Declaración de guerra (La guerre est déclarée)
Francia, 2011
De Valérie Donzelli
Con Valérie Donzelli, Jérémie Elkaïm, César Desseix
En Declaración de guerra, conmovedora ópera secunda pero expresivamente prima y artísticamente acaso única como intérprete-directora-maquillista-peinadora de la actriz francoitaliana de 38 años Valérie Donzelli (largometraje ignorable: La reina de las manzanas, 2009; corto prometedor: Maleleine y el cartero, 2010), sobre un guion escrito por ella misma con su marido actor de origen argelino Jérémie Elkaïm para protagonizar / revivir / reavivar sus propias dolorosas experiencias conjuntas volviéndolas permanentemente inmitigables (a lo Hari Sama y nuestra Úrsula Pruneda en El sueño de Lú, 2011), el modesto pintor parisino de brocha gorda Roméo (Jérémie Elkaïm) y la empleadilla Juliette (Donzelli misma) sienten el clásico flechazo en un bar, pasean juntos y engendran un encantador bebé llorón Adam (César Desseix) que a los 18 meses aún se niega a caminar y presenta una asimetría facial que pronto es diagnosticada como tumor cerebral, por lo que debe someterse a una delicada cirugía rutinaria que resulta un éxito pero que congrega de manera doliente a todas las familias y cuyas inevitables secuelas cancerosas requieren de los habituales tratamientos de choque a base de quimioterapia y radiaciones que ponen en crisis a la pareja y logran desintegrarla dulcemente en el transcurso del tiempo, hasta que la enfermedad logre remitir cuando Adam cumpla 8 años (Gabriel Elkaïm). La lucha estrujante aborda de manera vivencialmente antichantajista pero profundamente afectuosa el tema candente del cáncer infantil, como una involuntaria guerra privada, irónicamente paralela a la brutal invasión súbita a Irak, que debe ser librada se tenga o no conciencia de ello, se esté o no esté preparada para ella, en tímidos consultorios, en ecografías con graves resultados, en la peregrinación por hospitales, en el hogar devastado, en habitaciones esterilizadas y en refugios de la asistencia pública, ante la bonachona pediatra (Béatrice De Staël) y la distante neuropediatra (Anne Le Ny) maternalistas o aguardando al docto cirujano inaccesible (Frédéric Pierrot), dentro y fuera de la pareja pero siempre a íntimante solas, involucrando amigos y ancianos e incluso a la cariñosa galana lésbica (Élina Löwensohn) de la madre viuda (Brigitte Sy), conformando un tumulto que literalmente se desvive en reacciones elementales y manipulables cual coro helénico. La lucha estrujante despliega ante todo y por encima de todo una valiosa y valerosa emotividad auténtica y sincera, una emotividad más italiana henchida que cartesiana francesa, una poderosa emotividad que se apoya en los efluvios arrolladores de una música que va de la balada pop cantada por los personajes (a lo Resnais en la secuela de Siempre la misma canción, 1997, más que del Demy liricista de Los paraguas de Cherburgo, 1964) a Bach y al Invierno del ciclo Las cuatro estaciones de Vivaldi y al O Superman de Laurie Anderson, más allá de una función vehicular facilista (estilo reciclado Lelouch) o de mero acompañamiento. Y la lucha estrujante no teme la utilización de imágenes acronológicamente reunidas en secuencias seriadas a saltos elípticos puramente alusivos / abusivos (edición de Paulino Grillard), cual signos dispersos al mismo nivel que la premonitoria primera consulta médica en torno al bebito chillón por alimentado a cualquier hora, o que la inclusión de los metafóricos avances del cáncer agresivo en las células mediante un viejo documental del filmovisionario científico de Jean Painlevé sobre la formación de cristales coloreados en sepia como si fuesen organismos vivos (Cristales líquidos, 1978, con música electrónica de François de Roubaix), o que el compulsivo chistorete de la chava residente con ojeras hasta la cintura (“La diferencia entre Dios y un cirujano es que Dios no se cree cirujano”), o que la conclusiva carrerita de la familia otra vez feliz en cámara lenta sobre la playa, pues aquí lo primordial ha sido la alegre lección de perseverancia contra la adversidad, la luminosa capacidad de combate interior / exterior sorprendida ante sí misma, la euforia desatada cual electrizante impulso irresistible del alma bella en permanente temporada de Fiesta de Beso Libre (open kiss) pese a todo.
El gerente de recursos humanos (Shlichto Shel HaMenume Al Mashabel Enosh)
Israel-Alemania-Francia-Rumania, 2010
De Eran Riklis
Con Mark Ivanin, Gori Alfi, Irina Petrescu
En El gerente de recursos humanos, noveno largometraje del apenas sexagenario realista alegórico israelita Eran Riklis (La novia siria, 2004; El limonero, 2008), con astuto guion de Noah Stellman basado en la novela Una mujer en Jerusalén de A. B. Yehoshua, ha muerto en un atentado terrorista callejero cierta por todos inadvertida rumana auxiliar de limpieza del mayor corporativo panadero de Jerusalén (sólo mostrable por fotografía pero con derecho a nombre: Yulia Patacke) y, para neutralizar el escándalo de un chantajista artículo periodístico difamatorio subsiguiente, la taimada viuda dueña de la empresa (Gila Almagor) le encomienda a su lamentable gerente de recursos humanos sin derecho a nombre (Mark Ivanin eternamente abrumado) que se encargue de rescatar el cuerpo en la morgue y, valiéndose de jugosos sobornos tanto como de un par de exigentes aunque avasallables cónsules israelíes en juego (Rosina Kambus, Julian Negulesco), llevar a enterrar el cadáver hasta su lejana aldea natal, arrostrando cualquier tipo de peripecias y desvíos insólitos. La caravana humanitaria forma de súbito una tragicómica caravana funeral, con el gerente familiarmente atribulado, un viejo chofer sin licencia, un intratable hijo adolescente de la difunta (Noah Silver), un vicecónsul hiperburócrata e incluso un periodista ladilloso que debe darle seguimiento a su crónica denunciadora pero siempre anda corriendo y llegando tarde a todo (Gori Alfi), amontonados en una improvisada camioneta de servicio, robando el féretro a punto de ser inhumado anónimamente, descendiendo a un búnker paranoico bajo la nieve, o prosiguiendo a bordo de un tanque rumano con el ataúd a cuestas, antes de volverse altar admirable y envidiado. La caravana humanitaria reúne aguzadamente los gozosos retorcimientos hilarantes del absurdo mordaz en frío, la fotografía árida a la turca de Ralner Klausmann, la coruscante música gitana de Cyril Morin y una calculadísima edición parsimoniosa de Tora Asher, para bordear y salvar el glorioso archimasoquismo del humor judío a la Woody Alien y entroncar con el western crepuscular a lo Sam Peckinpah ¿quién más? (Obsesión de venganza / The Deadly Companions, 1961) y con las mejores posturas críticas posneorrealistas hoy olvidadas de aquellos albores de un acerbo cine cubano castrista hipercrítico pronto impedido (inclusive estableciendo un significativo paralelismo con La muerte de un burócrata de Gutiérrez Alea, 1966), consumando una expiatoria road movie a fuego lento, en viaje catártico hacia la ignominia. Y la caravana humanitaria terminará haciéndose validar legal y éticamente por la dignísima madre anciana de la fallecida enlutada por fuera y rencor vivo por dentro (Irina Petrescu) que sólo alcanza a juzgar como un grave error la inutilidad del traslado de su hija ya ajena a su comunidad por compulsivamente huida y asimilada al extranjero, pero cuya peripecia post mortem ha funcionado, sin proponérselo, como catalizador para lograr una extraña reconciliación in extremis del chavo con su odioso padre divorciado (Raymond Amsalem) y con el acogedor terruño, así como para demostrar el consustancial vacío inhumano / antihumano / antihumanitario de toda establecida gerencia de recursos humanos, aunque en este caso extremo concediéndole, de manera edificante, un ejemplar remedio perentorio, profundo y sutil, desazonante y psicoinusitadamente sonriente.
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