Como quien sale o entra en un duermevela, de manera entre imaginada o constatada, oyó gritos, jaleo. Sobresaltado, se incorporó sentándose en el tresillo. Miró hacia la puerta de la estancia. Allí, de pie, con la cara descompuesta, estaba el celador encargado del mostrador de admisión. Señalaba con una mano hacia afuera y con la otra al doctor sin ser capaz de articular las palabras como consecuencia de la respiración entrecortada que se había instalado en el bedel. Había llegado corriendo desde algún lugar del hospital. No era extraño que a esas horas de la mañana y a, escasamente, una hora de finalizar la guardia, se relajasen las actitudes y se tomaran licencias en forma de cafés y corrillos entre compañeros en la cafetería recién abierta o en los pasillos adyacentes a la sala de espera de urgencias; por lo que nadie consideraría insólito que se encontrara en cualquier sitio y no en el propio de trabajo.
José tardó unos segundos en el trasiego del sueño a la vigilia completa. Una vez completado ese viaje, sin mediar palabra con el celador, el uno por no poder hablar y el otro por no querer, se dirigió raudo hacia afuera de la habitación. Una vez traspasado el mostrador de urgencias empezó a ver un poco más movimiento del habitual en la sala de espera a esas horas de la mañana de un lunes cualquiera. Siguió avanzando sin pararse a hablar con nadie hasta que llegó a la zona de ingreso del hospital. Cruzó la puerta y se encontró con Belinda, todavía vestida de calle. Esta lo cogió por los hombros y lo apartó de la zona de paso de las camillas y sillas de ruedas, y llevándolo a un recoveco del pasillo le dijo:
—Prepárate para alargar la guardia, mi niño. —Antes de que el Dr. Martín pudiera articular palabra, Belinda siguió—: Acaban de anunciar hace tres minutos, a través del 112, que ha habido una explosión en la zona noble de la estación del AVE. Hasta el instante no se ha hablado de víctimas, pero se sabe que había decenas de personas en el hall previo al andén del AVE a Madrid de las 7:15. La buenaventura ha querido que la gran mayoría de personas que viajaban a Madrid ya estuvieran embarcadas y las que llegaron en el de las 6:45 habían desalojado la zona. Pero, así y todo, se presume que los heridos pueden ser varias decenas.
José escuchaba atentamente mientras iba procesando y planeando sus inmediatas acciones. La experiencia le había enseñado a escuchar los motivos de la urgencia al tiempo que buscaba la solución. De hecho, esa cualidad le había otorgado parte de la fama mencionada y le había proporcionado, a lo largo de los años, el «honor» de tener que coordinar varios dispositivos especiales de urgencias y emergencias sanitarias, tanto en su hospital como en otros lares.
Lo primero que pasó por su mente fue la disposición de la estación de trenes de Alicante, los accesos por si fuera preciso desplazar medios de transporte sanitario; pensó en la afluencia habitual a esas horas, en los servicios sanitarios y de seguridad que habría en ese instante en el lugar. Conocía bien esas dependencias, no en vano él había tomado ese AVE en multitud de ocasiones. Siguió su rápido análisis a la vez que miraba su reloj.
—Las siete y veinte —se dijo a sí mismo. Si el aviso se había dado hacía cinco minutos, no tardarían más de diez o quince minutos en llegar los primeros heridos.
«Salvo que los accesos de entrada o salida a la estación estén bloqueados. ¡Oh, Dios!», razonó alarmado.
Y seguía organizando mentalmente sus futuras acciones en base a lo que había conseguido procesar de la información recibida, Belinda lo sacó de su ensimismamiento.
—Tienes que organizar el dispositivo de recepción de heridos. Aquí, en la zona de hospitalización, ya está el director y yo me quedo con él. Te envío a una compañera para que se encargue de la coordinación de enfermería. Vuelves a estar al mando de las urgencias, gran jefe —ironizó mientras se alejaba, despojándose de la chaqueta de cuero.
Sin perder ni un segundo, el Dr. Martín se dirigió hacia las dependencias del servicio de urgencias. En el trayecto, en uno de los pasillos, un televisor en lo alto continuaba albergando a las presentadoras de las noticias matinales. Pero en esta ocasión la atención de José sí se centró en el aparato.
«Según ha podido saber esta redacción, al menos cinco muertos y más de cincuenta heridos, según las primeras noticias, se contabilizan tras la explosión de lo que parece ser un artefacto explosivo en la estación de trenes de Alicante. Se desconocen más datos en relación con el suceso».
Relataba una de las dos presentadoras con rostro contrariado y con evidente malestar por la escasa información de la que disponía para continuar informando.
—¡Mierda! —exclamó José en voz alta. «Otra vez», reflexionó.
Sus elucubraciones fueron vertiginosamente dirigidas al terrorismo islámico que estaba azotando toda Europa mes sí y mes también. Y, aunque hacía tiempo que las organizaciones terroristas yihadistas parecían no tener capacidad para organizar un atentado de tal magnitud, todo le hacía pensar que aquello era un atentado y que la autoría era esa.
Cuando el Dr. Martín volvió a la sala de espera de urgencias, el panorama era totalmente distintito al que él había abandonado hacía apenas unos minutos. «Dios mío». Y tuvo tiempo para poco más antes de ponerse manos a la obra.
Ante él yacían pacientes por el suelo, rudimentarios vendajes y apósitos intentaban taponar heridas sin apenas conseguirlo, la sangre los empapaba, rebosaba y lo manchaba todo. Las escasas butacas de la sala estaban todas ocupadas por pacientes y algunos improvisados y voluntariosos acompañantes. De pie estaban los que aún se podían sostener, no con mejor aspecto, pero sí con mayor vigor en apariencia. La sangre ya no era algo accidental en aquel lugar, ahora parecía un elemento más del decorado de paredes, suelo, sillones… Y junto a aquel escenario dantesco, cual banda sonora, de fondo, alaridos, quejas, solicitudes de atención, bramidos, llantos, preguntas, gente buscando a gente, niños con su «mamá» en la boca, madres llorando el nombre de sus vástagos. El caos.
Con mucha dificultad, el Dr. Martín consiguió llegar al fondo de la sala donde se encontraban las consultas y los boxes de atención urgente. La agitación, la improvisación, el nerviosismo y la urgencia se respiraban en el ambiente y se evidenciaba en el ir y venir desordenado del personal que intentaba dar abasto para atender aquella avalancha de heridos. Antes de ponerse al frente del contingente, José vio, en una de las camillas, a un niño prácticamente vendado de pies a cuello, con heridas en la cara que le desfiguraban el rostro al tiempo que se percibía que respiraba con dificultad. Se acercó a la camilla y comprobó que no tendría más de once o doce años, trece a lo sumo. Las heridas del rostro desfiguraban una cara angelical. Su pelo castaño, convertido en mechas de brea por la sangre ennegrecida que lo empapaba, le confería un aspecto macabro. Con ojos de color azul etéreo que difícilmente se intuía por tenerlos prácticamente cerrados y empapados en lágrimas; lágrimas de dolor, de incomprensión y de miedo. Sus mejillas, ahora cercenadas por heridas con restos de cristal en ellas, sugerían los mofletes rosados y deseados por cualquier abuela para pellizcarlos. Sus finos labios describían una curva de concavidad inferior, característica de la tristeza, y de ellos brotaba un hilo de voz llamando a mamá. Su cuerpecito apenas se podía ver debajo de tanta venda empapada en sangre. Era la imagen del dolor, de la crueldad, del miedo, de la soledad.
Nunca el Dr. Martín se había mostrado tan impresionado en su vida, más allá de la impresión implícita en su día a día, como en aquel momento: al espectáculo se unía el sentimiento de rabia e impotencia que sentía al pensar en la causa de todo eso. Se sentía abatido, desolado, como si le hubieran arrancado el corazón tras abrirle el tórax violentamente y le hubieran dicho que, a pesar de todo, tenía que seguir viviendo; con el dolor y sin corazón. Su cara describía la desolación y su lenguaje corporal recitaba la rendición. De sus ojos comenzaban a brotar dos lágrimas cuando una mano sobre su hombro le comentó:
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