Carlos Alberto Cardona - La pirámide visual - evolución de un instrumento conceptual

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Esta obra ofrece una reconstrucción racional, ajustada a las categorías de Imre Lakatos, del programa de investigación que fija una pirámide geométrica con el objetivo de dar cuenta de la percepción visual. El estudio muestra cómo se adelantaron maniobras propias del cinturón protector para conservar viva la posibilidad de usar la pirámide como artefacto de la investigación. Se muestra que la defensa de las posibilidades de uso del instrumento permite agrupar diversos enfoques teóricos que asumen muy diversos compromisos ontológicos. Los obstáculos más importantes a vencer se pueden sintetizar así: (i) la actividad del sensorio no se reduce a lo que ocurre en un punto geométrico –el vértice de la pirámide–; (ii) los trayectos de mediación objeto-sensorio no son rectos, como supone el instrumento; (iii) no vemos con un ojo, nuestro sistema es binocular y (iv) ni el objeto, ni el sistema ocular se encuentran en reposo. En la reconstrucción se han identificado los hitos centrales del programa y se han hecho gravitar en torno a autores y épocas bien delimitadas. Además de los movimientos protectores, se perfilan las críticas más poderosas dirigidas a la semblanza misma del programa de investigación.

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La idea de concebir un escenario de evaluación científica neutral, apoyado simplemente en términos observacionales y oraciones protocolares, dejó ver su naturaleza efímera y fue contundentemente derrotada. Argumentos poderosos, como los de Norwood Russell Hanson (1924-1967), mostraron que no es conveniente insistir en concebir un tipo de observación absolutamente neutral; antes al contrario, toda observación está contaminada con compromisos teóricos (Hanson, 1958). Así las cosas, cuando decimos que una proposición elemental es verdadera, este enunciado está sujeto a la interpretación que demos a los términos observacionales que, a su vez, son teórico-dependientes. Los resultados citados dejaron poco espacio para seguir confiando en las proposiciones atómicas como unidades mínimas de evaluación empírica.

Supongamos, en gracia de discusión, que contamos con criterios neutrales para decidir si una proposición atómica es verdadera. Los enunciados de la ciencia que resultan de importancia capital no son propiamente las proposiciones atómicas, sino los enunciados con cuantificadores universales de alcance no restringido; enunciados de la forma “todos los cuervos son negros”. Para evaluar empíricamente este tipo de proposiciones, necesitamos criterios lógicos que autoricen la transición desde enunciados singulares reconocidos como verdaderos, a enunciados también verdaderos, con cuantificadores sin restricción en el alcance. De contar con estos criterios, habríamos resuelto el problema de la inducción. 3

Los poderosos argumentos de Nelson Goodman (1906-1998), entre otros argumentos, llevaron a concluir que siempre es posible construir enunciados universales, que coincidan en sus instancias para una base finita de observación, aunque puedan diferir substancialmente para instancias aún no observadas (Goodman, 1983, pp. 59-83). En ese orden de ideas, ninguna base finita de observaciones puede esgrimirse como respaldo definitivo para un enunciado con cuantificadores universales proyectables, sin restricción alguna. Así las cosas, la mínima unidad de evaluación empírica no es ni la proposición elemental, ni el enunciado universal.

Las críticas al reduccionismo formuladas por Willar Van Orman Quine (1908-2000) condujeron a considerar la posibilidad de defender alguna forma de holismo (Quine, 1951). Es decir, no tienen que ser las proposiciones elementales aisladas las que se someten al tribunal de la contrastación; se puede pensar, más bien, en hacer, de las teorías, la mínima unidad de evaluación empírica.

Es cierto que son muy discutidas la naturaleza y la estructura de una teoría. Podemos, sin embargo, estar de acuerdo en que una teoría es un cuerpo de principios básicos, a partir de los cuales, con ciertas condiciones antecedentes que definen el marco de aplicación, es posible inferir algunas proposiciones que se pueden someter a contrastación.

Los principios constituyen el corazón de las teorías y, dado su carácter universal y el hecho de que en su contenido no puede haber términos que refieran a objetos singulares, antes que proposiciones, son esquemas para producir proposiciones. Una teoría es, pues, un esquema para ocuparse de lo que todavía no es el caso (predicciones), de lo que fue el caso y ya no lo es (postdicciones) o de lo que podría haber sido el caso sin serlo en el momento (evaluaciones contrafácticas o subjuntivas).

Dado que en los principios básicos de una teoría no se puede hacer mención a objetos singulares, no podemos valernos de tales principios para hacer predicciones, postdicciones o evaluaciones contrafácticas, si no contamos con condiciones auxiliares que indiquen cómo podemos reemplazar, en las leyes universales, los términos vacíos de referencia, es decir, los términos teóricos, por los términos que sí refieren en dichas condiciones auxiliares. 4

La evaluación empírica de teorías enfrenta dos, entre otros tantos, problemas básicos: puede ocurrir que, siendo verdaderas todas las consecuencias finitas de una teoría, muchos esquemas teóricos, aunados con condiciones antecedentes adecuadas, conduzcan a las mismas consecuencias, pero difieran en consecuencias aún no observadas. También puede acontecer que una consecuencia verdadera se logre a partir de una teoría falsa, armonizada con condiciones auxiliares también falsas. 5En ese orden de ideas, las teorías no pueden ser la mínima unidad de evaluación empírica.

Karl Popper (1902-1994) sugirió una forma ingeniosa para conservar esquemas deductivos en la práctica científica y salvar las dificultades que surgen al reconocer la imposibilidad de dar una respuesta positiva al problema de la inducción. Si bien es cierto que la verdad de p (las consecuencias que se derivan de la aplicación de una teoría) no garantiza, de suyo, la verdad de las teorías que permiten su anticipación, sí podemos aseverar que la falsedad de p autoriza inmediatamente el reconocimiento de la falsedad de las teorías así evaluadas. En ese orden de ideas, es el modus tollens el que rige el esquema fundamental de la práctica científica y no el modus ponens . Contamos con criterios para desacreditar teorías, mientras carecemos de criterios para verificarlas. La tarea básica de la actividad científica no consiste en verificar teorías que tenemos por verdaderas, sino en falsear teorías o procurar hacerlo (Popper, 1935/1991, pp. 27-47).

La propuesta de Popper encara dos dificultades centrales: por un lado, presupone que hemos resuelto el problema de la base empírica, esto es, que existen criterios para decidir si una proposición elemental es falsa con independencia de cualquier compromiso teórico; por otro, si aceptamos que podemos reconocer la falsedad de p sin adquirir compromisos teóricos, no es del todo seguro que podamos concluir con ello la falsedad de la teoría que facilitó su predicción. Puede ocurrir que la dificultad se encuentre en las condiciones auxiliares, por ejemplo. Más aún, si aceptamos que las condiciones auxiliares no ofrecen dificultad, todavía podemos intentar realizar modificaciones ad hoc en la teoría para salvar las apariencias. Popper aceptó la legitimidad de salvar teorías agregando modificaciones ad hoc , siempre que este movimiento incrementara el grado de falsabilidad de la teoría en su conjunto.

Imre Lakatos (1922-1974) mostró que hay una buena cantidad de episodios históricos que sugieren que los hombres de ciencia no son del todo proclives a aceptar las recomendaciones metodológicas de Popper (Lakatos, 1978, p. 30). Por ejemplo, en ocasiones, los científicos proceden con lentitud irracional: aun cuando reconocen que la teoría tiene una instancia de falsación y aceptan que las condiciones auxiliares son confiables, aun así se demoran en desacreditar la teoría ( v. gr . la demora en incorporar las anomalías del corrimiento del perihelio de Mercurio entre los falsadores potenciales de la gravitación newtoniana). También puede darse que los hombres de ciencia se empeñen en defender teorías, a pesar de la abundante evidencia en contra ( v. gr . Galileo aceptó la mecánica celeste heliocéntrica, pese a la abrumadora evidencia en contra de la rotación de la Tierra).

El panorama descrito hasta el momento sugiere una crisis profunda en el marco de quienes han querido ofrecer un fundamento racional para la práctica científica, al mismo tiempo que han pretendido desacreditar las especulaciones que denominan “metafísicas”. Este horizonte nos deja con tres alternativas abiertas: por un lado, se puede defender una forma de anarquismo (Paul Feyerabend [1924-1994]), proclive a sostener que no tiene sentido buscar criterios de demarcación y que, al contrario, lo que puede animar el progreso científico es dejar abierta la posibilidad de escuchar todas las alternativas en igualdad de condiciones; no contamos con criterios para declarar ciertas prácticas como racionales, mientras desacreditamos otras con el apelativo de “irracionales” (Feyerabend, 1975/1986).

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