacó la arrugada carta para leerla de nuevo. No sabía ni cómo comenzar. Jamás había escrito una. Tras plasmar su nombre con letras infantiles, empezó a trazar líneas y círculos entre manchas de grasa. A pesar de confundir la letra «d» con la «b», no diferenciar el uso de la «s», la «c» o la «z» y no saber dónde colocar los acentos, continuó amontonando palabras hasta crear algo que tuviera un poco de sentido. Una hora después, logró un saludo alegre y tres mentiras para Fernando.

Fernando querido:

me da gusto poder ver tu cara de nuevo. Siempre quice tener otra ves esta foto con migo. Escrideme cuando quieras, por fin tengo tiempo para responderte. El cartero que vino hoy me dijo que se equivoco con mi direccion pero que ya no pasara mas.

siempre tuya,

Matilde

Leyó la carta cinco veces antes de llevársela a Fernando. Pasaban de las diez de la noche, una hora segura para salir sin toparse con algún asilado. Felipe se dirigió al lado contrario, al frente del terreno en donde estaban las secciones de los pacientes privilegiados. Subió las escaleras principales y entró. Alerta, caminó algunos metros sobre el pasillo y en la quinta puerta del lado derecho se agachó. Sabía que Fernando dormía porque no tenía la luz encendida, así que, con mano temblorosa, deslizó el papel. Se retiró con sigilo y, una vez fuera, se echó a correr. Una sensación de euforia recorrió su cuerpo y lo acompañó hasta quedarse dormido imaginando la reacción del anciano.

Los sábados eran días de terapia electroconvulsiva para Fernando, al igual que los martes y los jueves. Le asignaban dos tratamientos por sesión. El primero era antes del desayuno. Ese sábado, el anciano no podía dejar de sonreír por las palabras que su Matilde le había dirigido en aquel pedazo de papel que llevaba a todos lados para mostrárselo a quien lo saludara o le dirigiera la palabra. Al fin había recibido una respuesta. Miraba al cielo porque sabía que su padre, quien le había dejado claro que la constancia era fundamental en una relación, estaría orgulloso. Las enfermeras le aseguraron que Matilde lo amaba, le colocaron los electrodos y durante dos minutos recibió una descarga eléctrica que le deformó el gesto. Al terminar, aunque tenía la sensación de seguir sonriendo entre hilos gruesos de baba, ya no recordaba por qué. Recibió su ración de psicofármacos tras ser depositado en la sala comunal. A la hora de la comida metió la mano derecha al bolsillo de su bata y descubrió un trozo de papel arrugado. Lo estiró y notó con gran sorpresa, como la primera vez esa mañana, que eran palabras escritas por su eterna adoración.

El siguiente viernes, Felipe abrió una carta de Bibiana, una señora minúscula y apesadumbrada que hablaba a gritos. No le bastó con entrometerse en la intimidad del viejo, necesitaba conocer otras vidas, inmiscuirse en sentimientos y relaciones que sólo conocería gracias al papel. Esta ansia le generaba una comezón diferente en el cuerpo, la sentía atrás de los ojos y en las palmas de las manos.

Ernesto:

Es la última vez que te escribo. Ya no te pido, te exijo que me des el dinero que me corresponde de la herencia. No tienes ni idea de cómo es vivir aquí, y tampoco la tiene nuestro hermano, porque no me han visitado ni una sola vez. Espero recibir la cantidad exacta, no creas que he olvidado la cifra: $100 000. Ya sabes a dónde mandarlo.

Bibiana S.

Dos semanas después, volvió a encontrar una carta para Ernesto. El mensaje era exactamente el mismo de la vez anterior, y sospechó que, de haber leído cada una de las cartas que había enviado Bibiana hasta entonces, éstas serían idénticas. Devolvió la hoja al sobre con media sonrisa, meneando la cabeza.

Cuando le tocó recibir la siguiente carta de Fernando, venía atada a una caja que ocultó con dificultad entre sus ropas hasta llevarla a un sitio seguro.

Matilde querida:

Sé que te cuesta un poco escribirme, por eso te envío no una ni dos, sino esta caja de zapatos repleta de hojas con letras que puedes utilizar como te plazca. Escribí el abecedario completo más de trescientas veces, espero que sea suficiente. Podrás encontrar también acentos y signos de puntuación, aunque sé que no eres muy adepta a ellos. Lo único que te pido es que no me vuelvas a dejar en medio del silencio.

Tu F.

La respuesta de Felipe llegó ocho días después:

Fernando querido:

¡grácías por todos lós acentos! hoy te ví por la tarde cómer unas mándarinas en las escaléras del edificio príncipal. No sábes las gánas que túve de sentarme a tu lábo péro no quíce interrumpirte. También te he observádo al dormír. Díme que verdúras preferírías en los almuerzos dé los juevez para hablár con las personás indícadas.

Tú Matilde

Esta vez la reacción de Fernando fue muy distinta. Se volvió huraño y retraído. Miraba a cada interno tratando de atrapar infraganti a algún observador. Ésa no podía ser Matilde, la polio la había postrado en una silla de ruedas poco después de que la conoció y ella odiaba asomarse siquiera por la ventana. Fernando no dejaba de buscarla en cada rostro para saber desde cuál lo observaba. Incluso a veces tocaba las caras y las estiraba, buscando entre los pliegues los contornos de alguna máscara para poder descubrir la faz anhelada. Cuando se topó con uno del pabellón de esquizofrénicos le resultó imposible librarse de golpes bien dados en el abdomen y la nariz; volvió a su eterna reclusión y a observar desde la distancia, como ella le había enseñado, esperando que los cardenales cambiaran de color hasta desaparecer.

De la misma manera en que Fernando había comenzado el rumor de la correspondencia con su amada, comenzó otro anunciando el embuste. Poco después, a la hora del descanso en la sala de estar, calumnió a los presentes asegurando que alguno se burlaba de él haciéndose pasar por su querida. Maldijo a todos y a sus futuras y dudosas generaciones.

Al terminar, Fernando escuchó detrás de él una voz grave: «La venganza no abandonará la casa de quien con juramentos a otros ultraja». Reconoció de inmediato al médico Velasco, para quien «el accidente de la locura», como le gustaba llamarlo, no era más que eso: percances momentáneos que afectaban a la razón en ciertas circunstancias, como la que acababa de experimentar el colérico anciano.

—Fernando, ¿qué sucede? ¿Se te olvida que si te portas mal te encierran por días?

—Padre, ¿cómo está? Qué gusto verlo.

—«O cuerdo o loco, a aquel hombre le tomaba a tiempos la locura». Ven, Fernando, vamos un rato al patio.

—Claro, padre, ¿tiene un cigarro?

Leobarda, una joven mujer que trabajaba en el área administrativa de La Castañeda, era una de las contadas personas por las que Felipe sentía aprecio. Solían conversar de sus labores y de los pacientes, y era la segunda persona, además de Velasco, que sabía de su incursión epistolar. Una tarde en que Felipe recogió la correspondencia, no pudo resistir preguntarle a Leobarda sobre el niño de doce años que había ingresado durante la madrugada.

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