Estrabón, geógrafo griego del siglo i a.C. que consideraba a Piteas como « un gran mentiroso », analiza algunos de sus descubrimientos. Estrabón admite los datos del navegante por lo que respecta al sol de medianoche:
(...) Durante la totalidad de las noches estivales, la luz del Sol, que se desplaza en movimiento circular desde Poniente a Levante, ilumina lateralmente el cielo y (...) en el solsticio invernal el Sol se alza como máximo a una altura de unos nueve codos. (...) En territorios que distan seis mil trescientos estadios de Massalia (...) esto ocurre en medida aún mayor; en los días invernales el Sol se alza a una altura de seis codos, de cuatro en los lugares que distan de Masalia nueve mil cien estadios, y de menos de tres en los territorios situados aún más allá, los cuales serían —según nuestro razonamiento— mucho más septentrionales que Yerne.1
Pero la cosa cambia cuando se trata de juzgar las informaciones de Piteas sobre Tule y los mares del más lejano Norte:
Piteas (...) afirma que ha recorrido toda la Britania que es accesible (...), y cuenta las historias de Tule y de aquellos lugares en los que no hay ni tierra propiamente dicha ni mar ni aire, sino una cierta mezcla de estos elementos parecida a la medusa, en la que afirma que la tierra, el mar y todo está suspendido y es como si aprisionase a todas las cosas y sobre la que no es posible ni caminar ni navegar. Dice que ha visto personalmente esa cosa parecida a la medusa, pero del resto habla de oídas. (...) Piteas dice que ha llegado hasta los límites del Universo y que ha examinado todo el norte de Europa, lo que no podría creerse ni aunque lo dijera Hermes.2
Como otros geógrafos de la Antigüedad, Estrabón sabía del Sol de medianoche, y de la noche interminable que se abate sobre el Norte durante el invierno. Pero no creería ni al mismísimo Hermes si este le dijera que existen lugares aún más remotos en los que el mar y el hielo se mezclan y confunden, dando lugar a un elemento nuevo y gelatinoso «como la medusa», ni sólido ni líquido, por el que no es posible navegar pero tampoco caminar. No obstante, lo que atisbaron o imaginaron esos primeros navegantes como Piteas hizo posible que durante siglos la humanidad soñara con una extraña región elemental situada al norte. Y esos prodigios imaginados desde antiguo han terminado por confirmarse.
En las islas Svalbard también hay tundra, y durante el verano crecen incluso pequeñas flores amarillas y azules. Y en Longyearbyen, pese a su feo aspecto de pueblo minero, vi macizos de algodón ártico creciendo en cualquier sitio, y yo diría que con melenas más frondosas que las que encontré, en mi viaje anterior, cerca de alguna playa del sur de Groenlandia. Pero la vegetación de Svalbard es más austera y más frágil que la de la gran isla hermana. El musgo es menos mullido, las flores más escasas, y al ascender por los montes o descender hasta el mar, bien pronto la roca adquiere un protagonismo absoluto, sobre todo en esas cumbres de alta montaña que se alzan inconcebiblemente en la orilla misma de los fiordos. Lo ignoro todo sobre los minerales, pero esos picos me parecen compuestos de una roca más oscura que aquella a la que estoy acostumbrado, aunque quizás este color se deba simplemente a la humedad que empapa permanentemente la piedra desnuda, porque cuando llueve son también negros, y solo veteados de nieve, los picos de tres mil metros que conozco en el Pirineo.
El aspecto de alta montaña domina el paisaje de Svalbard. Cuando la superficie del mar no toca directamente el cielo, fundiéndose ambos en una gradación de grises, es porque se interpone un glaciar o una cumbre abrupta. Todo lo que en el resto del planeta media entre la elementalidad del mar y la pureza de las altas cimas ha sido suprimido aquí. Y tampoco está claro si este es el paisaje del origen del mundo o el de su final, porque podría ser ambas cosas: o bien la imagen remotísima de lo que había en el mundo cuando aún no había nada, o bien la anticipación de lo que habrá cuando, tras el Gran Año platónico, el mundo vuelva a contener tan solo lo que una vez hubo: cielo, mar, roca y hielo.
[II] Travesía del mar de Groenlandia
Mar de Groenlandia, 31 de julio
A última hora de la tarde el Rembrandt salió a mar abierto en el norte de Spitsbergen, rumbo al oeste, hacia Groenlandia. Tardaremos varios días en llegar allí. Contemplado desde la cubierta, el mar perdió la tersura de los fiordos y se agitó con miles de olas minúsculas que privaron al agua de sus reflejos. Y justo entonces el barco empezó a mecerse como se mecen, al parecer, los barcos, desde la época de Homero hasta la nuestra. Confiaba en no marearme, pero no las tenía todas conmigo. Y enseguida comprobé, ay, que los barcos cabecean mucho en el mar. Esto me preocupa, porque si llego a marearme no podré seguir escribiendo, y no quiero pasarme cuatro o cinco días tumbado en mi camarote, que es digno pero ciertamente no muy cómodo, puesto que lo comparto con otros dos hombres, como en una novela de balleneros. Pero de momento, afortunadamente, no me he mareado.
Viajar por el Ártico es estar constantemente rodeado de belleza, pero viajar por el Ártico en un velero es contemplar constantemente un cuadro de Caspar David Friedrich, o más bien estar metido dentro de un cuadro de Friedrich. No hace falta que suceda nada para que el viaje valga la pena. No obstante, en este viaje también suceden cosas, y el acontecimiento más notable de la jornada de ayer, todavía en Spitsbergen, fue el avistamiento de dos osos polares. Eran las once de la noche, aunque el sol lucía como si fueran las diez de la mañana de un día claro. Como siempre que nos encontramos con algo extraordinario, la tripulación nos avisó de la presencia de los osos a través de la megafonía del barco. Todo el pasaje corrió a los camarotes a por ropa de abrigo, cámaras y prismáticos, y poco después nos apiñábamos en la cubierta junto a una de las bordas. Durante un rato, el barco siguió a un oso que se alejaba nadando con la cabeza fuera del agua. Y después, cambiando de rumbo, navegamos muy despacio, y durante más de una hora, al paso de otro oso. Era un ejemplar bastante grande que caminaba justo a la orilla del fiordo. Pude observar a este animal muy de cerca con mis prismáticos. Avanzaba tranquilo, husmeaba siguiendo algún rastro, y usaba los dientes para arrancar hierbas o mordisquear quién sabe qué despojos encontrados aquí y allá. Más de una vez se volvió hacia nosotros, aunque no parecía que le preocupásemos mucho. Después supimos que esa despreocupación era solo aparente. A primer hora de la tarde de hoy, antes de poner rumbo a Groenlandia, avistamos otro oso y nos acercamos en lancha hasta una playa para observarlo desde el agua, pero resultó que este otro ejemplar era, muy probablemente, el mismo de ayer. En cuanto nos vio, ascendió tranquilamente hasta la mitad de la ladera que rodeaba la playa y se ocultó detrás de una roca, permaneciendo totalmente inmóvil. Al rato, creyendo que el oso estaría durmiendo, nos cansamos de esperar a que sucediera algo más y decidimos regresar al Rembrandt . Pero en cuanto pusimos en marcha el motor de las lanchas y viramos en dirección al barco, el oso salió de su escondite e inició de nuevo el descenso a la playa, con toda calma, para continuar con lo que estuviera haciendo antes de que llegásemos nosotros. Quizás se había escondido para ver si, con suerte, desembarcábamos en la playa y podía atrapar a alguno de los viajeros. Pero más bien creo que se escondió a esperar si, con suerte, nos marchábamos por donde habíamos venido y le dejábamos en paz, que fue justamente lo que hicimos.
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