Jorge Ayala Blanco - La disolvencia del cine mexicano

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La disolvencia del cine mexicano: краткое содержание, описание и аннотация

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La disolvencia del cine mexicano es el cuarto volumen de ensayos de Jorge Ayala Blanco, al cual anteceden La aventura, La búsqueda y La condición. El presente es un estudio detallado del significado cultural del cine nacional que abarca la segunda mitad de los años ochenta. Dividido en ocho partes: «La nueva generación de cómicos», «El aplauso rosa», «Elogio a la violencia», Un punto de vista de autor popular", «La ambición documental», "Lo exquisito propositivo, «Un punto de vista de autor exquisito» y «La mirada femenina», los textos aplican la «disolvencia», en términos cinematográficos, fundiendo distintos e inteligentes enfoques y miradas del autor a lo popular y novedoso del cine nacional de esa época.

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Así pues, en Pero sigo siendo el rey todas las copas empinadas son una sola, todas las cantinuchas frecuentadas son la misma esporádicamente atisbada, y todas las mujeres en la vida extramarital de José Alfredo se resumen en dos, tipas sintéticas, hembras proteicas. La primera, particularmente desagradable, es una ruca lagartona de turbante llamada Isabel (Sonia Infante), que lo acosa en un autobús de gira artística y lo encama sólo el tiempo suficiente para que él le componga, en la banda sonora, “Amanecí en tus brazos”, bajo una cabecera de flamígeros resplandores, tan explosivos como la repentina revelación de que ya han procreado hijos cuando aún estaban definiendo su situación amatoria, y momentos antes de que la nefasta mujerona certifique con intimidatorios balazos al aire su precipitada ruptura con el tembeleque compositor. La segunda mujer, particularmente explotadora, es la joven y bella bailarina llamada Florinda (Lina Santos), de cuerpo perfecto, gesto dulce y fingido acento texano, para componer una obvia y alevosa traslación de la cantante dieciseisañera Alicia Juárez, la última compañera de un José Alfredo 27 años mayor; ella se encargará de darle la puntilla al atormentado cantautor en prematura decandencia, de escupirle vejaciones en plena faz (“Tus enfermedades y tus achaques, fucking shit”) y de devolverlo como material de desecho otra vez al redil, a la esposa y sus hijitos (“Quisiera estar siempre junto a ustedes”), para hacerlo morir al estilo de Álvaro Carrillo de Sabor a mí, también en olor de santidad familiarista y componiendo canciones testamento: “El rey”, cuya letra triunfalmente machista da nombre a la cinta (“No tengo trono ni reino / pero sigo siendo el rey”) y una acción de gracias a la vida que es su propia parodia (“Si tuviera con qué / me compraría otros dos corazones”).

En quinta y última instancia actúa la devastación de la personalidad supeditada. La impresión de achicamiento del héroe y su derrota serán inevitables. Tal parece que el único acto voluntario, libre y espontáneo de José Alfredo en toda su vida fue llevarle una margarita con un solo pétalo a su noviecita santa Paloma en la iglesia (“Ya la consulté”). Lo demás corresponde a un pobre tipo al que primero sus cuates y luego todo mundo embarca, empuja, manipula, coarta, chantajea, aconseja (que cuide a su familia, como le propone Aída Cuevas), aleja del trago invisible, le exige separación o divorcio, e impulsa a aceptar la muerte (“Al fin que nunca se muere uno antes de que se muere”).

Al final, la existencia superalienada del ídolo popular se redondea: ni siquiera su muerte podrá ser la suya. El que muere es otro individuo. A él, un no-individuo, la banda sonora lo deja cantando en la oquedad y la imagen retrotrae la figura del niño con palomita que le daba la mano a una amiguita trenzuda, para irse a posar juntos ante el ocaso de la nada existencial vuelta premonición y ciclo cancelado.

El horror chafito

El horror chafito se conforma con ser eco de otros ecos del terror. Supresiones, derivaciones, desvíos, decepciones, repeticiones, reducciones al absurdo de los verosímiles del cine fantástico. De estos elementos está conformado el discurso de películas como Vacaciones de terror (1988), tercer largometraje en menos de un año del debutante de la tercera generación / degeneración de nuestro churrismo industrial René Cardona III (Las borrachas, 1988; El día de las sirvientas, 1988).

Supresiones: Vacaciones de terror suprime la brutalidad sadomasoquista, los chisguetes de sangre humana y el canibalismo de la carroña que se han vuelto de rigor en el estandarizado gore film de los ochentas, tanto en el cine del primer mundo como en las versiones del segundo y tercer inmundos.

Derivaciones: Vacaciones de terror deriva sus sobresaltos de una sola situación. Cierta muñeca diabólica produce catástrofes entre un reducido grupo humano. Una sola situación que es derivativa de numerosos relatos previos; incluso su planteamiento básico resulta idéntico al de cintas de horror paródico clase b como Chucky, el muñeco diabólico (Holland, 1988), aunque con muy inferior producción y desarrollo más convencional en el caso del film nacional. Una sola situación que jamás se renueva, como si la película derivara también de sí misma. De vacaciones con su familia en una solitaria casa de campo, la pequeña Gaby (Gianella Hassel Kus) halla una vieja muñeca y se encariña con ella; de pronto empiezan a sucederle anomalías y desgracias a todos los miembros de la familia, hasta que la primota mayor Paulina (Gabriela Hassel) consigue arrojar a las llamas al perverso juguete que causaba los disturbios y la normalidad parece restablecerse. De lo incomprensible y la maléfica irracionalidad de los ataques gratuitos, que nunca se sabe cuándo, en qué punto y cómo pararán, ni su objetivo último, deriva el interés de la acción y sus acentos.

Desvíos: Vacaciones de terror desvía su voracidad de impactos hacia una cadena de sorpresas animistas. Aparecen bestezuelas fuera de lugar: unas víboras súbitas se descuelgan en interiores, ratas coronan la carne agusanada dentro del refrigerador. Algunos objetos cobran amenazante vida: un rústico talismán centenario refulge al emitir luces azules o amarillas, los cuchillos vuelan para clavarse por voluntad propia en extremidades humanas, el espejo se traga al joven protagonista y sólo al final lo expele, los huevos estallan sobre un plato en frío, la luz eléctrica se va y regresa sin apenas convocarla, la vajilla da origen a un sinfín de proyectiles peligrosos, el candil se desploma sin motivo eficiente, los sillones tienden trampas al paso, los juguetes electrónicos se accionan de manera autónoma y se organizan en desfile, un cochecito movido por manos infantiles junto a la chimenea gobierna por control remoto al automóvil del padre que se accidenta en la carretera, un camión de redilas sin conductor persigue una inopinada presa humana, lámparas y estatuas disponen un show de estallamientos y la cerradura de la puerta principal se pone al rojo vivo para que lenguas de fuego penetren por las ventanas.

Decepciones: Vacaciones de terror decepciona con su horror rosa al gusto por la nota malsana, a la manía de los efectos especiales repugnantes y al sembradío de muertes por doquier. Nadie muere, salvo la bruja maldita que ha sido quemada viva en el prólogo “de época”, y un feto avanzado que aborta dentro de la panza de mamá, convertida materialmente en bolsa de agua, cuando la mujer quería arrebatarle la muñeca diabólica a su hijita.

Repeticiones, apagadas repeticiones al infinito: Vacaciones de terror repite hasta la saciedad el inquietante gag de los vegetales y las inoportunas cosas que sangran. El retorcido árbol de la ancestral inmolación brujeril sangra al golpe del hacha abandonada, las parejas sangran bajo los latigazos electroacústicos de la trabajadísima música de Eugenio Castillo.

Reducciones al absurdo, reducciones al absurdo de otros absurdos del cine fantástico: Vacaciones de terror retuerce el absurdo de una imagen encristalada que debe ser intimidante a priori, el absurdo de un fuego purificador que nada logra purificar, y el absurdo de una casa embrujada que le cae encima varias veces al ileso héroe juvenil y, al final, otra vez llena de polvo, sigue en pie, para ser vencida y seguir jugando al eterno retorno de los ecos del terror.

El horror chafito despliega un horizonte hormiga de posibilidades prestigiosas para no mirar de frente a su mediocridad. No le queda de otra. Es un nuevo cine de horror mexicano, que ha surgido a partir de dos imposibilidades: imposibilidad de recrear el pasado nacional del género, imposibilidad de estar a la altura de las spielbergianas exigencias de la competencia. Por un lado, se desentiende de los escasos pero valiosos aciertos mexicanos que lo precedieron: las historias de espantos decimonónicos (El fantasma del convento de De Fuentes, 1934; El misterio del rostro pálido de Bustillo Oro, 1935), la aclimatación de mitos clásicos (Retorno a la juventud de Bustillo Oro, 1953; El vampiro de Méndez, 1957), la eclosión de las parodias delirantes (Santo contra las mujeres vampiro de Corona Blake, 1962, a la cabeza) y las estoicas experiencias de la originalidad imaginativa (Taboada, guiones de Miret). De todo ello se hace simplemente borrón y cuenta nueva.

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