Se pusieron uno junto al otro, eran iguales pero Jesús era mucho más corpulento.
—¿Ves? —dice Ángel— es más alto que tú.
Había en su mirada una típica sonrisa cínica, la ponía siempre que urdía alguna putada.
—De eso nada—dice Nebreda—. No tiene importancia, pero son iguales.
—Es más fuerte —dice Ángel—, en una pelea no le dura ni un asalto —y movió la cabeza hacia donde estaba Blanch—. ¿Eh macho?—continuó dirigiéndose al Orejas—, demuéstrale quien eres.
Ángel se empinó, pasó su mano por el hombro de Jesús y le dio unas palmaditas en la espalda.
— Blanch es un pelota —dispara Ángel.
—¿Qué dices? —contesta el Largirucho.
—¿Por qué ha sido el único en aprobar todo?
—Mentiroso—dice Nebreda—. Aprobó porque estudió. No tenéis ni puta idea. Todas las tardes del mes pasado fui a su casa, y no quiso salir. Ni una.
—¿Tú, cuantos cates? —dice Ángel al Orejas.
—Cinco —contesta.
—Todos tenemos cates —concluye, seguro: Eduardo, tres, tú, dos, yo una y el pelota aprobó hasta las mates.
—¡Enano! —chilla Blanch, fuera de sí—y da un empujón a Ángel.
Estaba al límite, que le dijese “pelota” supuso la gota que colmó el vaso, los listillos estaban a punto de conseguir su propósito. Eduardo y Ángel empujaron a Jesús que tropezó y cayó sobre Blanch. Estaban en el suelo. Nebreda se acercó y se interpuso entre ambos.
—¡Dale su merecido! —chilla Ángel.
—¿Qué es el viento? las orejas… —canta Eduardo.
Se habían levantado, parecía que estuvieran en el ring con el árbitro separándolos. Jesús lanzó un puñetazo a su adversario, al estar demasiado lejos, impactó en la cara de Nebreda, daba la impresión de que su amigo se interpuso ex profeso. Los ojos encendidos de ogro— se le ponían siempre que se excitaba— le disgustaron, lo habían conseguido. Jesús se lanzó contra Blanch porque contactó primero, igual podría haber ido contra Ángel o Eduardo. Nebreda le dio un derechazo seco en la nariz, el Orejas cayó. Sangraba.
—Sangre —dice el Larguirucho—, está sangrando Jesús. Dejadlo ya.
—¡Dale fuerte! —grita Ángel—. Mira lo que te hizo.
Se divertía de lo lindo el cabrón, era el circo que habían tramado. Se lanzó, cogió su cuello, cayeron al suelo; él estaba sobre Nebreda con toda su corpulencia pero logró zafarse de él, se levantó de un brinco. Hicieron un círculo, rodeándolos. El Larguirucho pensaba el calvario que le había evitado su amigo, “yo hubiese llevado las de perder”. Quería intervenir, no sabía cómo, una fuerza misteriosa se movía ardiente en su interior, la mitad miedo, la mitad rabia por lo injusto de la situación, le daban ganas de dar un puñetazo al cabrón de Ángel “¿Qué podría hacer sin quedar de cobarde?”.
—¡Dejadlo! Ya está bien —grita, —y se acerca con precaución.
La cabeza del Orejas parece un spuknik ruso. No tenía nada contra nadie pero le habían calentado.
—Vamos campeón —dice Eduardo.
—¡Cabrón! —dice Blanch, fuera de sí—. ¿¡Por qué le azuzáis!?
—¡¿A que te pego dos hostias?! —contesta Eduardo.
—¡Venga! —contesta el Larguirucho.
Un grito desvió la atención de los nuevos púgiles.
—¡Ay! —chilla El orejas—. Hijo puta…
Y se retiró quejumbroso, retorcido de dolor. Sus manos ya no rodeaban el cuello de Nebreda, cruzadas sobre su entrepierna, calmaban el dolor de los testículos. Enmudecieron. El Larguirucho aprovechó, se acercó a Jesús: “no tengo nada en contra tuya, eres más fuerte que yo, pero estos quieren divertirse. Siento lo ocurrido”. Y le tendió la mano.
—¡Y yo! —dice el Orejas.
Se abrazan, Blanch se acerca, les coge por el hombro y le da un pañuelo limpio al Orejas. Se pregunta desconcertado si Nebreda le enseñó qué hay algo en nuestro interior más poderoso que los puños—el ejemplo de la violencia en casa, los palos en el colegio—. A partir de entonces empezó a sentir la razón agazapada dentro de sus entrañas. Estaba ahí. El problema era cómo sacarla. A pesar de sentir agradecimiento y admiración por Nebreda, desconocía que su recién cuajada amistad, sería muy importante para los dos.
—Estás muy callado—dice la madre durante la cena. Llevas varios días que no sé qué te pasa.
—¿Yo? Estoy cansado.
Se come las cuatro cosas que le apetecen aprovechando que no está su padre y sube a su alcoba. «Qué cosa tan especial», se dice en la ducha. Y siente una especie de asco, se ve introduciendo el pito por la rajita de su hermana. «Será pecaminoso, seguro, el padre José siempre lo dice en clase de religión, «no hay que acercarse a las chicas para hablar con ellas, ni cogerles las manos para jugar, y mucho menos, abrazarlas»». A la hora de acostarse, piensa «no intentaré en el futuro más ascensiones a los árboles, debo confesarme lo antes posible (no quiero ni pensar la bronca que me echará). Por lo menos será pecado venial». Él pudo por fin colocar todas las piezas de su rompecabezas. Relajado se quedó dormido como un tronco.
La tarde del día siguiente, en el habitual paseo de la merienda agradeció a su amigo la intervención con el Orejas, “a mí me hubiese machacado, pero te colocaste en el sitio adecuado”.
—No me parecía bien que por envidia, Jesús te rompiera la cara. Le tienen dominado. Está como una cabra.
—¿Envidia?
—Sí, por aprobar todas las asignaturas. Por ser el único.
—¿Es posible?
—Blanch, no seas bobo, no todos son como nosotros. ¿Comprendes?
—Sí, sí.
—¿Cómo puedes estudiar tanto? —dice Nebreda, que enciende un cigarrillo—. Es increíble.
— No es porque sea pelota.
—Le tomaste el gusto, empezaste a entender las materias, de entonces te viene lo del “empolle”
—No. Lo que no entiendo yo es cómo aguantáis los palos.
>No se lo digas a nadie. Yo sufría mucho. El cabrón del Napias, el jarabe de palo cada final de mes, me dolía una barbaridad, todavía me duele; el golpe del palo de fresno es cómo un cuchillo que se me clava en la mano, me atraviesa la palma y me sube por el brazo hasta la cabeza; no sé cómo te sentarán, yo no podía más. ¿Sabes, macho? Un día, asustado, decidí estudiar aunque no entendiera. No se me ocurrió otra cosa para evitar los palos; no comprendo mucho las matemáticas que estudio pero las memorizo, me quedo con el mecanismo a seguir para solucionar los problemas.
—Hay cosas peores—contesta Nebreda, serio. —Y enciende otro cigarrillo, mirando ido hacia la casa de su amigo.
Se sentaron en el escalón de granito de la entrada. El aire primaveral se levantó de repente, dejó caer algunas semillas de los enormes árboles que jalonaban la calle. Frente al chalé, los vecinos jugaban un partidillo levantando una gran polvareda ocre que dispersaba la luz de poniente produciendo figuras fantasmagóricas, muy hermosas. Se quedaron en silencio, embelesados. El Larguirucho desconocía que su instinto de supervivencia—memorizar sin entender— era un castillo de naipes, tarde o temprano se derrumbaría. Y dentro de un tiempo—en matemáticas de quinto curso—llegaría el momento crítico. No entendería nada de nada, los cimientos sobre los que crecía su edificio, de arena suelta, no aguantaría.
Hoy juegan el Real Madrid y el Barcelona.“Es posible que lo televisen”. No sabía qué hacer, le daba vergüenza ir a casa de la familia Blázquez. Si había algún programa que le gustaba, como aún no tenían televisión, iba a casa de los amigos de sus padres: el partido, el serial, cualquier cosa con tal de ver a Lupe— Guadalupe—. “Jope, que corte, llamar otra vez, preguntarles si puedo ir, ya es hora de que tengamos TV, aunque si ocurriese, no la vería nunca”. El corazón de Blanch empezó a traquetear como un vagón de madera del primer tren de vapor que acercó Barcelona y Mataró a mediados del diecinueve. Ella le hacía tilín, tenía tres años más, la edad de la niña bonita, ojos grandes avellana, melenita medio rizada, los nervios se le desataban nada más entrar. Cuando abría la puerta, le temblaban las piernas. A veces estaba tan inseguro que, antes de llamar al timbre, tomaba la decisión de volverse, salía disparado como gato escaldado. Al llegar a su casa le decía a la madre cualquier disculpa que justificase el brusco cambio de planes. Lupe le miraba con su dulzura característica desde la puerta. La sonrisa limpia, hermosa. Su “¡Hola Vicente! pasa, va a empezar el partido”, encendía las bujías de su motor romántico, le aumentaban las revoluciones. Tenía la sensación inconsciente, de que ella podía escuchar los fuertes latidos de su corazón. Y le ponía más nervioso.
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