Jorge Ayala Blanco - La disolvencia del cine mexicano

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La disolvencia del cine mexicano: краткое содержание, описание и аннотация

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La disolvencia del cine mexicano es el cuarto volumen de ensayos de Jorge Ayala Blanco, al cual anteceden La aventura, La búsqueda y La condición. El presente es un estudio detallado del significado cultural del cine nacional que abarca la segunda mitad de los años ochenta. Dividido en ocho partes: «La nueva generación de cómicos», «El aplauso rosa», «Elogio a la violencia», Un punto de vista de autor popular", «La ambición documental», "Lo exquisito propositivo, «Un punto de vista de autor exquisito» y «La mirada femenina», los textos aplican la «disolvencia», en términos cinematográficos, fundiendo distintos e inteligentes enfoques y miradas del autor a lo popular y novedoso del cine nacional de esa época.

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En segundo término sobreviene la devastación de las incongruencias festivas. Sobre la base de esa bohemia en penuria, descrita como una suma de chiquillerías incoherentes o inofensivas calaveradas estudiantiles (cf. Sabor a mí), habrá de construirse todo el edificio ficcional del relato. ¿De modo que esa disneyana vida infantil del rancherito huérfano de padre al estilo El pequeño proscrito (Gavaldón-Langsburgh, 1953) era la embocadura del “abismo profundo y negro como mi suerte”? ¿Así que esa rubita desabrida como cartón baboso y esas traviesas aventurillas para el lucimiento de la maquinaria ñoñificadora de los cuates (el ganón Ortiz de Pinedo a la cabeza) representan “el negro camino donde me encontraste como un peregrino sin rumbo ni fe”? En busca de la inspiración beodamente apasionada y apasionadamente beoda hasta el desespero, tan característica del genuino José Alfredo, ¿habrá que remitirse hasta Que me vaya bonito, la miserable biografía no tan velada que Alejandro Galindo filmó en 1977, cuatro años después del fallecimiento del compositor, con David Reynoso como imperdonable injuria en el papel central?

Hoy el destino del cantautor lleva otro rumbo fílmico, su corazón se quedó muy lejos. Se quedó en un anecdotario anodino que jamás llega a conceder mínima densidad a una estructura dramática sin definición. Pero sigo siendo el rey no es ni recuento evocador, ni melodrama lacrimógeno, ni memento-sinfinolo, ni apólogo alcohólico-mujeriego, ni borrosa novela de crecimiento hacia la decadencia y la nada, ni reportaje entomológico para revista de espectáculos y chismes faranduleros, ni tragedia ejemplar, ni drama distanciado de su propia distancia desinfectada, ni cualquier cosa conocida o articulada.

El corazón de José Alfredo se quedó en un colorido marasmo gritoneado, supuestamente folclórico y entrañable. Se quedó en una gesticulación caricaturesca cuyo poder evocativo no podría igualar siquiera la aparición real de José Alfredo en los pésimos productos del cine nacional donde intervino en los cincuentas y sesentas, con más pena que gloria, desde el bit hasta el rol estelar y la paulatina desaparición. El auténtico José Alfredo en fugaces participaciones musicales (de Los aventureros de Méndez, 1954, a Ferias de México de Portillo, 1958), en sus cuatro conmovedores papeles secundarios (de El hombre del alazán de González, 1955, a Me cansé de rogarle de Gómez Muriel, 1964, pasando por La sonrisa de los pobres de Baledón, 1963, y Escuela para solteras de Zacarías, 1964) y en sus tres torpísimos estelares absolutos: como el galán cantante que se tocaba él solo la campana en La hora del aficionado para ameritar quedarse con Lola Beltrán en Camino de Guanajuato (Baledón, 1955); como un profesor de piano sospechoso de ser el justiciero enmascarado en Guitarras de medianoche (Baledón, 1957), y como un gregario huésped de pensión de artistas que oscilaba jocosamente entre el cabaret y el teatro Tívoli en Cada quién su música (De la Serna, 1958).

Las incongruencias festivas son, pues, de tono narrativo, de género fílmico y de contraste con las lágrimas “inmortalizadas por el propio cine”, pero son también de aspecto físico e inmediato. Incluso el aspecto pastosamente campechano, alumbrado, radiante, godesco, dicharachero, risueño y bromista hasta el exceso que elogiaban las crónicas biográficas del compositor, y que puede apreciarse en las incontables apariciones televisivas que le sobrevivieron, aquí se ha topado con las carnes del grandote simplón Leonardo Daniel, cuyo volumen de panza crece a lo bestia de escena en escena, incluso en cada cambio de plano, sin descanso y sin remedio, como una devastación adicional. Y ese aspecto jocundo del ídolo ha sido transferido al incontrolable comediante Jorge Ortiz de Pinedo, lleno de entusiasmo clasemediero y furor bufonesco, ya infaltable en las idénticas biografías de intérpretes / compositores en serie que financia el televiso Amador (¿Gavilán o paloma?, Mentiras de Baledón-Mariscal, 1987, Sabor a mí), nuevo Mantequilla alivianado que opaca la sangronería del héroe principal, verdadero actor-pulpo y héroe por subrogación, a base de improvisados retruécanos de dudosa gracia (“Mejor salimos los cuatro y formamos un cuartato” / “Dije que yo era cara-azteca, no karateca”).

En tercer lugar se presenta la devastación de las progresiones cronológicas. No sólo nuestros acontecimientos se aglutinan careciendo en sí de relieve o tensión; también se ordenan negándose a cualquier progresión dramática, emotiva o simplemente orientada. Se suceden en el tiempo como por defecto, amontonan tiempos sin ton ni son. Numerosos errores de montaje, absurdos de construcción, desprecio total a la coherencia biográfica tanto como a la lógica elemental del espectador. El aparatoso José Alfredo se sienta a componer “Ella” junto a los pajaritos en jaula de un corredor provinciano / capitalino; luego sufre con toda su familia el desalojo brutal del lugar, pero en terceras y cuartas escenas lo veremos escribiendo canciones en el mismo corredor de antes y, por si fuera poco, ataviado de la misma antigua manera y dentro del mismo encuadre precedente, en espera de la repetición veinte escenas después, sin que nunca se altere la férrea cronología. El ubicuo José Alfredo apenas acaba de conocer a su Paloma y la ha agasajado con gladiolas en su cumpleaños, le ha cantado “Cuatro caminos” y se le ha lanzado (“Si me prometes no portarte como gavilán”) con miras a casarse (lo conseguirá en 1952, diez escenas después); pero de repente, en el ínterin, está dejando plantado a Pedro Vargas en su programa de tv (típico de fines de los cincuentas) y ya está cantando en un casorio “Declárame inocente” (la novedad por la cual se peleaban Lucha Villa y María Dolores Pradera a principios de los setentas), pero de inmediato telefonea al intemporal restaurante yucateco nada menos que Jorge Negrete (fallecido en 1951). Y los recién casados acuden al estreno de Ahí viene Martín Corona (Zacarías, 1951) y se acurrucan escuchando a Pedrito cantarle “Viejos amigos” a Sara Montiel porque las incoherencias cronológicas han subido de nivel y José Alfredo debe ir a ponerle los cuernos a su esposita en el contracampo de un escenario sobreexpuesto donde Tania Libertad reduce “Deja que salga la luna” a erizantes melifluidades, ya dentro de una disparidad de imágenes difuminadas que son propias de las videocintas. Texturas disparejas, empobrecedores sincretismos, saltos trasnochados, descuidos a la altura de las circunstancias de un cine masivo que ahoga lo popular a la vez que lo explota como un exaltado tema-pretexto.

De las 400 canciones compuestas por José Alfredo, apenas 300 han sido grabadas hasta hoy y sólo 22, demasiadas, han tenido cabida en Pero sigo siendo el rey, sin distingo, al mismo nivel, sean valses rancheros, canciones bravias, huapangos lentos, baladas románticas, boleros tardíos o corridos regionales, a veces ilustradas con imaginación televisivamente onírica a lo “Noches mexicanas” (ese huapangazo jarocho en una campiña inmovilizada hasta volverse escenográfica), a veces insertas como vil playback que no alcanzó imagen (“Paloma querida” en voz de Negrete, “Un mundo raro” en voz de Julio Iglesias pero bipartida en dos inoportunos momentos). Llegó borracho el borracho que guió el armado de la película y nadie prohibió la sesión de canciones-amiba.

En cuarto lugar se logra la devastación de las pasiones excluidas. Despojado de sustancia humana y representatividad social, el infeliz José Alfredo aparece confinado en su propia piel, forzadamente adiposa, como la de un pugilista que no da el peso elevado, cual Robert de Niro en Raging Bull (Scorsese, 1980) al derecho y al revés. Pero, aun así, el cantor de la triste agonía de estar tan caído y volver a caer, del yo sin tus besos me arranco el alma, del ando con otra y por ti suspiro, del quise matarme por tu cariño y del mi vida se perdía en un abismo; el inconsolable aullador del abandono y el rencor amoroso debía ser visto por lo menos en una secuencia embriagándose ante una barra de cantina y separándose, aunque sólo fuera a medias, de la sufrida esposa que, según el film, siempre lo esperaba con brazos anhelantes para reorganizarle su desordenada vida y jamás se arredraba ante las rivales que pistola en mano irrumpían dentro del nido legítimo (“Fuiste sólo una cobija con la que él se tapó, sucia”).

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