Como buen militar mi primo estaba en buena forma, afortunadamente yo también. Corríamos, pero mi vestimenta no era la apropiada, mi primo portaba su camuflado y botas, yo tenía unos simples tenis. El barro pegado en las suelas me hacía resbalar y me impedía seguirle el ritmo. A través de la trocha saltábamos a ciegas cuando caíamos en el agua, era una carrera angustiosa, brincábamos en la oscuridad como locos. En algunos momentos dejábamos de correr, pero seguíamos avanzando, luego de tomar aire continuábamos la travesía al trote. Las gruesas nubes que tapaban la luz de repente se despejaron y pudimos por fin ver el camino. Unos kilómetros más al sur unas pocas luces nos sirvieron de faro.
—Eso es Uribia, primo, estamos cerca.
Ya no corríamos, seguimos en una enérgica caminata sin soltar palabra. Media hora más tarde asomó la primera luz del día, todo parecía normal nuevamente. Estábamos embarrados de pies a cabeza, apenas se podían ver nuestros ojos en la cara. Nos miramos y estallamos en carcajadas, no podíamos hablar, solo reímos hasta más no poder.
—Primo, ¡si se viera la cara! ¡Qué carrera tan hijueputa, primo!
Más tranquilos ahora, continuamos caminando hacia el pueblo. Una camioneta del ejército se aproximó a toda velocidad, llegaban los escoltas, nos habían visto desde lejos.
—Suban, ¿de dónde sale, mi capitán? —exclamaron divertidos.
En menos de diez minutos llegamos finalmente al batallón.
—Vaya, primo, lávese la cara y vamos por el jeep.
—¿Ahora?
—Sí, de una o se lo roban, vamos, primo.
Un tanque de guerra nos esperaba en la entrada, limpio y reluciente, parecía recién salido de la fábrica.
—¿Nos vamos en esto?
—Hay que darle uso a esta vaina, así vamos seguros. ¡Suba, primo! Métase y conozca el tanque, yo me voy acá arriba con mi cabo.
Es una máquina de última generación, el soldado que conducía me mostró orgulloso los controles.
—Esto es como un huracán, mi señor, se mete por donde quiera, nada lo detiene. ¡Un cañonazo de esta vaina puede destrozar todo el batallón!
El tanque avanzaba en efecto sin tropiezos, aplastando cada arbusto en su camino, vadeaba cada charco como si fuera un juego. En veinte minutos encontramos el jeep, los soldados lo encadenaronn al tanque y lo sacaron suavemente fuera el fango.
Después, todo fue totalmente anecdótico; en la cantina los oficiales se gozaron nuestro relato, fuimos objeto de burlas y gracejos durante el desayuno. El resto de la mañana me quedé sentado en una mecedora observando la rutina de los soldados, todavía pensaba en la noche anterior, una sonrisa llegó a mis labios, pero mi cuerpo se estremeció recordando el peligro.
—Esta tarde regreso a Cartagena, primo.
—Ya lo sé, venga, primo que quiero darle algo —me dijo mientras buscaba en su escritorio.
Era un sobre de manila grande cuidadosamente sellado.
—Quiero que se lleve esto, pero no lo abra hasta que llegue a su casa.
—¿Qué es esto, Nico?
—Esos perros vinieron ayer y me lo dejaron con la guardia. Es una plata. Ellos creen que me están comprando, pero yo quiero mi vida limpia, llévese esa vaina y gástela por allá en mi nombre.
—¿Y por qué no lo devuelve?
—Imposible. ¿A quién? Fresco primo, no hay problema, con eso seguro le alcanza para comprar unos tenis nuevos —bromeó, y me abrazó afectuoso.
En el bus de regreso pensaba durante un rato mis aventuras de vacaciones y sonreía para mis adentros. Ni el mejor de los viajes podría igualar tanta diversión; me dormí profundamente hasta que llegamos a la Heroica, eran las once de la noche.
Todo parecía tranquilo en el Segundo, las luces de mi casa estaban prendidas, seguramente mi madre estaría aún despierta esperándome. Me abrió la puerta presurosa y me abrazó.
—¿Cómo le fue, mijo?
También estaban despiertos mis hermanos, querían mostrarme las obras de inmediato. El techo estaba terminado, la casa se veía diferente. Nos miramos y sonreímos, unas lágrimas cayeron en el rostro de mi madre.
—Los baños han quedado espectaculares, más grandes y nuevos, del techo a los pisos —dijo mi hermano.
—¡Ahora sí da gusto sentarse en el trono! —dijo riendo una de mis hermanas.
—Ahí sí te cabe el culito —dijo la otra.
Mirábamos las obras complacidos, seguramente que en el fondo todos, como yo, pensaban en los tiempos difíciles.
—Vamos a poner esta casa como nueva. Todavía no hemos terminado —afirmé.
Los días que quedaban de mis vacaciones me los había reservado mi hermano; nos encontrábamos en el Centro con su grupo de compañeros y nos divertíamos conversando y tomando cerveza. Eran todos chicos de clase media, algunos trabajaban y estudiaban simultáneamente. Me tenían reservada a Maritza. Blanca, de pelo negro muy corto, también deportista, representaba a la universidad. Era muy simpática y congeniamos rápidamente. El sábado nos reunimos todos en la playa, había música y bebidas. Esta vez nos acompañaban dos instructoras de la universidad.
—¿Son tus profesoras?
—Ellas son guías en prácticas de laboratorio, apenas comienzan su carrera docente. Nos hemos entendido bien con ellas y como son jóvenes las invitamos.
Una de ellas atrajo mi atención de inmediato. Lindo cuerpo, piel muy blanca, ojos claros, algunas pecas adornaban su pecho y los hombros, estaba buenísima. Debía de tener unos treinta años. Cruzamos miradas varias veces, parecía que la atracción era mutua. Rápidamente las abordé pero me concentré en Yvette. Eran paisas, ambas solteras, habían llegado hace un año a la ciudad con un contrato de trabajo en la universidad. Estaban felices viviendo en Cartagena.
—Todo es diferente, y la gente siempre se ve alegre y confiada —decían.
Hablamos un poco mientras tomamos cerveza o ron, la animación crecía en el grupo. Era evidente que había una fuerte atracción con la profe. Al caer la tarde casi todos estábamos borrachos, ahora planeaban ir a la disco así que volvimos a nuestras casas a asearnos y vestirnos rápidamente. No estaba seguro de que la profe llegara también por la noche.
—¿Ajá y qué pasó con Yvette? Los vi muy bien conectados, Maritza estaba aburrida —me dijo mi hermano.
—No sé, más tarde veremos, con tu compañera no hay nada.
—Bueno, cuídame a la profe, no vayas a cagarla.
Antes de salir cenamos un delicioso mote de queso preparado por mi madre.
—Delicioso, mamá, listos para el combate —dijo mi hermano.
Ciertamente, bien alimentados y con la mente despejada salimos al encuentro de las chicas. Casi todos los del grupo estaban aquí, pero no habían venido Maritza ni las profes.
—No vinieron —dijo mi hermano en tono burlón—. ¡Qué carajo, entremos!
El ambiente era delicioso, se bailaba envueltos en la penumbra del lugar, la música era variada y muy alegre, los juegos de luces invitaban al disfrute. Las bebidas no faltaban en la mesa, todos hablaban a gritos por encima del volumen de la fiesta. Una de las chicas me sacó a bailar y de pronto me vi envuelto en un torbellino de saltos y de abrazos, de vueltas y revueltas. La chica era incansable, llevábamos más de quince minutos sin parar, la conversación era imposible. Nunca he sido amigo de bailar por deporte, para mí el baile es el preludio del amor, solo me siento a gusto bailando con una mujer que me atrae. Por fin volvimos a sentarnos, apenas estaba sirviendo una bebida cuando vi a Yvette aparecer entre las sombras.
—¡La profe! —gritó alguno.
Todos aplaudieron y la recibieron afectuosamente. Llegó sola, estupenda. Ahora me parecía más bella, enfundada en un pantalón blanco y con una blusa de seda del mismo color. Portaba un collar de piedras verdes que resaltaba sobre su piel blanca; golpeada por las luces intermitentes su cara se multiplicaba en mi retina sin descanso. Sin dudarlo, rápidamente se acomodó a mi lado.
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