Jorge Ayala Blanco - El cine actual, confines temáticos

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Una de las líneas más prolíficas del investigador y periodista Jorge Ayala Blanco es la minuciosa taxonomía del cine contemporáneo. Su propósito, señala su autor, es dilucidar sobre «el cine que nos tocó vivir y sus rebasamientos. El cine actual y sus confines temáticos. Tratar de indagar hasta dónde pueden llegar los temas que aborda el cine de hoy, a través de la emoción sólo después reflexiva, mediante el examen y el estudio sensible, cuidadoso y, ¿por qué no?, amoroso, de 350 de los especímenes más brillantes y apasionados de su repertorio actual y surgidos casi al azar de las carteleras comerciales y paralelas».

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La gastronomía absorbente

18 comidas

España-Argentina, 2010

De Jorge Coira

Con Luis Tosar, Esperanza Pedreño, Pedro Alonso

En 18 comidas, microsegmentario opus 3 del TVserialista gallego de 39 años Jorge Coira (Entre bateas, 2002; El año de la garrapata, 2004), sobre un trabajadísimo guion suyo con Araceli Gonda y Diego Amexeiras, ensarta un incontable haz de episodios al hilo sobre preparaciones y degustados de comida, en donde habrán de agitarse y absorberse el extrotamundos músico callejero ya calvo Edu (Luis Tosar) que es invitado a comer por la otrora amor de su vida vuelta aburrida esposa de nuevo embarazada Sol (Esperanza Pedreño) que por calientachiles lo mete en un conflicto existencial del que sólo podrá sacarlo el alegre consuelo solidario de un macedonio ladronzuelo de chorizos, el abuelo patriarcal (José María Pérez) con abuela esclavizada en la cocina (María del Refugio Pereveira Pena) que pasan todo el día juntos sin apenas dirigirse la palabra, el actor bonito Vladi (Pedro Alonso) que se afana aderezándole manjares a una ligue soñada que lo plantará por teléfono en cada comida mientras es invadido por los gorrones colegas crudelios con quienes acabará reuniéndose en una fiesta descomunal, el profe de gimnasia Víctor (Víctor Clavijo) que oculta al irascible hermano conservador su condición como gay de clóset con tarzanesco novio hacendoso (Sergio Pérez-Mancheta) hasta que su ridículo engaño salga a la catastrófica luz, la ingenua cantante obesita en busca de horizontes Rosario (Nuncy Valcárcel) que es forzada a participar en el desgarrador drama de un viejo restaurantero infartado, y muchos bípedos abismados más. La gastronomía absorbente apenas entrecruza o entrelaza tangencialmente estas historias cuya estructura dramática, si bien multifragmentada y entreverada, va creando un mural costumbrista de excentricidades postsaineteras, escrúpulos ya absurdos, cobardías cotidianas y crueldades por hipocresía consigo mismas cuya primera víctima será quien las cometa, un corpus sinfónico de satíricas situaciones antitelenoveleras, erizantes por embarazosas e irritadas sin término y burlonas a rabiar, trátese del trovador pobrediablesco asumiendo su fracaso vital, de los viejillos tragones ya sin nada que decirse, de los dionisiacos derrotados por su oralidad, o así. La gastronomía absorbente hace comparecer al añorado virtuosismo coral clásico tipo Berlanga, para escalonar sus historias, distribuyéndolas entre el desayuno, la comida propiamente dicha y la cena, que corresponden al planteamiento, nudo y desenlace de cada una, más alguna sorpresiva e instantánea, e ir cambiando de tono al film globalizador, alternativamente desenfadado, jubiloso y melancólico inconsolable, siempre ostentando como homenajeables telones de fondo tanto a la populosa ciudad mágica de Santiago de Compostela como a la lengua de Galicia en sí, cual chispeantes paisajes y verba distintiva, inigualablemente jocundas porque siempre “están de coña”, pese a una falsa impresión de aspereza. Y la gastronomía absorbente se hace profundo y gozoso eco de quienes generalizan abusivamente que los españoles son criaturas elementales que no comen para vivir, sino viven para comer, obsedidos, fascinados y abatidos por los abundantes platillos que ellos mismos, con malsano esmero y entusiasmo cuidadoso, gozan en preparar y de los que nunca pararán de hablar, aunque la arrepentida convidada en ausencia siga tocando a la puerta del depto vacío en busca de alguna comida deleznada.

El fraude viviente

El lobo de Wall Street (The Wall Street Wolf)

Estados Unidos, 2013

De Martin Scorsese

Con Leonardo DiCaprio, Margot Robbie, Jonah Hill

En El lobo de Wall Street, desaforado eternometraje 25 del neoyorquino de 71 años Martin Scorsese (de Calles peligrosas, 1973, a La invención de Hugo Cabret, 2011), con guion totalizador de Terence Winter basado en la megalomaniaca autobiografía homónima del expresidiario superfamoso Jordan Belfort publicada en 40 países y traducida a 28 lenguas, el fraudulento corredor de bolsa titular (Leonardo DiCaprio) evoca a ritmo vertiginoso y comenta sin lamentaciones, aunque corrigiéndose audiovisualmente sobre pantalla, su fundación de la compañía de inversiones basura Stratton Oakmont con empujoncito de Forbes para amasar a los 26 años una fortuna de 49 millones de dólares, su catastrófico reemplazo afectivo de la mezquina esposa Teresa (Christina Miliotti) por la castrante sofisticada bella a cortar el resuello Naomi (Margot Robbie), su conversión en abyecto delator al ser investigado por el gobierno federal en vista de sus escándalos y su efímera caída elíptica en la cárcel. El fraude viviente canta una trepidante e incontenible loa al vacío de los excesos, pero en el fondo haciéndoles el juego y regocijándose con ellos, tanto en su relieve pintoresco de época (con magna fotografía del mexicano-cececiano Rodrigo Prieto y archinventiva edición exaltante de Thelma Schoonmaker), como en sus alcances épicos, simbólicos, poswellesianos (pobre Ciudadano Kane degenerado), tóxicos, humorísticos e inmoralistas al final más que moralinos, pues de hecho se está haciendo un demencial elogio ambiguo a la decadencia capitalista salvaje en una fase actual cuyas únicas opciones y compensaciones existenciales pueden ser ya tan adictivas como la ambición desmedida, el ultrapromiscuo sexo duro exhibicionista incluso en la oficina y el consumo a toda hora de diversificadas drogas gruesas, en especial el descontinuado fármaco hindú Ludus más bien psicotizante. El fraude viviente traza una espesa red de tentáculos y referencias voraces, empezando por la irresistible ascensión antibrechtiana hipercatártica del divo en do de pecho perpetuo DiCaprio reivindicando y prolongando alardes histriónico-hughesianos de El aviador (Scorsese, 2004), confundidos con carismáticos desplantes mitológicos de Gran Gatsby cual Infiltrado dentro de sí mismo en su exclusiva Isla siniestra verbalmente arrasante (Scorsese, 2006 / 2010), hasta esa contratación de cierta dominatrix para humillarlo con gozosa vela encendida en el trasero, o ese reptante truene mental inducido que precipitará el declive, y ensartando una bufonesca zarabanda de peleles de la riqueza instantánea, en rápidos perfiles minimonográficos que incluyen al patriarcal modelo de amoral discurso imparable Mark Hanna (Matthew McConaughey), al apóstol obeso que lo deja todo para seguirte en tu evangelio sarcástico Donnie Azoff (Jonah Hill), al insobornable agente resentido social irlandés del FBI Patrick Denham (Kyle Chandler), o al puritano padre contador rebautizado Mad Max por anticipado fatalismo apocalíptico (el también realizador Rob Reiner), entre muchos otros. Y el fraude viviente ha trastocado los géneros estallados hollywoodenses para que la gozosa bio-pic imaginaria y la comedia financiera cínica se fundan en un híbrido agridulce de frenética andadura malvada, para culminar en un eterno retorno del redentor delincuente cuya esencia exitosa se apoyaba en crear falsas necesidades y confianzas (“Véndeme este lápiz”).

El nomadismo perdedor

Balada de un hombre común (Inside Llewyn Davis)

Estados Unidos, 2013

De Ethan Coen y Joel Coen

Con Óscar Isaac, Carey Mulligan, F. Murray Abraham

En Balada de un hombre común, conmovedor décimo sexto largometraje de los juguetones y ya legendarios hermanos judioamericanos Ethan y Joel Coen regresando a los 54 y 55 años hasta su mejor onda retratista irónica de seres marginales vueltos nómadas urbanos (la de Barton Fink, 1991, e Identidad peligrosa, 1998), con guion y edición por supuesto suyos, el mediocre cantante folk ascendido a perdedor nato Llewyn Davis (un sensitivo Óscar Isaac guatemalteco) deambula con su estorbosa guitarra en estuche y una pequeña maleta colgante, más un ajeno / huidizo / mutable gatito Ulises en brazos, por las calles miserables de aquel bohemio sórdido barrio neoyorquino de Greenwich Village hacia 1961, intentando colocarse como solista tras haber dejado funestamente embarazada a la novia de su compañero de dúo, haciendo más bien por caridad algún disco invendible o alguna tocada pinchísimamente recibida en un tugurio, viendo cómo triunfa cantando incluso un soldadito incipiente, quedándose a dormir donde no lo corran, viajando de aventón con misántropos sádicos a Chicago y malinvirtiendo lo ganado en un imposible retorno salvador a la marina mercante. El nomadismo perdedor se estructura como una desesperante desesperada serie de actos vitales fallidos, al azar de un itinerario humano de encuentros con nefastos personajes límite que van descubriendo y acotando diversas dimensiones de ese masoquista sublime, a quien sólo le falta que lo orine un perro, puesto en su nulo lugar por el impávido zar de su género musical (F. Murray Abraham), homologado al padre autista de perpetuo gesto omega en un asilo terminal y duplicado por una misoginia feroz que se sueña gloriosa, con esa mezquina hermana arpía Joy (Jeanine Serralles) casi homofónica de la histérica atroz Jean (Carey Mulligan) dada como abortada antes de tiempo. El nomadismo perdedor pone con lucidez mortecina en acción una época intemporal y hondamente dylanesca, más cercana al vigoroso poeta galés Dylan Thomas (“En mi oficio u hosco arte”) que superficialmente aproximativa a un Bob Dylan (“Como una piedra rodante”) que el lugar común ha querido ver en ella (con base en el sombrío homenaje de la antepenúltima escena), aunque ya desmembrada entre la fotogenia de penumbrosa boca del lobo que parece prolongarse de interiores a exteriores gracias a la invernal fotografía preciosista pese a todo de Bruno Delbonnel y una inefable selección de pastiches cancioneros que va de Peter, Paul & Mary al Réquiem de Mozart con ciertas notas de Chopin / Schumann / Mahler. Y el nomadismo perdedor se da el lujo de partir de una fiera madriza al infeliz trovador por un vengativo marido de negro en un lúgubre callejón y finaliza exactamente con la misma golpiza ahora explicable (por abuchear como última ebria reacción vivificante a una ridícula matrona con salterio queriendo cantar), dando por resultado un sardónico inefable aquí no ha pasado nada y encerrando en una triste y cruel circularidad a la agitación desquiciante del antihéroe y a su sacrificial pasión crística hecha de todas las sartreanas pasiones inútiles cual largo lamento inconsolable, todavía musitando un minitrágico conclusivo “Au revoir” a los taxis que pasan, postrado a la irremediable orilla de la banqueta nocturna y despojado de todo menos de su capacidad de autoirrisión sangrienta, como la película en sí y para sí.

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