Jorge Ayala Blanco - La disolvencia del cine mexicano

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La disolvencia del cine mexicano: краткое содержание, описание и аннотация

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La disolvencia del cine mexicano es el cuarto volumen de ensayos de Jorge Ayala Blanco, al cual anteceden La aventura, La búsqueda y La condición. El presente es un estudio detallado del significado cultural del cine nacional que abarca la segunda mitad de los años ochenta. Dividido en ocho partes: «La nueva generación de cómicos», «El aplauso rosa», «Elogio a la violencia», Un punto de vista de autor popular", «La ambición documental», "Lo exquisito propositivo, «Un punto de vista de autor exquisito» y «La mirada femenina», los textos aplican la «disolvencia», en términos cinematográficos, fundiendo distintos e inteligentes enfoques y miradas del autor a lo popular y novedoso del cine nacional de esa época.

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Por otro lado, el horror chafito surge desmembrado entre los regios alucines de la fábrica Spielberg (Gremlins de Dante, 1984, como faro inalcanzable) y los peores excesos splatter del gore film, con chisporroteos de vísceras y miembros mutilados. Pero también nace acomplejado ante la perfección adulta, autoconsciente y profunda del cine de horror en la esplendidez de su mejor década, con un expandido universo que ya incluye el romanticismo exaltado de los contagios vampíricos de Cuando cae la oscuridad (Bigelow, 1987), el modélico satanismo vudú de Los creyentes (Schlesinger, 1987) y su racionalización desmitificadora en La serpiente y el arcoiris (Craven, 1988), la cerebralista pobredumbre de Puerta al infierno (Baker, 1987), la devastadora ironía de Los muchachos perdidos (Schumacher, 1987), la impregnación belicista del Depredador (McTiernan, 1987), la esquizofrenia posmoderna de El despertar del diablo 1 y 2 (Raimi, 1982 / 1987) y el grotesque con mórbidos escalofríos de Resurrección satánica (Gordon, 1985), para no mencionar los perversos vasos comunicantes entre sueño y vigilia a lo Borges que establecen las numerosas Pesadillas en la calle del infierno (Craven, 1985; Sholder, 1985; Russell, 1987; Harlin, 1988) y las enormes garras del inmortal desharrapado onírico Freddy.

Así pues, mal situado, con ineluctable tara de concepción y ejecución, sólo puede quedarse a medio camino entre las tremendas explicitaciones del gore film vuelto fórmula y una regresión casi amateur al cine de sustos. Evidencias sin misterio y previsibles hasta para un espectador de cuatro años. Las vastas propuestas y los efectismos visuales del gran cine de horror contemporáneo se enrarecen, se disipan, se desgastan y empequeñecen hasta límites insospechados. Precedida por la superchería pueblerina del nahual asesino de Cazador de demonios (G. de Anda, 1983) y por la bestial degollina de adolescentes aficionados a la misa negra de Cementerio de terror (G. de Anda, 1984), Vacaciones de terror ilustra inmejorablemente los enunciados anteriores, desde la vertiente rosa del humor chafito. Con enorme éxito prefabricado mediante un intensivo bombardeo de espots televisivos, es una diminuta película cuya elemental fuerza terrorífica está de antemano exprimida y asimilada.

El horror chafito parece tentado por regresar a la inercia de una inocencia embrionaria. En rigor, Vacaciones de terror está concebida y desarrollada con el desarmante entusiasmo, el tono de divertimento ínfimo y la mentalidad miméticamente pueril que se convocaban en torno a la figura de su coguionista realizador René Cardona III cuando utilizaba el seudónimo de Al Coster, para protagonizar, sin demasiada gracia ni encanto, alguna ingenua película senil de su abuelo René Cardona padre (Un pirata de doce años, 1971) o para acaparar en tierras cálidas la zoología semimaginaria de su progenitor René Cardona hijo (Zindy, el niño de los pantanos, 1972). Pero ahora, gracias a un financiamiento tripartita de Televicine, de la dinastía de los Galindo y propia, la seducción hereditaria de la inocencia se ha convertido en un estado sonámbulo de horror rosa, una pasión soberana en dudoso abismo, una pérdida ciega en lo demasiado conocido. Todo queda en familia.

Luego entonces, no es por azar ni por usurpación que todos los personajes de Vacaciones de terror pertenezcan a ese tipo primario de núcleo social con unidad magnífica gracias al cine. Una familia feliz y armónica, compuesta por el sonriente papá arquitecto Fernando (Julio Alemán), la sonriente mamá de nuevo preñada Lorena (Nuria Bages), la niñita Gaby con precoz sonrisa demoniaca, los sonrientes gemelitos pequeñines Javiercito y Carlitos (Ernesto East y Carlos East jr.), la sonriente sobrinota rubia Paulina y su sonriente novio histrión Julio (Pedrito Fernández). Erase una familia modelo de insiders que se fue de fin de semana a una casona de campo acabada de heredar y allí vivió dos noches de pesadilla, por haber rescatado, de un pozo-cueva tapiada, cierta muñeca que había pertenecido, hace siglos, a una guapa hechicera de gritos histéricos (Andaluz Russel), quemada viva en blanco y negro por un inquisidor con talismán de protección (Carlos East), al frente de un pueblo enardecido de cinco sombrerudos. Afortunadamente, el infalible collar-talismán del inquisidor ha sobrevivido también al tiempo y, desde la primera escena, ha sido adquirido por el simpático novio Julio, en la escalera de una pirámide precortesiana, a un ladino guía gordazo (Al Coster redivivo) que prefiere un walkman en vez de veinte mil pesos (“La cajita mágica donde se escuchan los pájaros y el ruido de los tambores”), antes de alejarse bailando como buen salvaje mexica.

Tan retrógradamente familiarista como Cada hijo una cruz (B. Oro, 1957) o El secreto de Romelia (B. Cortés, 1988), la buena salud de los valores más conformistas se reafirma en Vacaciones de terror a cada tercer frase, machaconamente, y cada escena asustadiza exclama la misma moraleja chabacana, cual eslogan de unidad televisiva muy ochentas: tener una familia así o ser una familia así es uno de los horrores más envidiables que nadie, ni los enviados del diablo, debe dejar de soportar. El matrimonio casto disfruta viendo crecer a sus hijos y sufriendo muy unido en la clínica abortiva, el padre acuesta a su niñita con un tranquilizante sermón ultrasexista que la enseña a diferenciarse de sus hermanitos (“Ellos son hombres y tú eres mujercita: por eso deben dormir en piezas separadas”), los niños peleoneros terminan durmiendo abrazaditos como serafines y la pareja de fresísimos novios brinda con champaña importada por sus éxitos profesionales y se arroba adivinando los nombres de las estrellas en el cielo. Por eso, los instantes de zozobra sobrenatural serán esenciales, durante esas Vacaciones de terror, para no darle vacaciones al conformismo, agilizar la dinámica integradora del núcleo y fortalecer los vínculos familiares. Desde su lecho de llorosa abortada, la madre está viendo, a distancia, el inminente peligro que corren sus lindos engendros en la casa siniestra, y cuando todo haya concluido, la ansiosa Paulina se lanzará, por supuesto, a abrazar al galán casadero, que ya se había salvado de morir abrasado.

El horror chafito crea su propio código genérico al capricho de su saqueo tanto cinematográfico como televisivo. Sería un grave error de interpretación y miopía limitarse a remitir estas Vacaciones de terror tan candidas sólo a un marco de referencias formado por las casas embrujadas que visitan algunos desaparecidos revanchistas, tipo Satanic / Amityville Horror (Rosenberg, 1979) y por la orgía de gangrenas instantáneas y desmembramientos in vitro del gore film ya decapitado por el horror cómico de los Gremlins. Aunque parezca exageración o sarcasmo, el joven Cardona III reproduce genuinos climas postelenoveleros con mayor fluidez y coherencia que la carrera de relevos ineptos del programa Hora marcada del Canal 2 (1989-1990), mediante recursos netamente cinematográficos, y no al contrario (climas poscinematográfieos mediante recursos netamente telenoveleros, o algo así).

En los mejores momentos de Vacaciones de terror, basta con que la cámara del dócil fotógrafo Luis Medina gire sobre las ramas espectrales de un árbol, desenfoque las telarañas que cubren unas flores petrificadas, introduzca por corte directo visiones subjetivas de los héroes víctimas del espanto o mantenga en escorzo un tronco parcialmente iluminado, para obtener las sensaciones de malestar y el suspenso deseados. Sin embargo, la ficción ingenua se empieza a llenar con Extraños Retornos (¿de Diana Salazar?) y de Maleficios, sin la presencia grotesca del gerontogalán Ernesto Alonso y sus pactos diabólicos, cosa que se agradece.

Esa maison hantée será ante todo el ámbito propicio donde cobrará nueva vida la mujer sacrificada por la Inquisición. Allí funda su Ley una continuidad irreversible (“No hay poderes sobre la tierra que puedan destruirme”). Allí transgrede la normalidad un afán de aniquilamiento vengador sin finalidad determinada. Allí lo ininteligible folletinesco se torna fundamental. Impera ya el Maleficio, cada secuencia es una nueva manifestación o una persistente reconversión de pequeños maleficios incesantes. Del eco del terror a la vida de los maleficios, y de la vida de los maleficios al abismo en un vaso de agua. Las coincidencias resultan sorprendentes si equiparamos Vacaciones de terror con Los enviados del infierno / El maleficio 2 (Araiza, 1985), la enfática y repudiada película que quiso perpetuar la telenovela-evento de 1984.

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