1 ...8 9 10 12 13 14 ...17 Una vez arriba respiró hondo, miró el despejado y amplio espacio: más grande que un campo de fútbol, el solar descendía suave a una calle ancha y poco transitada, alejada. Allí se divisaba la parroquia a la que iba a misa con sus padres y hermanos todos los domingos y fiestas de guardar. Sobresalía el campanario y a mitad del campo, la cueva de los gitanos. Se sentaba en el mismo bloque de piedra, cogía sus rodillas y las abrazaba instintivamente con fuerza, como si fuera su madre. Había alcanzado el escondite, el lugar donde se refugiaba a diario para serenar su espíritu. Un sitio donde nadie le molestaba. Allí daba rienda suelta a sus fantasías, a los deseos e inquietudes. Del niño que no quería dejar de ser. Miró hacia el principio de la calle, subía la cuesta una pareja. Más cerca un ama de casa cargaba con dos bolsas de la compra repletas, ascendía con dificultad. La plazuela empezaba a poblarse de feligreses, “la misa de siete”. Su mano rascó inconsciente la costra de la rodilla, le faltaba poco para separarse de la piel, el intenso picor le hizo mirar su herida, de un trocito levantado manaba sangre; levantó la cara, y serio, miró la roja pradera de los tejados de chalés que se extendía a la derecha, recordando recientes sucesos en la checa…
… Aquel viernes final de mes a última hora de la tarde, el delicado momento de la entrega de notas. La clase era una sala cuadrada y pequeña, con dos filas de pupitres corridos a ambos lados y un pasillo central. Tenía un estrado estrecho al fondo en el que estaba la mesa de los profesores. Las paredes de la clase carecían de decoración, excepción hecha de dos símbolos obligados: un crucifijo y una foto del excelentísimo señor don Francisco Franco (caudillo de España y Generalísimo de sus ejércitos), el último situado algo más a la derecha de la cruz, los dos sobre una alargada pizarra verdosa y polvorienta; aún quedaban en el tablero trazos de tiza con ecuaciones borrosas.
—Vamos al reparto de premios—dijo el padre Francisco que había entrado con la vara de fresno en la mano, golpeándola suavemente contra su palma izquierda.
El padre Francisco El napias, era el director de “la checa”. La Juliana —bautizada con sorna por Eduardo y otros compañeros mayores de la clase—, hacía derramar tantas lágrimas que se hubiera podido hacer una sopa, juntándolas. El murmullo se cortó de inmediato y un silencio sepulcral invadió el aula. Unos se miraban frotándose las manos, otros se las metían en sus bolsillos, algunos cerraban los ojos. Había una pila de cartillas azules sobre la mesa. Es posible que pensaran cuántos cates tendrían.
—Joaquín Nebreda ¡A la palestra! —dice el pater, con sonrisa maliciosa. —Veamos si ha trabajado. O necesita jarabe de palo.
Nebreda avanzó cabizbajo, atravesó la fila de pupitres y esperó tembloroso junto al estrado; no se atrevió a levantar su cabeza para mirarle, el director consultó su cuadernillo azul; por su cabeza debían pasar raudas las escenas del último “reparto de premios”, antes que El napias pronunciase su nombre, tenía un pánico tal que, automática, su mente saltaría a otras escenas menos terribles, como si dentro de ella existiera un mecanismo de defensa.
—Señor Nebreda—dice sarcástico—, dos calabazas, matemáticas y gimnasia. Dos cates menos que las últimas. La medicina sana la herida. ¡Venga esa mano!
Sus ojos miraron por encima de Nebreda al resto de los alumnos asustados. Dispuesto a cobrar el tributo de dolor, El napias buscaba el efecto ejemplarizante; convencido que su método es el idóneo, lo vive con verdadera pasión, se diría que en vez de profesor y curandero de almas, tiene vocación de verdugo.
—¡Por Dios que os haré estudiar! Os haré unos hombres de provecho. Como me llamo Francisco—continuo golpeando la Juliana.
Nebreda extendió su mano trémula, entreabriendo los ojos. Al levantar el cura el brazo, la vara llegó a tocar la pizarra por su extremo. La fuerza del verdugo imprime la velocidad requerida para asestar un tremendo golpe en la palma del reo. Al ver la Juliana pasar a la altura de la cabeza del director, la encoge involuntariamente.
— ¡Quieto ahí! No la quite. Póngala plana. Uno de propina.
Los ojos de cura brillan aún más. Su expresión denota más satisfacción que disgusto, así de entregado estaba a su misión. Nebreda extendió de nuevo su mano.
—¡Zas! —suena el trallazo del palo.
Toda la clase se estremeció, unos cerraron los ojos y se cogieron su mano, como si hubieran recibido el impacto. El golpe seco de la vara contra la mano levantó un pequeño revuelo. Nebreda se la chupó retorcido de dolor; se puso de rodillas y presionó suavemente la mano contra el suelo con ayuda del pie, consiguiendo refrescarla. La experiencia les había enseñado el beneficioso efecto de las baldosas.
—¡La otra! La letra con sangre entra. Así estudiaréis en vez de holgazanear con las chicas.
El cura, acalorado, se quitó el alzacuello blanco y se desabrochó varios botones de la sotana. Miró satisfecho las caras de los alumnos que asistían angustiados al “auto de fe” mensual. Al napias le halagaba la ficticia autoridad que la juliana le otorgaba entre sus alumnos, el método conseguía poco a poco sus objetivos, para él “el fin justificaba los medios”. Nebreda se retiró a su puesto con lágrimas en los ojos tras haber recibido su ración de jarabe. El padre de Blanch empleaba con frecuencia el término “jarabe de palo” en casa, cuando las cosas no iban como deseaba. “La que me viene encima” y se cogió la mano derecha con la izquierda. El asunto no era para menos, aunque estaba acostumbrado a los golpes de cinto, a los bofetones y otros maltratos que su padre le daba en casa. Cuando llegó su turno recibió los golpes de la vara como si de su singular calvario se tratase, refrescó sus palmas hinchadas igual que los demás, otro capítulo más de la misma novela, como en su familia, otra cucharada de la misma medicina.
El curso llegaba al final, apareció el calor y el Larguirucho no tenía nada claro que aprobase en junio todas las asignaturas. Para colmo dormía mal, se despertaba con pesadillas y entre lo que había que estudiar y ayudar a su padre en el jardín, los remates que faltaban del chalé—a él le gustaba mucho más este último trabajo —no tenía tiempo para nada. Miró sus palmas moradas con angustia, pensó en varias posibilidades para salir del infierno en el que se encontraba, pero las desechaba, no consideraba que fuera posible llevarlas a cabo con éxito; sólo le gustaba una, “he de librarme de la checa, así que iré a casa de los abuelos, le contaré a Merçè este suplicio, los palos de la juliana, los de casa, la angustia que me impide dormir bien. La abuela me quiere mucho, es lista, seguro que encuentra la solución, ella me llevará a otro colegio menos malo”.
Al día siguiente, después de ayudar a su madre a la compra, llamó a Merçè y como no salían por la tarde, le dijo que iría a merendar con ellos; cogió una bolsa vieja, metió una muda, un pijama, un par de duros de la caja del dinero de su madre y, sin decir nada a nadie, marchó a coger el tranvía, salió sigiloso por la puerta de atrás— la de la cocina—, aprovechando que ella estaba en el baño. No quiso contarle ni que iba a casa de Merçè, le conocía demasiado, seguro que le hubiese notado algo. Bajó la calle mirando al suelo, dejo la siniestra “checa” a la derecha y esperó en la parada. Al volver a la calle del viaje por las últimas dudas, notó que algo tocaba su pernera, Goset también se había escapado de casa, le siguió y pretendía subirse con él al tranvía.
—¡Lárgate Gos!—gritó al perrito—. A casa—y le movió la mano derecha indicándole el camino a seguir.
Goset no hace ni caso, se pone a su lado dispuesto a subir con su dueño, Blanch ha de esperar a que suba el último viajero, agarra al perro de la correa y le deja en la acera a la que levanta la mano para indicar al conductor que espere, con la pierna impide al can—que no tira la toalla —subir por las escaleras, por fin ha de darle una patadita para evitar el último intento de la mascota por acompañar a su amo. Las puertas se cierran con un estrépito metálico y a lo lejos, observa que el perrito acompaña corriendo al ruidoso vehículo unos metros, se para cansado, mira a los dos lados de la calle, olfatea, y recula hacia su casa guiado por el olfato. “Un perro desobediente”, dice con una sonrisa el cobrador que le da el billete.
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