Ismael Lozano Latorre - Pasaje Begoña

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La Noche de San Juan de 1971, la oscuridad se apoderó para siempre del Pasaje Begoña. Una gran redada de los grises acabó con aquel corredor de Torremolinos donde reinaba la libertad y el respeto; un sitio especial donde los visitantes podían mostrarse tal y como eran, con independencia de su género, raza o tendencias sexuales.Gritos, llantos, lamentos. La magia y la elegancia chocaron con la brutalidad y la injusticia del régimen franquista. Fusiles contra lentejuelas. ¿Se puede volar cuando te han arrancado las alas?Un matrimonio forzado entre un homosexual y una discapacitada intelectual, un camarero enamorado, un adicto y una mujer atrapada en un cuerpo que no le pertenece se mezclan en esta novela que brinda un merecido homenaje a este episodio tan importante de la historia LGTBI de España.Atrévete a descubrir el Pasaje Begoña de la mano de Ismael Lozano Latorre. Atrévete a leer la esperada novela del autor de Vagos y Maleantes, que ha conquistado el corazón de miles de lectores. #pasajebegoña

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—No te preocupes —le dijo con ternura—. Cuando seas mi mujer yo no te esconderé—. Y ella no pudo evitar inundar su cara con una sonrisa.

La iglesia estaba al principio de la calle San Miguel, bajo la torre Pimentel y el comienzo de la Cuesta del Tajo. Era pequeña y humilde, tenía solo una nave rectangular y estaba plagada de tallas e imágenes. Se construyó en 1896 sobre una antigua ermita. Era de estilo neoclásico y doña Mercedes había encargado que la decoraran para la ocasión con claveles rojos, la flor favorita de su hija.

—Todavía estás a tiempo de escaparte —le susurró Diego en voz baja, en la puerta de la parroquia.

Antonio, embutido en un traje azul marino, sonrió con la sonrisa más triste que su amigo le había visto nunca.

—Si quieres irte corriendo yo te seguiré y te cubriré la retaguardia —insistió con sinceridad.

—No puedo —le contestó—. Se lo debo a mis padres y también a Rosario. No se merecen que haga algo así.

Diego, que seguía sin creerse lo que estaba sucediendo, lo miró con afecto y crispación, esperando que su amigo entrara en razón.

—¿Y qué pasa contigo? —le preguntó—. Te has pasado la vida cuidando a los demás: primero a mí, luego a Pablo, después a Rosario y a tus padres. ¿Y quién cuida de ti? ¿Es que no tienes derecho a ser feliz?

Antonio, con la mirada fija en la puntera de los zapatos, suspiró.

—Yo la he cagado y he perdido mi oportunidad —le contestó con franqueza—. Deja por lo menos que intente que las personas que me importan sean felices.

El coche de don Luis aparcó en la calle de los Santos Arcángeles y de él descendió Rosario, seguida de sus padres. La torre de Pimentel los miraba con expectación y Antonio, angustiado, tragó saliva intentado no atragantarse.

Hacía calor y el novio se empapaba de sudor debajo de la chaqueta.

Rosario estaba guapa, simple pero elegante. Llevaba un vestido blanco ancho en la cintura y un velo largo que le llegaba hasta los pies. Su rostro limpio (una base de maquillaje le habría venido bien para ocultar su acostumbrada palidez, pero no la había usado). Lo único que iluminaba su mirada era su sonrisa, una sonrisa extraña, picassiana, con el labio superior enrollado mostrando su carnosa encía.

En su mano derecha un broche dorado con forma de mariposa y un par de esmeraldas engarzadas. Era de su abuela, la única que nunca la había llamado retrasada y que la trataba como a una niña normal. Su madre le regaló esa joya al cumplir los dieciocho años y la guardaba como un tesoro. Cuando tenía que hacer algo importante, Rosario siempre lo llevaba apretado con fuerza y así era como si su abuela la estuviera guiando de la mano y protegiéndola.

Estaba feliz, contenta, aquel era su sueño y nada ni nadie podría arrebatarle ese instante de felicidad. Daba igual que aquella boda fuera una farsa y que él no estuviera enamorado. ¡Ella lo quería! Antonio era su príncipe azul y la princesa Caracol, por fin iba a pasar por el altar.

La novia comenzó a avanzar por la calle, dando traspiés y su madre, preocupada, la sujetó e impidió que se cayera un par de veces. El broche dorado apretado entre sus dedos.

—¡Te dije que no te pusieras tacones! —le riñó doña Mercedes—. No sabes andar con ellos. ¡Te vas a partir un pie!

Su hija, cojeando, frunció el ceño y se negó cabeza.

—¡Es mi boda! —le contestó obstinada—. Y las novias llevan zapatos de princesa.

—¡Vivan los novios! —gritó un testigo improvisado, y todos los presentes se giraron para pedirle que se callara.

Don Patricio y Encarna esperaban en la puerta de la iglesia. Antonio estaba junto a ellos, rígido, ansioso, preocupado. Al llegar a su altura, don Luis los saludó solemnemente alzando el brazo y ellos le respondieron. No hubo abrazos, risas ni halagos. Todos los presentes eran conscientes de lo que sucedía: aquella boda solamente era una pantomima, no había motivos para estar contentos, aunque la novia no dejaba de sonreír.

Rosario se emocionó al entrar en la parroquia y se le saltaron las lágrimas. Su novio la esperaba en el altar mayor y todo era tan perfecto que le temblaban las piernas. Había claveles, muchos claveles rojos. Antonio le acarició la mejilla y le prestó su pañuelo para que se sonara los mocos.

—Estás muy guapa —la piropeó, y ella se sonrojó.

—Estamos aquí reunidos para unir en santo sacramento a Antonio López Barrera y Rosario Gutiérrez Ramos —comenzó a decir el cura con majestuosidad, y la novia, conmovida, casi se cayó de los tacones.

CATORCE

ANTONIO

20 de febrero de 1970

Antonio caminaba cabizbajo mientras las farolas vomitaban su luz amarillenta en las aceras. Estaba borracho y sus piernas avanzaban sin rumbo fijo. Pasó por la plaza de la Gamba Alegre, el tablao El Jaleo y, más tarde, por la puerta de la marisquería La Chacha. Descendió por la calle San Miguel, se quedó en silencio observando la torre Pimentel y no pudo evitar gritar y darle un puntapié a una piedra. ¡Estaba cabreado! ¡Furioso! Pablo había vuelto a humillarlo y había decidido alejarse de él. Aquella discusión parecía la definitiva, Antonio le había dicho que no quería volver a verlo y Pablo, altanero, se había encogido de hombros, como si no le importara, y lo había dejado con la palabra en la boca.

«Es lo mejor, es lo mejor…», se repetía a sí mismo mientras avanzaba por las calles, pero algo le decía que era un error. Si era lo mejor, ¿por qué le dolía tanto?

Diego le había pedido que se quedara en el Pasaje Begoña y se tomara una copa con él, pero Antonio había preferido estar solo. Quería que el aire le aclarara las ideas, aunque no lo había logrado: ahora se sentía triste y miserable.

Las escaleras que llevaban a la playa de El Bajondillo a su derecha. No sabía cómo había llegado hasta allí. ¿O quizá su subconsciente había guiado sus pasos?

Antonio se apoyó sobre la pared decidiendo si bajar o no.

No era la primera vez que acudía a aquella zona. Estaba cerca de casa. Solía haber hombres de todas las edades, malagueños, pero también turistas. Sexo esporádico con desconocidos con la complicidad de la noche. La última vez había mantenido relaciones sexuales con un americano que se parecía a Robert Redford.

Necesitaba el roce de otra piel que le subiera la autoestima.

Excitante, morboso y peligroso.

Una manera desesperada de arreglar una velada que estaba siendo un desastre.

Antonio cruzó la puerta nervioso y comenzó a bajar escalones. Le atraía aquel juego, no podía negarlo; el ardor y el miedo se mezclaban con los jadeos y el murmullo del mar. El camposanto a sus pies. Su miembro erecto presionó la cremallera del pantalón cuando percibió las primeras sombras.

—Ssshh, ssshh —lo llamó alguien desde una esquina, pero él no respondió, porque todo el mundo sabía que al inicio estaban las peores presas.

Su corazón acelerado.

¿Qué hacía allí? ¿Por qué había ido? Se refugiaba en el sexo cuando lo que buscaba era amor. Sabía que cuando eyaculara se iba a sentir peor. Vacío. Hueco.

Venus, de Shocking Blue, en su cabeza.

En la playa, cuerpos desnudos haciendo el amor entre las barcas.

Tres escalones, cinco, diez… La oscuridad se acentuaba y las sensaciones se volvían más intensas. Olía a sexo, a sexo y a mar.

¿Por qué no se marchaba? Todavía estaba a tiempo.

Las llamas de los cigarros iluminando a los desconocidos, que, guarecidos en sus escondites, esperaban un encuentro fortuito. Faros incandescentes que con cada calada incitaban a pecar.

Nervioso.

Antonio estaba nervioso.

—Ven aquí guapo —le pidió alguien, y una mano seductora intentó cogerlo por la cintura, pero él escapó.

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