Una vez aprendidas las reglas básicas del juego, nos enseñan que las piezas son el “material” del ajedrez y que varían en cantidad de puntos (usando el peón como unidad de medida, valiendo cada uno de ellos un punto). Se estima que la dama vale en torno a 9 puntos, las torres valen 5 y los alfiles y los caballos más o menos 3 puntos. El rey tiene valor infinito. Estas cifras no tienen ningún fundamento filosófico o matemático, son tan solo una pequeña guía heurística para orientar al pensamiento de los ajedrecistas en sus primeros pasos. Más adelante constituyen un auténtico desafío para jugar bien al ajedrez, ya que estas valoraciones permean nuestro pensamiento dificultando las valoraciones posicionales; valorar una posición es mucho más que sumar puntos, debido a que el valor de las piezas depende de la función que cumplen en el tablero.
La calidad es bastante más complicada de medir, y consiste en valorar cuestiones técnicas como, por ejemplo, la integridad de nuestra estructura de peones. Debido a que capturan (y pueden ser capturados) en diagonal, los peones pueden quedar aislados, doblados, las dos cosas a la vez o incluso triplicados en una misma columna. La colocación de los peones, considerados como las piezas más débiles, determina el carácter de la partida, así como la actividad y el espacio del resto de piezas, consideradas en principio más potentes que los peones. La calidad también está relacionada con algunos aspectos de la posición relativos a la seguridad del rey, la coordinación de piezas, el control de casillas importantes y el margen de mejora de nuestra posición. El ajedrez de alto nivel implica un constante intercambio entre las tres dimensiones del tablero –material, calidad y tiempo de jugadas–, lo que produce situaciones de tal complejidad que requieren grandes cantidades de tiempo de reloj para ser tratadas adecuadamente.9
Si no te asusta demasiado el tictac del paso del tiempo, no estás prestando atención a lo misterioso que es ni a lo mucho que significa para ti. Vivimos y morimos por culpa del tiempo, pero en realidad no sabemos muy bien de qué se trata. La lógica tortuosa de la resistencia al tiempo mediante la tardanza, por tanto, puede entenderse de este modo: si te ajustas totalmente al tiempo siendo puntual, el tiempo mismo, eventualmente, acabará contigo, ya que tu tiempo es finito; pero en cambio, si flirteas con él, puede que admire tu jugueteo y te permita vivir eternamente, al saber que te has dado cuenta de que el tiempo es infinito. Ni que decir tiene que esta lógica no tiene sentido alguno, pero tampoco resulta evidente que el tiempo lo tenga.
En realidad, todo lo que tenemos son días de vida. Los días son lo único que podemos vivir. Algunos son bendecidos con la posibilidad de vivir unos treinta mil días, lo que parece suficiente para una vida aceptable. Pero, sea como sea, estos días van pasando, completándose con almuerzos, momentos y encuentros variados. Raramente somos capaces de saber lo que hicimos con ellos o por qué hicimos con ellos lo que hicimos. Solemos evaluar la calidad de nuestra vida en virtud de las relaciones personales que mantenemos, nuestra contribución a la sociedad o nuestros logros personales, pero como nos recuerda la poetisa Annie Dillard: “La forma en la que pasamos nuestros días es la forma en la que pasamos nuestras vidas”.
Dicho menos poéticamente, lo que hagamos con nuestras horas determina la calidad de nuestros días. Y las horas, a su vez, dependen de los minutos, que a su vez están construidos a base de segundos, y esta reducción puede extenderse hasta llegar a los fundamentos de la realidad; solo Dios sabe adónde vamos a parar después de todo. Pensar el tiempo de esta manera acaba por marearme y me hace recordar una de mis citas literarias favoritas del escritor argentino Jorge Luis Borges: “El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego”.
La manera en que el ajedrez altera nuestra experiencia del tiempo es una de las razones decisivas de su resonancia cultural y de las simpatías que despierta. Nuestra relación con el tiempo y nuestra forma de nutrirlo determina la experiencia de nuestra libertad.10
Si la concentración es libertad, ¿qué es exactamente ser libre? En ajedrez, la parte de nosotros que resulta más radicalmente libre es el ego, la dimensión de nuestra psique vinculada al deseo, la atención y la adquisición. El ajedrez no reniega de la necesidad de las ansias egocéntricas, pero crea un lugar seguro para ellas, del mismo modo que hacen los padres con el ego de sus entrañables hijos cuando les solicitan un elogio y atención o cuando ocasionalmente quieren romper cosas porque creen que pueden. Sin embargo, todo jugador de ajedrez experimentado te dirá que sus mejores resultados son el producto de una fuente de confianza que se sitúa más allá del ego. Los momentos que los jugadores de ajedrez más desean, pero que en realidad no pueden crear por sí mismos, son aquellos en los que sublimamos nuestros deseos egoístas y los transformamos en operaciones exitosas en el tablero, olvidándonos por completo de nuestras neurosis, generadas durante varios días de arrebatos y de búsqueda de metas abstractas. En este sentido, la concentración tiene que ver con un yo que permanece íntegramente consigo mismo, sin entregarse demasiado a la acción.
Esta maniobra interna, dirigida a estar presente de manera óptima frente a la tarea que hay que realizar y, a la vez, a una distancia perfecta de nuestro yo, implica la exploración de las relaciones entre la realidad y la abstracción. Tenemos la tendencia a considerar lo abstracto como si se tratara de un proceso de disolución o disminución de la realidad, pero también puede considerarse una forma de profundizar en ella y destilarla. Hay momentos en los que necesitamos ser abstractos de alguna manera –por ejemplo, a la hora de expresar una verdad matemática–. También hay momentos en los que una perspectiva abstracta de las cosas nos ayuda a darnos cuenta de una verdad particular, como ocurre, por ejemplo, con el arte conceptual. Es precisamente cuando los problemas concretos empiezan a multiplicarse en eso que llamamos la “vida real” cuando sentimos con más vehemencia la necesidad de elevar nuestro nivel de abstracción para darle algún sentido. Un ejemplo de esto ocurre cuando el funcionamiento normal de una familia se altera porque los hijos están culpándose entre sí por haber hecho alguna cosa indebida, mientras que los padres, por su parte, se culpan mutuamente por no haber culpado a los chicos de la forma adecuada. Cada miembro familiar tiene su propia versión del asunto y de lo que cada uno de los otros miembros debería cambiar, pero nadie está realizando el esfuerzo de ver a la familia en su conjunto desde una perspectiva amplia. Esta necesidad de la abstracción es, en parte, aquello por lo que el ajedrez se parece tanto a la vida. En el mundo real generalmente luchamos por saber qué es lo que estamos haciendo, disipándose de este modo nuestra energía. En el ajedrez, debido a la claridad de nuestros propósitos y la concentración de la energía, el mundo abstracto que componen las piezas y las casillas generalmente parece más real –y no menos– que el mundo existente ahí afuera.
La calidad de esta abstracción depende de nuestra relación con la lógica profunda del juego y la legitimidad de nuestro oponente. El ajedrez nos enseña que hay constricciones y limitaciones a nuestros deseos, en parte debido a las propias reglas del juego, pero también debido a que nuestro oponente tiene los mismos derechos que nosotros. Aun así, hay cierta disonancia en el corazón mismo del juego, ya que no tenemos otra que reconocer que los deseos competitivos de nuestro oponente son válidos, pero también debemos frustrarlos para sobrevivir. Aquellos que conocen el ajedrez saben que la realidad competitiva del oponente es consustancial a nuestro amor por el juego. Nuestros encuentros con otras mentes suelen ser fugaces, casi promiscuos, pero determinan la relación con nuestra propia identidad, que a su vez incide en el carácter general de nuestra vida.
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