Lola Ancira - Tristes sombras

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En este libro los cuentos dan voz a aquellos que han sido marginalizados y condenados a vivir entre las sombras de la locura, la nostalgia, la perdida y la desesperanza. Los personajes, vencidos por la vida misma, se refugian en el recuerdo de lo que tuvieron, en el abandono, las promesas caducas y el desaliento. El psiquiátrico «La Castañeda» y «El Palacio de Lecumberri» son los espacios que albergan el ultimo destino de cada protagonista cuyo final es la inevitable metamorfosis a sombras. "Las historias de " Tristes sombras
" no exploran lo fantástico sobrenatural, y sin embargo, hay en sus escenarios y personajes una atmósfera siniestra cargada de otras formas del terror humano que avanzan por un laberinto mental, físico y emocional, recorriendo caminos llenos de recuerdos, angustia y dolor. En las celdas o en los patios, estos seres se convierten, precisamente, en la proyección oscura del cuerpo que dejaron en el mundo al que pertenecían, y sin embargo, acaso sea esa oscuridad la que les otorga un nuevo brillo y una vitalidad que destella gracias a la alienación como único modo de sobrevivencia". Iliana Vargas

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El doctor de cabecera determinó que el bebé sufrió muerte de cuna, tan súbita como desconcertante para la medicina y los primerizos padres. Explicó que la criatura había conservado el calor corporal gracias a las múltiples frazadas que lo cubrían, mismas que habían sido la causa de la muerte al impedir que llegara el oxígeno suficiente hasta las diminutas vías respiratorias.

Antes de que la abuela comenzara a organizar el velorio del bebé, aún sin bautizar, y de que los padres y hermanos de Bernardo llegaran de Veracruz, Narcisa les recomendó viajar a Guanajuato para visitar a Romualdo García, un reconocido fotógrafo que retrataba «muertitos». Bernardo miró a Josefina, aferrada al pequeño difunto, y aceptó.

Esa misma tarde viajaron en un White descapotable de vapor. Recorrieron la carretera México-Querétaro-San Luis Potosí, tomaron la desviación hacia Guanajuato y, más de seis horas después, llegaron con el cadáver del crío hasta la puerta de la calle Cantarranas número 84.

El retratista, especializado en la fotografía de gabinete post mortem, no dejó de darles el pésame. Le pidió a Josefina que vistiera al bebé con algunas prendas que le proporcionó y se dispuso a tomar la fotografía. Les comentó que recibirían la tarjeta en la siguiente mensajería que partiera a la ciudad. El chofer recomendó buscar un sitio para pasar la noche, pero ambos se negaron. Sin tomar en cuenta el cansancio o la oscuridad y su pesadumbre, regresaron de nuevo a la carretera.

Los días que siguieron al velorio, al entierro y al novenario dedicados al Tardan más joven transcurrieron con la misma lentitud y tristeza que inundarían a Josefina el resto de su vida. Cargaba ya con demasiadas pérdidas y sentía que su alma se desmoronaba. Decidió volver al cuarto que compartió con su madre, y lo único a lo que se aferraba era a aquella fotografía sepia que mostraba a un joven serio y una mujer llorosa cargando en brazos a un Santo Niño de Atocha con los párpados cerrados.

Bernardo se esforzaba por reanimar a Josefina y, a pesar de la angustia que le oprimía la garganta al recordar a su bebé, le propuso tener otro hijo; pero la neblina no dejaba sitio en ella para ningún otro sentimiento o esperanza. Lo único que había considerado suyo le fue arrebatado repentinamente. No sabía qué terribles faltas estaba pagando, quizá su madre le había heredado su penitencia, así como su padre heredó la locura del abuelo. Josefina exhalaba una niebla casi imperceptible que contagiaba a quien estuviera a su lado.

Ella se abandonó en un mutismo que sustituyó a la desesperación y se refugió de nuevo en la cocina. El café molido durante las madrugadas frescas la entumecía hasta que el calor de la estufa de leña junto con el vapor del arroz cociéndose y los caldos espesos y rojos con granos y carne le abrían un poco el apetito. Comía una vez al día y dejó de asearse; se convirtió en una aparición que se lamentaba y estremecía envuelta en una frazada amarilla. Aunque Bernardo continuaba con sus labores, tenía presente la sombra de su esposa que, detenida en el tiempo, experimentaba la vida desde afuera de ese cuerpo abandonado. Ambos se empeñaban por lograr su afán: uno, recobrar una relación apenas existente; la otra, desaparecer a fuerza de silencio.

La abuela, pese a la senilidad, aún conservaba la perspicacia. Le ordenó a Bernardo que se deshiciera del espectro de Josefina. Le habló del hospital en la calle Canoa donde iban a parar las mujeres que sólo estorbaban y le pidió que no demorara mucho en realizar la tarea. El muchacho, que aún extrañaba la calidez de ese otro cuerpo al dormir, aceptó la encomienda con pesar; la tragedia compartida lo había unido más a la quebradiza Josefina y aceptó su responsabilidad: pensó que, de haber cumplido con su deber como esposo, hubieran tenido más hijos y el dolor no la cegaría.

El White los transportó hasta el siguiente hogar de Josefina, quien aspiraba hipnotizada y con fuerza la frazada raída. Una vez en Canoa, antes de que Bernardo diera aviso de que estaban ahí, se pararon frente a la puerta de madera tallada que exhibía dos rostros feroces. Sobre aquel frío recinto de piedra rojiza había una antigua placa de cerámica que rezaba: «Real Hospital del Divino Salvador, Para Mugeres, Dementes». Josefina notó el cuidado con el que Bernardo tomó su mano gélida para ayudarla a entrar, como si temiera hacerle daño o que ella se resistiera, aunque su temor más grande era estar cometiendo un error. Él mismo la describió al médico en turno como «una flor que se marchita con pasmosa rapidez». Aturdido, Bernardo llenó un formulario escueto donde respondió, en un espacio muy breve, los síntomas principales de Josefina: desgana, debilidad, una gran tristeza, palidez extrema, insomnio y falta de apetito. El médico indicó «neurastenia», la enfermedad del siglo que aquejaba principalmente a mujeres jóvenes.

En la oficina del director del hospital, Bernardo no necesitó explicaciones. Arguyó la pérdida repentina de su primer hijo y el estado actual de catatonia de Josefina. Firmó un pagaré por una cantidad de dinero que cubriría la estancia de la mujer por un mes para que no le asignaran una celda en el área común. Nervioso, también firmó en nombre de Josefina una responsiva en la que les otorgaba el poder legal para realizar los procedimientos necesarios durante su estadía.

Bernardo le pidió a una de las enfermeras, entregándole algunas monedas, que colocara la fotografía que llevaba en un sobre en la habitación de Josefina, y partió con amargura. La compadecía, mas no tenía el atrevimiento para contrariar la voluntad de su abuela, y comenzó a pensar en alguna forma de ayudarla a sobrellevar su estancia además de visitarla con regularidad.

Ya instalada en su rudimentaria habitación, Josefina no hacía más que preguntar por su bebé, «el conejito rubio», cuando alguien se dirigía a ella. No soltaba la pequeña frazada, y cada que intentaban quitársela la invadía el pánico.

La opulencia que conoció de niña se redujo a unos zapatos y un vestido sencillo de encaje con el que la internó su esposo, mismo que las enfermeras le cambiaron por un camisón blanco y un calzón que la igualaba al resto de las internas: mujeres atentas, expectantes, que si no contaban su historia a la menor provocación y pedían ayuda, sollozaban continuamente llevándose las manos al rostro o amenazaban con herir a alguien más o a sí mismas si no eran liberadas.

Recordaba constantemente a su niño y su olor. En la pared junto a la cama, sujetado con un clavo, contemplaba a diario el retrato tan necesario como dañino. De tanto tocar la carita del infante, ésta era ya una mancha informe.

Las enfermeras solían escuchar a Josefina decir por las mañanas: «Todavía lo puedo oler, quizá mi conejito rubio está en alguna parte de la cama durmiendo, calladito», mientras tanteaba su cama antes de salir de la habitación para dirigirse a la misa previa al desayuno. Gracias a su carácter dócil se libró de tratamientos severos como baños de agua fría, el confinamiento en celdas oscuras y lúgubres o la negación de alimentos, mas no de que las sombras, la soledad y los rumores terminaran por asediarla. Lo único que permanecía a salvo era la memoria y el dolor.

Bernardo hacía lo posible por visitarla con regularidad y aportar la cantidad necesaria para que permaneciera en una habitación individual, gesto que su abuela desaprobaba con irritación. Cada que se despedían, Josefina le pedía invariablemente que la próxima vez no olvidara llevarle su «conejito rubio».

Meses después, en 1910, durante las celebraciones por el centenario de la independencia del país, por órdenes de Porfirio Díaz los encargados del Hospital del Divino Salvador trasladaron a las internas al recién inaugurado Manicomio General La Castañeda, un amplio sitio de edificios afrancesados. En las festividades, el propio Díaz ostentó varios Tardan personalizados de copa alta a juego con sus trajes parisinos de saco largo, chaleco y corbata de seda.

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