José Antonio Morán Varela - La frontera que habla

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El autor nos invita a que nos embarquemos en una metafórica canoa y le acompañemos por los ríos de las cuencas del Orinoco y Amazonas que delimitan la frontera de Colombia con Venezuela y Brasil por donde se adentró en 2017 justo después de los acuerdos de paz con las FARC. Nos guiará, con la frescura del foráneo, a través de una narración que busca iluminar la opacidad impuesta por el conflicto bélico que dejó a la zona sin cronistas durante medio siglo.
Pero el viaje, repleto de aventura y contratiempos, no es más que el hilo conductor para trascender lo anecdótico, la excusa para convertir cualquier parada, conversación o incidencia en historias reveladoras de la esencia de una Colombia que, como si de un funambulista se tratara, necesita mirar hacia adelante para no caer al abismo que le rodea. Nada como transitar sus fronteras para reflexionar sobre lo que ocurre en su interior, nada como trasladarse por la marginalidad de su difusa y porosa periferia para descubrir en cada recodo voces en busca de oídos que les liberen de sus infinitos ecos, paisajes que claman por no acoger a individuos siniestros y sueños esperanzados con materializarse.
Los dispares personajes que con una naturalidad no exenta de drama se irá encontrando el viajero-lector, le retarán a introducirse por recovecos mentales con los que posicionarse ante los múltiples desafíos que le saldrán al paso. Es lo que ocurre cuando se presta atención a una frontera que habla. Es así como comenzará a familiarizarse con el que tal vez sea el país menos comprendido de Latinoamérica; y posiblemente, al final del recorrido, se unirá a Humboldt para proclamar que «La visión más peligrosa del mundo es la de aquellos que no han visto mundo».

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Pero todo se torció en 2008 cuando un abogado interpuso una denuncia alegando que Javier de Nicoló, que seguía al frente de IDIPRON, había superado en quince años la edad de retiro de un servidor público; a pesar de que no estaba claro si se podía considerar o no funcionario, el octogenario alegó problemas de memoria y cesó en su cargo. En menos de tres meses aquella utopía rehabilitadora se vino abajo sin que nadie hiciera nada por detener el expolio de los muchos bienes con que contaba; lo que durante décadas fue símbolo de regeneración y nueva vida, se convirtió en ejemplo de incompetencia.

De nada sirvió evaluar lo conseguido con los 1.500 adolescentes que pasaron por Tambora, ni que en ese mismo año doce niños por cada 10.000 personas de Bogotá siguieran habitando las calles, ni que la prensa fuera destapando ejemplarizantes casos de rehabilitados; en el olvido va quedando el cuarto de siglo de trabajo del eclesiástico en Tambora, así como las ilusiones del cura de izquierdas (vivió la renovación del Concilio Vaticano II y los aires llegados a Colombia del Mayo francés) y su visión de los gamines como trapecistas que parece que siempre van a caer al abismo pero que acaban sobreponiéndose. Acandí, aunque con dos años de retraso, sufrió el mismo destino; es lo que suele pasar cuando un proyecto es excesivamente personalista.

Javier de Nicoló murió el 12 de marzo de 2016, poco más de un año antes de nuestra llegada a Tambora; cuentan las crónicas que en su entierro, al que solo se desplazó un familiar desde Italia, tuvieron que cortar al tráfico de varias calles de la capital ante el gentío que siguió al sepelio; mientras, unos mariachis repetían la canción que el cura cantaba siempre que veía la cara de sorpresa de alguien a quien había llevado a algún encantador y remoto lugar, esa que dice «...pero sigo siendo el reeey».

• • •

Perry nos preguntó si nos gustaban los mangos; le indicó a Luis un árbol especialmente frondoso y repleto de frutos y, aunque pendían a mucha altura, el indígena que ya no quería serlo, trepó sin miedo consiguiendo un rico postre para la cena y un suculento desayuno para el día siguiente.

—¡Miren qué mango tan hermoso! —dijo Perry tan orgulloso como si lo hubiera conseguido él.

—Está muy bien, pero debemos movernos porque los mosquitos están hambrientos —sugirió Silvia sin dejar de rascarse, tarea en la que llevaba ya un tiempo.

—Esto no es nada; hay épocas que no se puede ni caminar; pero vayamos a la lancha y verá cómo desaparecen todos.

«Las personas que no hayan navegado (...) por el Orinoco —se quejaba ya Humboldt— no podrán concebir cuán atormentado puede uno ser a cada paso de la vida por (...) los mosquitos, los zancudos, los jejenes y los tempraneros, que cubren las manos y la cara, que atraviesan los vestidos con su aguijón y que se introducen en las narices y en la boca haciendo toser y estornudar».57

Arrancó la lancha y nos apartamos del espectro de Tambora y con él, de los mosquitos y de las interminables disputas burocráticas sobre si pertenece a IDIPRON o a la Fundación Servicio Juvenil de la que también era director el salesiano. Mirando hacia el futuro, la parte positiva es que a principios de 2017 se denegó un permiso de explotación minera alegando que Tambora pertenecía a una zona de amortiguación del Parque Natural Nacional del Tuparro; a pesar de la negativa, ya están al acecho las grandes compañías para sacar provecho, aunque sea destruyendo parajes como este.58

6

La maravilla solitaria

Ya casi sin luz llegamos a la isla venezolana (todas las islas del Orinoco pertenecen a Venezuela) de Pedro Camejo, situada en la cabecera del parque Tuparro. Nos alojamos en el campamento La patriarca doña Rosita que consistía en una casa habitada por una humilde familia que se encargaba de hacer las comidas y que contaba con un cobertizo exterior debajo del cual dormiríamos en hamacas. Los mosquitos de Tambora aconsejaban dudar de las indicaciones de Humboldt cuando, al pasar por aquí, comentó que «los indios del Maipures van a dormir a los islotes en medio de las cataratas; allí gozan de algún sosiego, pues los mosquitos parecen huir de un aire sobrecargado de vapores»;59 nosotros colocamos las mosquiteras.

Y alrededor todo selva, o eso parecía... En las primeras noches selváticas uno está pendiente de cada estímulo antes de dormirse o cuando se despierta entre sueños; resulta muy entrañable escuchar las cigarras, mirar los cientos de luciérnagas que se mandan señales luminosas, escrutar los distintos y a veces inquietantes sonidos y acurrucarse ante las trombas de agua que como diluvios caen varias veces en la noche con una fuerza que atemoriza cuando no estás acostumbrado y más si vienen acompañadas de rayos y temes que el siguiente te elija a ti. Aquí en concreto, al anochecer, el estruendo producido por el raudal contextualizaba todo lo demás; narró el naturalista que nos acompaña que «cuando se oye este ruido en el llano que rodea a la misión a más de una hora de distancia, se cree estar (...) en una costa donde rompe y se levanta la mar. El ruido es tres veces mayor de noche que de día y proporciona un encanto inexprimible a estos lugares solitarios».60

—Hay días que valen por diez —dijo Silvia desde su hamaca.

—Sí, qué lejos queda Puerto Carreño; parece que salimos hace una semana.

—Oye, ¿tú crees que estamos seguros en esta isla de Venezuela? —preguntó acentuando el nombre del país.

—En realidad desconocemos si es complicado acceder, si hay algún pueblo próximo o si los del campamento son sus únicos habitantes. Confío en que Perry y Luis saben lo que hacen. Hoy vamos a dormir como troncos.

El cansancio y la falta de práctica con la hamaca contribuyeron a que el sueño se retrasara, pero, cuando apareció, lo hizo de forma rotunda... hasta que un sonido inconfundible retumbó en medio de la oscuridad; era un disparo seco proveniente de un lugar cercano e indeterminado; agucé el oído cuanto pude en busca de más indicios pero no saqué nada en claro.

—¿Has oído lo mismo que yo? —me llegó la pregunta en forma de susurro desde la hamaca de Silvia.

—Ha sido un disparo. Me alegro que también lo oyeras porque ya comenzaba a dudar de mí mismo —le contesté con cierto alivio.

—Pues no te alegres mucho porque me temo que ahora vendrá la segunda parte; alguien nos dirá que por el motivo que sea nos tenemos que levantar, ya verás... —respondió un tanto nerviosa.

—¿Habrá sido algún cazador? —le pregunté.

—Deduzco por tu tono que no te lo crees ni tú.

Permanecí un tiempo en tensión y haciendo cábalas; recordé cómo el hijo de doña Rosita, la matriarca del campamento, había estado escrutando los alrededores de forma un tanto extraña antes de que nos acostáramos. No sucedió nada reseñable en el resto de la noche. A la mañana siguiente pregunté al hijo de doña Rosita, a Perry y también a Luis pero, o no habían oído nada o restaban importancia al incidente; «tal vez algún cazador» fue todo cuanto saqué.

Viajando uno aprende que en ocasiones no hay que preguntar lo que se quiere saber, sino provocar las situaciones adecuadas para esperar la respuesta, algo así como buscar un árbol con fruta y confiar en que esta caiga. Y, efectivamente, como fruta madura, cuando las jornadas vividas en común se pueden contar como grados de mayor confidencialidad y empatía, Perry y Luis nos acabarían dando pistas sobre el extraño incidente.

Durante tres días visitamos el Tuparro. Cuando accedimos a él, ya intuíamos que posiblemente nadie nos trataría nunca así de bien en ningún otro parque natural.

—Bienvenidos a una de las cincuenta y nueve áreas protegidas de Colombia, la que posee, entre otras, la octava maravilla del mundo —dijo dándonos la mano el funcionario que nos recibió con esa amabilidad tan característica de los colombianos.

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