Pedro Sánchez Jacomet - El tren del páramo

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El tren del páramo
Al comienzo del franquismo una catalana de familia acomodada conoce en el tren a un capitán de complemento del que se enamora. Del matrimonio nacerá el protagonista que será educado según las normas fascistas de la España una, grande y libre. Se verá influido, por un lado, de sus abuelos catalanes republicanos (perdedores de la guerra civil, y perseguidos), y por el otro, de las ideas de un padre falangista de la vieja guardia, autoritario, y de una madre católica, fanática, del bando de los vencedores. Blanch, el protagonista, conoce Cataluña en su adolescencia de boca de sus abuelos, personas con ocho apellidos catalanes, así como la historia escondida de España, la historia de los vencidos. ¿Cómo le afectará la educación castrante y autoritaria recibida de sus progenitores y los malos tratos del colegio religioso donde estudia el bachillerato? ¿Conseguirá llegar a ser un hombre de provecho como siempre le dice su padre? ¿Logrará aceptar su sexualidad a pesar del tabú y del pecaminoso sexto mandamiento inculcado por los curas? ¿Cómo le afectará la discriminación de ser catalán en la sociedad madrileña de la época? ¿Podrá aunar el sentirse catalán- como sus queridos abuelos-y español al tiempo?
Su amigo del alma, Nebreda– segundo protagonista–, es su compinche de juegos y dudas sexuales de iniciación durante la adolescencia; juegan, comparten aficiones, y se toman un gran cariño. Pierden el contacto durante su etapa universitaria aunque se reencuentran—paradojas del azar—en su vida laboral. Pero Blanch descubre a un Nebreda trasmutado que le recuerda a un afectado por el síndrome tóxico: ¡está tan distinto! Era atractivo y seductor de chicas en su barrio, ahora no es el mismo, medio calvo y demacrado en grado sumo le sorprende y preocupa. ¿Qué le ha sucedido? Blanch le ayuda, recuerdan juntos los viejos tiempos, para descubrir qué le sucede; en el interior de Nebreda se esconde un trauma, como amigo fiel intentará denodadamente hacer de psicólogo

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2

Al volver a casa, su madre tenía la cara larga, él intuía la causa, se dirigió a su cuarto.

—Vicentito ven aquí. Quiero hablar contigo.

—¿Qué pasa?

Ella, sentada en la mesa camilla, miraba el cuaderno de multiplicaciones, levantó la vista al llegar él.

—Hijo—dijo seria—, no entiendo, aquí pasa algo raro. La primera te has podido equivocar, pero la segunda, no cuadra ni un solo número de la fila. La última, me he tomado la molestia de ir con cuidado y tampoco cuadra ni uno. ¿No tienes algo que contarme? —y le mira con ojos escrutadores.

El Larguirucho no dice ni “esta boca es mía”, la cara de culpable le delata, él nunca miente a su madre y claro, ahora ella nota que algo le esconde. “Tú sabrás si quieres que se lo cuente a papá o lo hablamos nosotros solos”.

—Mamá, mamá, eso no, por favor, es que… Verás, hice la primera bien, pero quería irme al partido, estaba harto, son muy largas. Puse los números al tun-tun.

—¿Qué?—dice incrédula—, a la vez que hace un gesto raro con la mano y agacha la cabeza, sujetándose la risa. No quiero que vuelva a pasar, hazlas bien antes de que llegue tu padre. Si no lo haces, habrá castigo. —y le alargó el cuaderno, forzando una cara larga.

Y así acabó la estrategia de Blanch El Larguirucho por acabar pronto los deberes.

Hace tiempo la familia Blanch salió de vacaciones a Galicia, a la madre le encantaban los mariscos y la playa, fue la primera ocasión que el niño veía el mar; el viaje con transbordo incluido fue toda una aventura para el Larguirucho, que zascandileó arriba y abajo de los coches, y en el bar, descubrió que la cerveza sabe fatal.

—Quiero probarla. Ya soy mayor.

—Déjale que la pruebe—intercede la madre, mirando al padre —y le echa unos dos dedos.

El niño, ávido, se bebe el líquido dorado y espumoso.

—Jopé, sabe a ratas—comenta—, con cara de haber bebido aceite de ricino.

Se alojan en una habitación barata de tres camas en la misma carretera del pueblo, frente a una inmensa playa semisalvaje. Es tarde y se acuestan pronto, cansados del traqueteo del viaje. Lolita les da la noche, él no se entera soñando con los indios y los vaqueros. Al día siguiente devuelve todo lo que le dan sus padres y le sube la fiebre por la noche, deciden ir a buscar al médico a otro pueblo, donde vive.

—Vicentito, quédate con ella—dice la madre—, vamos a por el médico al pueblo de al lado, no creo que tardemos mucho. Dale agua del biberón si te lo pide.

Los padres salen agitados a buscar un autobús o alguien que les lleve en busca del profesional más cercano. El niño se queda asustado con una responsabilidad excesiva—con siete años, ha de hacerse cargo de su hermana de dos—, pero se calla, “lo tendré que hacer, si lo dicen mis padres “; Lolita tiene treintainueve de fiebre, le hace fiestas, le coge de la cuna, juega con ella, le pasea y mece, le da agua hasta atragantarla y, harto de oírla llorar, la echa en la cama. El tiempo pasa muy despacio para él, “dónde estarán mis padres”, abre la puerta y ve pasar los coches, se entretiene observando las gaviotas que duermen en la playa, el sol, a lo lejos, desaparece tragado por el mar. Pasan momentos inmensamente largos, menos mal que Lolita se durmió harta de chillar; sale otra vez a la calle a ver si llegan y, cómo si existiese la telepatía, los ve bajar de un coche, como descendidos del cielo.

—Perdónanos Vicentito—dice ella—. No hemos podido tardar menos, estaba lejos. Gracias a Dios que nos llevó un guardia civil. Lolita tiene acetona, no es importante. El médico vendrá mañana.

Ciudad Jardín, Madrid, alrededor de mil novecientos sesenta

El padre trabaja en una constructora afín al régimen, no le faltó nunca trabajo, más bien al contrario, a veces se queda toda la noche para adelantar la medición de un proyecto urgente. Participó en el proyecto de “la torre de Madrid”, mega edificio que se convirtió en el más alto de Europa; curioso, pensando que se acabó en 1960 y fue construido en un estado totalitario (el único régimen fascista europeo que sobrevivió a la segunda guerra mundial). El regalo de bodas del abuelo Narcís, un solar en la colonia de Ciudad jardín, fue para su madre como una semilla selecta en tierra fértil, al final de la década estaba harta de vivir en un piso tan pequeño— ya eran cuatro personas—: la hermana tenía cuatro, la familia esperaba un tercer retoño, en aquella época se trabajaba mañana, tarde y noche, había que levantar el imperio; se asfixiaba, criada en una gran finca de Sevilla—Narcís estaba allí de jefe de los ferrocarriles MZA—, la enorme casa con huerto, formaba parte de sus honorarios. No hacía más que pinchar a su marido para que construyera un chalé en el terreno, ya que conocía el mundo de la construcción— el diseño de la obra correría de su cuenta—. Y como el padre estaba enamoradísimo, no había duda, se llevaría a cabo, aunque le desagradaba hipotecar la futura casa como garantía del crédito necesario. Y lo hizo, vaya que lo hizo, fue un cambio para todos, pero no hay beneficio sin pérdida.

Va con su padre a ver la marcha de las obras del chalé los fines de semana, es para él una novedad, una ilusión insustituible, y su madre prefiere que se desfogue en el campo, en el cuchitril donde viven y con los dos niños dando guerra, no se siente cómoda. Blanch observa a los peones con pico y pala excavar los cimientos, maldecir en hebreo, se escupen en las encallecidas palmas de las manos—para que no se escape la herramienta—, saltan chispas al golpear el terreno con el pico. Parte del suelo de la parcela es una roca granítica alterada, blanquinegra (Colores del feldespato ortosa—blanco—, cuarzo—transparente—, y mica—negro—, respectivamente); no todo el terreno es tan duro, también hay arena de miga compacta, más fácil de excavar. Los obreros no sabían qué era peor si picar el terreno o que el Larguirucho les “ayudara” saltando, despeñando herramientas y construyendo casas de ladrillo: en los alrededores de la obra, conoció a un vecino, Carlitos, juntos construyeron una casa quitando parte de los ladrillos apilados en el solar para hacer la fábrica del chalé, se introducían por un lateral de la pila rojiza con sigilo, fue su “búnker alemán” hasta que los obreros les vieron asomar la cabeza por la parte alta disparando a los aliados.

—Don Vicente—grita el encargado—, si no se va Vicentito y su amigo podemos tener un disgusto. Están jodiendo ladrillos.

Expulsados de la obra y aburridos, caminan hasta una ermita enfrente de su futuro chalé; la puerta metálica está cerrada pero a través de la enorme cerradura, espían el interior. La iglesia, abandonada, servía de almacén de materiales de construcción para el arreglo y mejora de las calles de la colonia. Carlitos le cuenta que, cómo había gatos, metía la escopeta de aire comprimido por el hueco y les disparaba.

—Sólo les hiero—dice con una maliciosa sonrisa de satisfacción—, lo difícil es acertar el disparo. Es difícil matar a un gato—continúa Carlitos—, sólo lo conseguí una vez con un amigo ¿sabes cómo?

Y como, con ojos de búho, Vicentito no contesta, remata: “hay que encerrarlo dentro de un saco, atarlo y una vez colgado, apalearlo. Lo más difícil es conseguir meterlo sin que te arañe”. El Larguirucho piensa que el vecino es peor que un “gamberro”, aunque él no sabe muy bien qué significa esa palabra que sus padres emplean para calificar lo peor de lo más malo del barrio.

El verano siguiente fue como el fuego de una plancha sobre la piel. El chalé estaba casi terminado. La radio les acompañaba en el pequeño salón del pisito. Blanch merendaba sentado en la cama turca de funda estampada en vivos colores, su madre planchaba la ropa en la tabla, de pie frente a él a la que oía los consejos de Elena Francis. Le pidió unos trapos de la cocina, él se levantó con la rapidez del rayo—era un muy diligente—, pero no se percató de que el cable de la plancha colgaba junto a sus largas piernas. Al incorporarse veloz para salir por el pasillito que había entre la tabla de la plancha y la turca, enganchó el cable, la plancha siguió al cable, cayendo sobre el muslo del niño que, con pantalón corto, había caído sentado de nuevo en la cama pero planchado. La plancha salió disparada por el manotazo que le dio, pero el instante que estuvo sobre su piel fue suficiente para producirle una quemadura de primer grado. La ampolla que le salió, de órdago, con el calor de julio y la quemadura, sudaba por cada poro de su largo cuerpo. La ampolla se vació, la piel cayó, y dejó descubierta la carne viva. Ahí le ponían las cremas para quemaduras, le tapaban la herida con gasas, estériles, cada semana.

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