José Antonio Morán Varela - La frontera que habla

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El autor nos invita a que nos embarquemos en una metafórica canoa y le acompañemos por los ríos de las cuencas del Orinoco y Amazonas que delimitan la frontera de Colombia con Venezuela y Brasil por donde se adentró en 2017 justo después de los acuerdos de paz con las FARC. Nos guiará, con la frescura del foráneo, a través de una narración que busca iluminar la opacidad impuesta por el conflicto bélico que dejó a la zona sin cronistas durante medio siglo.
Pero el viaje, repleto de aventura y contratiempos, no es más que el hilo conductor para trascender lo anecdótico, la excusa para convertir cualquier parada, conversación o incidencia en historias reveladoras de la esencia de una Colombia que, como si de un funambulista se tratara, necesita mirar hacia adelante para no caer al abismo que le rodea. Nada como transitar sus fronteras para reflexionar sobre lo que ocurre en su interior, nada como trasladarse por la marginalidad de su difusa y porosa periferia para descubrir en cada recodo voces en busca de oídos que les liberen de sus infinitos ecos, paisajes que claman por no acoger a individuos siniestros y sueños esperanzados con materializarse.
Los dispares personajes que con una naturalidad no exenta de drama se irá encontrando el viajero-lector, le retarán a introducirse por recovecos mentales con los que posicionarse ante los múltiples desafíos que le saldrán al paso. Es lo que ocurre cuando se presta atención a una frontera que habla. Es así como comenzará a familiarizarse con el que tal vez sea el país menos comprendido de Latinoamérica; y posiblemente, al final del recorrido, se unirá a Humboldt para proclamar que «La visión más peligrosa del mundo es la de aquellos que no han visto mundo».

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Nada puede con la señorita Sofía

Al día siguiente navegamos por las negras aguas del río Tomo, tan negras que si metes la mano te desaparece de la vista y caminamos por la sabana que justo al lado de la selva muestra su increíble variedad paisajística; nos bañamos, o mejor dicho, me bañé yo solo en una poza azul turquesa de la que todo el mundo contaba lo bonita que era pero donde nadie se quería meter por ancestrales temores a su dueño ,65 y visitamos la comunidad Raudalito Caño Lapa.

Es la única de todo el Tuparro. Está compuesta por unas treinta familias sikuanis, aunque al llegar apenas vimos a nadie. Nos pidieron una pequeña colaboración económica porque habían decidido incorporarse al llamado ecoturismo aprovechando su ventajosa ubicación y, a cambio, nos mostrarían sus lugares y costumbres; en el libro de visitas constatamos que habían transcurrido más de dos semanas desde que dos bogotanos hubieran hecho lo mismo que nosotros. El poblado se distribuía en una serie de casas flanqueando las dos anchas calles con que contaba. Al final de una de ellas comprobamos por qué apenas habíamos visto a gente hasta ahora: todos estaban alrededor de una familia que elaboraba, con toda la paciencia requerida, el mañoco; las mujeres trabajaban, los niños jugaban y los curiosos platicaban de cualquier cosa alrededor del evento.

Toda la atención de la aldea estaba puesta en la fabricación de esa harina granulada salida de la raíz de yuca brava (una de las cincuenta variedades conocidas) que tan extendida está entre los indígenas de Colombia, Venezuela y Brasil que habitan las riberas del Orinoco y algunas del Amazonas.

El mañoco es su alimento base —el equivalente al maíz, el trigo o el arroz en otras culturas— y como tal lo utilizan para todo; generalmente se añade a viandas y bebidas hasta formar una masa a la que confiere un cierto sabor amargo, aunque de igual modo sirve como acompañante a sopas, sancochos, ensaladas y pescados, y de él también se extraen diversas bebidas llamadas yukutas . Con mucha paciencia y la alegría por ver nuestro interés, nos explicaron cada paso de su elaboración. Comienzan raspando la piel y lavando el resto para, a continuación, ser rallado en una tabla con salientes en forma de dientes hasta que la yuca queda bien desmenuzada; se deja fermentar unos días y después se introduce en un sebucán o utensilio hecho de fibra vegetal que se retuerce con la finalidad de que desprenda su líquido (la yuca brava contiene cianuro en la pulpa que es mucho más complicado de aislar que el de la yuca dulce que lo tiene en la raíz); este utensilio puede medir dos metros y se parece a una anaconda que se estira o encoge en la medida que tenga más o menos comida en su interior.

Cuando las mujeres han exprimido el veneno que la planta contiene, pasan el resto por un cernidor o criba hasta que la apelmazada masa queda reducida a pequeños granitos; a partir de aquí hay que tostar esos granitos al fuego sobre una especie de enorme sartén llamada budane mientras los gránulos se cuecen uniformemente. Si en este proceso se evita la fermentación y en el budane se da a la masa una fina forma circular de unos cuarenta centímetros de diámetro por uno de ancho, entonces, tras haberse deshidratado la harina, tendremos el cazabe, otra delicia orinoco-amazónica, a la que ya solo le queda secarse al sol.

El trabajo es realizado siempre por las mujeres que han aprendido el oficio desde muy pequeñas y cuya tarea es imprescindible para la manutención diaria de estos pueblos ribereños. Todos entienden que la yuca y sus derivados, aparte de contribuir a una buena digestión, son muy recomendables para combatir infecciones, luchar contra el estreñimiento, disminuir los dolores óseos y musculares, aplacar el de cabeza, reducir el colesterol y aportar una gran cantidad de energía para los trabajos diarios debido al almidón que contiene. Nada tiene de extraño que por aquí lo eleven a la categoría de oro de la selva .

Nos informamos bien del proceso y las virtudes del alimento, pero en absoluto nos pudimos imaginar en aquel momento que acabaríamos navegando con un vendedor de mañoco muy lejos de aquí.

Más tarde nos llevaron en canoa a unas preciosas y peligrosas pozas que utilizan para pescar y bañarse (ahí se había ahogado el hermano del que nos lo contaba), nos explicaron cómo funciona su vida comunitaria y hasta nos invitaron a quedarnos unos días con ellos. Silvia, por fin, vio cumplido uno de sus deseos, el de conocer una comunidad indígena; al final del viaje llegaría a parecerle algo cotidiano.

Nos despidieron en la maloca principal, un espacioso cobertizo con paredes construidas con vegetales, ubicado en el lugar más importante del pueblo. En el interior había un atril y unos bancos dispuestos para escuchar al que desde allí hablaba; al frente un sencillo crucifijo indicaba el culto que profesaban.

—Por fin has podido realizar uno de tus deseos. Ya conoces una comunidad indígena —le comenté a Silvia.

—¡Qué ganas tenía! —exclamó encantada—. ¡Y qué abiertos parecen!

—Bueno, eso se debe a que quieren vivir del turismo porque, en general, son reservados con los desconocidos —terció Luis el sikuani consciente de su autoridad en el tema—. Mantener las distancias ha sido un mecanismo muy importante para defenderse de todos los que los han querido conquistar.

—¡Y qué limpio está todo! —continuó Silvia como continuando la explicación.

—Claro, todas las comunidades lo están, pero especialmente las que siguen a la señorita Sofía; en la mía ocurre lo mismo.

—¡Mil gracias Luis! —intervine chascando los dedos—. Me has iluminado. Claro, Sophie Müller, la diosa blanca , ¡cómo no se me habría ocurrido antes!

Me faltaba el chispazo de Luis para relacionar Caño Lapa con algo conocido. Recordé la existencia de un patrón que se repetía en muchas de las remotas comunidades indígenas de la cuenca del Orinoco y también del Amazonas: poblados muy limpios y tranquilos con viviendas individuales que normalmente se distribuyen alrededor de una amplia explanada en uno de cuyos laterales se asienta un local comunitario, la maloca, en el que no falta alguna cruz o atril mostrando la presencia del cristianismo. Caño Lapa no fue sino la primera de las comunidades en cuyas conversaciones salía a relucir indefectiblemente Sophie Müller, la señorita Sofía como la conocen por aquí, una mujer que dejó una huella que ahora pareciera que nos dedicamos a rastrear porque, sin pretenderlo, vamos siguiendo sus pasos. Aunque muy pocos colombianos la conozcan, llegó a ser una de las mujeres más influyentes en Colombia.

• • •

Es imposible que la señorita Sofía se imaginara algo parecido cuando siendo estudiante de arte se encontró casualmente en una calle de Nueva York a unos predicadores que, haciendo sonar unas trompetas, buscaban atraer la atención de gente a quien hablar de Jesucristo. Cierto es que en la neoyorquina existía ya una predisposición a escuchar la Palabra debido a que su padre era un pastor protestante quien, tras misionar por el sudeste asiático, decidió dejar su Alemania natal para trasladarse con su mujer a la ciudad de los rascacielos donde nacería Sophie en 1910. Aquellos predicadores le transmitieron una chispa de luz con la que dar salida a una inquieta personalidad que hasta el momento no le permitía encontrar sosiego sentimental ni sentido a una vida dedicada al arte; de inmediato, esa chispa se convirtió en un fogonazo que le permitió vislumbrar sin duda alguna que Dios tenía reservados unos planes especiales para ella y que en adelante debería encarnar hasta las últimas consecuencias aquello de «Id por el mundo y haced discípulos».66

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