—Leobarda, ¿ya sabes del último que llegó?
—No mucho, Felipe, ¿y a ése qué le pasa?
—Otro epiléptico, le dieron dos ataques entre que lo dejaron sus papás y lo llevaron a revisión.
—Está grave, entonces. Yo no sé dónde lo van a meter, si ahí donde los epilépticos ya no cabe ni un alma.
—Ay, mija, si vamos a caber en el infierno, ¿cómo no vamos a caber aquí? No hay de otra.
—Sí, amontonados entre cucarachas y ratas. Esto cada vez se pone peor. Algo va a pasar, ya verás. Hasta el cementerio está a tope, las últimas epidemias dejaron montones de cadáveres.
—¿Y qué se le puede hacer?
—Pues también está Lecumberri, aunque allá se hacen bien mensos y se la pasan mandándonos delincuentes, como ese Gregorio Cárdenas que trabaja en la tienda con Cristino. Un asesino de mujeres no tendría por qué estar aquí ni en ningún sitio. Si estar rodeada de locos es desgastante, ni hablar de los criminales. Y, para terminarla de fregar, hace poquito llegaron los de La Rumorosa, el grupo ese de Baja California.
—Tú al menos vives afuera. A mí me hicieron aquí, ésta es mi casa. Si salgo, nomás me esperan la calle y el hambre.
—Afuera tampoco es tan diferente, estamos igual de amolados. A veces pienso que acá la cosa no está tan mal, si vieras lo que pasa en la ciudad… En fin, seguro vendrán dentro de poco a pedir que le frían el cerebro a ese niño.
En ese momento ambos escucharon una frase solitaria avanzar por los pasillos: «No hay loco de quien algo no pueda aprender el cuerdo».
—Ya llegó el médico. Oye, Leobarda, ¿tú crees que eso de los choques funciona?
—Pues al menos los ayuda a ser obedientes un tiempo. A veces se ponen peor, nunca se sabe. Lo que sí, es que ninguno se ha curado.
Felipe recordó el cuerpo convulso de Fernando cuando presenció una de sus terapias y los minutos que al hombre le costó volver en sí y reconocer el lugar y a las personas a su alrededor. Imaginó que, de someterlo sin algodón en la boca, sus dientes se hubieran roto debido a la presión de la mandíbula y que, de aumentar la energía, se le achicharraría la testa y el humo tendría el regusto de la carne y los huesos achicharrados en el rastro.
Velasco irrumpió con una sonora frase al pasar frente a ellos:
—¡Muchachos! «La locura, a veces, no es otra cosa que la razón presentada bajo diferente forma». Felipe, ¿no es un poco tarde para que vayas a dejar la correspondencia?
Asustado, el joven tomó torpemente el maletín de la correspondencia, se excusó y salió. Sabía que eran pocos los que, como Velasco, comprendían tan bien la locura, esa vetusta afección por la que sus vidas habían coincidido.
Ya en el tranvía, no pudo sacarse de la mente al niño. Imaginó que temblar sin control sería como recibir «choques», y no supo qué consecuencias tendría en él mirar uno de esos ataques. Tendría que averiguarlo. Haría lo posible por acercársele, por hacerlo pertenecer a ese palacio alienado tan suyo. No cualquiera se vuelve loco, esas cosas hay que merecerlas, se dijo.
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