Lola Ancira - Tristes sombras

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En este libro los cuentos dan voz a aquellos que han sido marginalizados y condenados a vivir entre las sombras de la locura, la nostalgia, la perdida y la desesperanza. Los personajes, vencidos por la vida misma, se refugian en el recuerdo de lo que tuvieron, en el abandono, las promesas caducas y el desaliento. El psiquiátrico «La Castañeda» y «El Palacio de Lecumberri» son los espacios que albergan el ultimo destino de cada protagonista cuyo final es la inevitable metamorfosis a sombras. "Las historias de " Tristes sombras
" no exploran lo fantástico sobrenatural, y sin embargo, hay en sus escenarios y personajes una atmósfera siniestra cargada de otras formas del terror humano que avanzan por un laberinto mental, físico y emocional, recorriendo caminos llenos de recuerdos, angustia y dolor. En las celdas o en los patios, estos seres se convierten, precisamente, en la proyección oscura del cuerpo que dejaron en el mundo al que pertenecían, y sin embargo, acaso sea esa oscuridad la que les otorga un nuevo brillo y una vitalidad que destella gracias a la alienación como único modo de sobrevivencia". Iliana Vargas

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El psiquiátrico más grande del país fue construido bajo la supervisión del hijo de Díaz en la zona de Mixcoac, y funcionaba como hospital y asilo. Allí, Josefina se convirtió en «una asilada desde el manicomio de la calle de la Canoa» de la que «nada hay referente a su enfermedad ni al interrogatorio» dentro del Pabellón de Tranquilas B. Lo único que ingresó con ella fue una fotografía desvanecida. Entre poco menos de un millar de hombres procedentes del Hospital de San Hipólito y mujeres del Divino Salvador, su figura triste se volvió cada vez más opaca hasta armonizar con la pesadumbre del sitio.

*

«Vuelva a disfrutar la esencia de aquellos a los que amó y ya no están, bajo garantía de la mayor pureza. Eugenio Frey, químico industrial. Farmacopea Germánica. Calle de Ortega número 27. Junto al Express Nacional».

Antes de las once de la mañana, tras haber almorzado con su abuela, Bernardo se dirigió al establecimiento de Frey con una prenda diminuta que extrajo del baúl de los enseres de Josefina.

Aunque no estaba muy retirado de su hogar, prefirió tomar el nuevo tren eléctrico que partía del Zócalo para evitar ser reconocido en la calle e importunado con preguntas necias. Bernardo había escuchado de las maravillas que ofrecían en aquel sitio: en las calles eran constantes los halagos al innovador profesionista, aunque últimamente el rechazo por parte de la religión hacia sus creaciones también era notable. Al ver el anuncio de la droguería en el periódico amarillento México Nuevo esa mañana, no quiso esperar más. La culpa llevaba tiempo fermentando en su pecho.

Frente a uno de los escaparates de la perfumería que, para su suerte, a esa hora estaba casi desierta, dudó en entrar. Finalmente empujó la puerta y el sonido estrepitoso de la campana delató su acción: un hombre alto, delgado, de cabello y bigote castaños bien peinados lo miró con sorpresa.

Después de las presentaciones y una breve conversación, el químico recibió un pedido que, hasta entonces, ningún cliente había solicitado. Suspiró al tomar la prenda con unas pinzas de metal y colocarla sobre una charola. Apenas negó con la cabeza y apretó los labios antes de soltar:

—¿Sabe, caballero? En el caso de infantes se complica un poco la situación porque su esencia corporal es mucho más ligera que la de los adultos. Incluso a veces es indistinguible. Pero no se preocupe, encontraré la mejor solución para trabajar con su prenda. Vuelva dentro de quince días y tendrá su pedido listo.

El químico era conocido por no rechazar encargo alguno. No era altruismo: la competencia desleal iba en aumento y los devotos no confiaban en él.

Bernardo agradeció y aceptó regresar en la fecha indicada. Al salir, se sintió satisfecho y feliz como pocas veces. Acababa de rechazar otro matrimonio arreglado por su abuela y había comenzado a llevarle alimentos, ropa y flores a Josefina, quien ya recibía un trato especial gracias a la fuerte aportación que él hizo al ver el estado en el que se encontraba en el nuevo sitio, donde conseguir una habitación personal resultaba casi imposible. Bernardo supo que había ganado la redención cuando le dio a Josefina una pequeña frazada de piel de conejo amarillo claro: notó cómo ella dejaba de temblar al aspirar lentamente la esencia de las gotas que él le había colocado antes de ingresar al manicomio, y envidió su entrega para encontrar la paz en el recuerdo.

VIDAS AJENAS

Al suroeste de la ciudad se encontraba la hacienda pulquera más prolífica del pueblo de Mixcoac, con campos inmensos para cultivar maguey. Ignacio Torres Adalid, el Rey del Pulque, permitía que cualquiera paseara por sus jardines a cambio de veinticinco centavos hasta que aceptó venderle el terreno a Porfirio Díaz, quien tenía en mente crear un formidable sitio para atender enfermos mentales. Díaz pretendía construir una réplica del Charenton, el hospital psiquiátrico más grande de Europa, ubicado en París.

La tradición de visitar los jardines de La Castañeda no cejó a pesar de haberse convertido en un psiquiátrico; los domingos eran los favoritos para los días de campo. Así fue como Imelda, una joven costurera de Xochimilco, conoció el lugar. Los edificios que imitaban la arquitectura francesa la hipnotizaban. Poco valió que su madre intentara disuadirla de pedir empleo en el sitio asegurándole que la locura era una enfermedad muy contagiosa.

Al igual que el resto de los trabajadores del manicomio, se mudó junto con su pareja e hijos a los terrenos posteriores: la vivienda, los alimentos y los servicios básicos eran su paga. En 1922 celebraron el cumpleaños de Felipe, quien nació en el manicomio, con el primer grito de independencia emitido por radio: la XEB transmitió la imperiosa voz de Álvaro Obregón la noche del 15 de septiembre.

Allí, su último vástago aprendió a leer y contar acompañando a los pacientes del manicomio cuando llegaban los maestros ambulantes egresados de la Escuela Normal. Conforme fue creciendo, se les asignaron tareas específicas: las tres mujeres se quedaban con la madre para aprender a cocinar y remendar y los dos hombres salían con el padre a labrar los campos de cultivo, a trabajar en los talleres de oficios o en los establos, donde recibían a los internos que debían realizar labores terapéuticas.

Las conversaciones de los empleados durante los recesos y en el comedor solían tratar sobre los internos y las carencias en el psiquiátrico: mientras la mayor parte de los hombres eran diagnosticados como alcohólicos, las mujeres recibían tratamientos para epilépticos; ninguno pasaba más de tres o cuatro meses dentro, aunque reingresaban constantemente. Las raciones de los alimentos iban disminuyendo y las medicinas eran insuficientes.

La fastuosidad arquitectónica era eso, mera fachada. Por dentro, la insalubridad y el hacinamiento acumulados durante más de dos décadas minaron el ánimo de Imelda y los suyos, quienes huyeron al ver la oportunidad, a excepción de Felipe. Los edificios ruinosos y la escueta vegetación eran su hogar. Lo que para otros representaba incomodidad, él lo percibía con calidez; se había criado entre la miseria y ésta no actuaba como un repelente, sino como un encanto. Gritos y vicisitudes fueron parte de su formación entre miles de desconocidos por quienes sentía una curiosidad a la que pronto se volvió afecto. Quería entenderlos, ayudarlos.

Los edificios se convirtieron en mazmorras. Las paredes y el suelo de las cuatro salas de los múltiples pabellones conservaban poco de su color original. Albergaban camas desvencijadas de latón cubiertas apenas con mantas raídas. La desnutrición, enfermedades parasitarias, epidemias de lepra y sífilis, el pian y la pesadumbre se filtraban en cada cuerpo.

Debido a la escasez de medicamentos, el director Acevedo, médico que rara vez acudía a las instalaciones, aprobó que se utilizaran métodos más agresivos como electrochoques y comas insulínicos, mismos que fueron puestos en duda por el psiquiatra Manuel Velasco. La Castañeda se volvió una constante de ensayo y error para contener a los pacientes con cuadros psicóticos agudos o a los agitados. La casi inexistente atención y los descuidados jardines y construcciones eran señas claras de negligencia.

Una tarde, el Packard estacionado cerca de la entrada del edificio principal le advirtió a Velasco de la presencia del director, así que se preparó para saludarlo con un exagerado entusiasmo.

—¡Estimado Acevedo, buena tarde!, qué sorpresa verlo —soltó a voz en cuello al atravesar la puerta.

El director, que estaba en la recepción leyendo algunos diagnósticos de pacientes recién ingresados, lo interpeló:

—Mi vida es esta institución, aunque no lo crea. Que no ronde a diario por aquí no significa que no cumpla con mi responsabilidad. —El hombre maduro, de traje reluciente y rostro severo, llevaba una boina, lentes oscuros, moño y chaleco.

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