Los efectos especiales pertenecen al mismo repertorio y se utilizan con análogos propósitos de impacto narrativo. Los cuadros sangran en ambas cintas. El zalamero Pedrito Fernández vuela por los aires maléficos, como antes lo hizo el entrometido Alejandro Camacho, antes de salir defenestrado desde un torreón. Las incontables desgracias y anomalías de Vacaciones de terror son producto de los close ups a una pálida muñeca de labios rojos con móviles ojos celestes, como antes lo fueron por los close ups a la llama en los ojos del tétrico De Martino (Ernesto Alonso) o a la de su rencarnación satánica en un pérfido sucesor imberbe (Armandito Araiza). Y así sucesivamente. Residuo y apostilla de la imaginación ultracodificada, Vacaciones de terror es en realidad una película que se ha hecho sola. Lo único que ha debido hacer su director incipiente Cardona III es dejar flotar los signos maléficos de la comunicación, “no agotar los signos sobre la marcha, sino esperar el momento en que se respondan unos a otros, creando una coyuntura completamente particular del vértigo y del hundimiento”, como en la rutina del seductor que describe Baudrillard (De la seducción).
Por último, el discurso del horror chafito se sostiene sobre la nostalgia de un destino más cruel, al que se le ha vedado todo acceso. Es el contraste ansiado por la idealizada sociedad insider. Desde la pesadilla de la ñoñez, armónica y el suave familiarismo tiránico, se exigen la vacuna y los exorcismos purificadores, pero también se añora lo outsider, la irracionalidad, el yo desintegrado, lo anómalo, el trastorno de los sentidos y los valores convulsivos, aunque sea a través de ecos terroríficos. Es la contrapartida que medra en el interior de los núcleos inocuos; por eso, sin la presencia de los niños, no existirían estos nuevos regímenes del horror. Niñita sin mayor encanto, que berreaba porque sus hermanitos le quitaban su muñeca en la opulenta casa paterna y expresaba ante la primota su tierna repulsión hacia el sexo opuesto ante una fotografía del novio Pedrito (“Uy, tiene cara de menso”), la pequeña Gaby de Vacaciones de terror está predestinada a convertirse en una repentina chicuela pérfida y posesiva con respecto a la muñeca recién encontrada. Un monstruo moral y un embrión precozmente mortífero, sin remordimientos, en la línea perversa del clásico jamesiano Posesión satánica (Clayton, 1961) y nuestro doméstico Veneno para las hadas (Taboada, 1984), pero menos involuntariamente manipulada.
Con percepción disponible y vacante, sólo ella ve a la bruja atada al árbol fantasmal y sólo ella sueña con la quema de hechiceras. Cuando sostenga a la horripilante muñeca en sus brazos, se volverá implacable hasta el sadismo, será el vocero devastador de su amiga imaginaria, aplaudirá el pavoroso descuartizamiento de sus otras muñecas (en la mejor escena del film) y acabará extendiendo su maleficio, contagiándoselo a sus hermanitos. Perfecta fratricida (de un feto) y parricida entusiasta, se deja guiar por una ética trascendente: la del deseo y el placer destructores. Su gelidez será bienvenida, tanto como sus acciones ocultas y la herencia que deje en la casa, pues otra niña diabólica recuperará la muñeca maldita en el remate del film, cuando otra anónima familia feliz rente la casa desechable: su alter eco.
O acaso, las Vacaciones de terror sólo han ocurrido en la mente de una niña predispuesta y en pulsiones anhelantes de sus crédulos espectadores.
Cuando la chaparra Vero cruza con ímpetu y presteza el inclemente invierno capitalino sobre una motocicleta roja de aerodinámico diseño, ni los charcos que atropella se atreven a salpicarla, ni las gotas de lluvia a raudales la tocan, ni la catedral mortecina al fondo puede intimidar con su opacada grandeza centenaria a la heroína. Con estetizante fotografía del exuniversitario Arturo de la Rosa (Crónica de familia, 1986, y Goitia, un dios para sí mismo, 1989, de López Rivera), la secuencia inicial de Dios se lo pague de Raúl Araiza (1989) es demasiado perfecta en su agilidad interna y su significado, obviamente insostenibles al nivel del futuro discurso fílmico. Pero, por lo pronto, una máquina deseada / deseante se transporta sobre otra codiciable máquina. Es una asombrosa conexión maquínica, como si la máquina Castro estuviera emitiéndose a sí misma contra un relegado escenario magnífico, propulsada por sus propias pulsiones, conectadas a otra máquina que la evidencia como tal.
Gracias a sus dotes como desinhibida animadora maratónica por tv (Mala noche no, Aquí está) y al éxito nacional / internacional de sus telenovelas (Rosa salvaje, Mi pequeña soledad), la agradable pero eterna aspirante a actriz ojiazul Verónica Castro (La fuerza inútil de Taboada, 1970; Mi mesera de Zeceña Diéguez, 1972; Chiquita pero picosa de Pastor, 1986) se convirtió de la noche a la mañana, hacia el final de los ochentas mexicano, en un insólito boom individual (y con pareja), en un objeto carismático de culto masivo, en un poderoso imán romperatings y rompetaquillas, en la máquina más deseada por la maquinaria deseante de los más vastos auditorios nacionales. Dentro del vértigo abateperspectivas de esa imagen-crisálida en movimiento al principio del noveno largometraje de un otrora pretencioso Araiza (Cascabel, 1976; En la trampa, 1978; Lagunilla mi barrio, 1980; El rey de la vecindad, 1984; Camaroneros, 1987), la Vero aún no tiene identidad ficcional; es mito puro, figura autónoma, alada sensación, esfinge sin secreto, velocidad insensata, bólido carente de órganos, derroche vacuo, un producto de conexiones maquínicas hasta el desbordamiento y máquina ella misma sin otra consistencia que el deseo ajeno.
Reconoce su territorio, transita por sus dominios en el estado en que estén (pluviosos, cenicientos), a través del corazón histórico / religioso / gubernamentel del país (el Zócalo), sobre una deseable máquina motorizada. Imposible extirparla del conjunto dinámico. Acorazada en su cuerpo-sin-cuerpo por una inmensa bufanda tejida, un gorrito de estambre calado hasta las cejas, una gabardina larga y botas altas que preservan las piernas, sólo su encantadora sonrisa de alegre entusiasmo significa algo; la máquina omnívora corre a bordo de su máquina utilitaria en pos de incógnitos pero irrefrenables deseos. Y desde El antiedipo. Capitalismo y esquizofrenia de Deleuze-Guattari sabemos que “las máquinas deseantes constituyen la vida no edípica del inconsciente” y que las define “su poder de conexión hasta el infinito, en todos sentidos y en todas direcciones”. Sin embargo, programada por el aburrimiento sobre receta del emporio televisivo y encargada al nada imaginativo yes-man Araiza, Dios se lo pague parece tener como función primordial y única ir desconectando, coartando, reprimiendo, edipizando, desviando, domesticando, concientizando y frustrando tanto la maquinaria deseante del espectador (¿la mediocre es el mensaje?) como la de esa Verónica Castro condenada a devenir outsider rosa.
El desastre comienza desde la segunda secuencia, y jamás se recuperará la libre movilidad (física, simbólica) del arranque. Por obra y magia del corte directo, la Vero se ha metamorfoseado en la mugrosa limosnera harapienta Vero, acecha detrás de la columna de una placita colonial, sorprende invadiendo su territorio natural a la obesa pordiosera debutante la Rana (Lucila Mariscal), la hostiliza con propósito de ahuyentarla, termina dándole una generosa lección ilustrada para que mejore sus técnicas de limosneo, promete llevarla al disneyano Patronato para la Protección de los Pobres al que ella orgullosamente pertenece, se volverán inmejorables amigas confidentes y ya nadie podrá detener el empuje de la basurizadora telenovela-basura. Su inmóvil y verbosa boca de lobo aletargado ya engulle todos los impulsos vitales del film y los de sus inverosímiles personajes.
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