José Antonio Morán Varela - La frontera que habla

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El autor nos invita a que nos embarquemos en una metafórica canoa y le acompañemos por los ríos de las cuencas del Orinoco y Amazonas que delimitan la frontera de Colombia con Venezuela y Brasil por donde se adentró en 2017 justo después de los acuerdos de paz con las FARC. Nos guiará, con la frescura del foráneo, a través de una narración que busca iluminar la opacidad impuesta por el conflicto bélico que dejó a la zona sin cronistas durante medio siglo.
Pero el viaje, repleto de aventura y contratiempos, no es más que el hilo conductor para trascender lo anecdótico, la excusa para convertir cualquier parada, conversación o incidencia en historias reveladoras de la esencia de una Colombia que, como si de un funambulista se tratara, necesita mirar hacia adelante para no caer al abismo que le rodea. Nada como transitar sus fronteras para reflexionar sobre lo que ocurre en su interior, nada como trasladarse por la marginalidad de su difusa y porosa periferia para descubrir en cada recodo voces en busca de oídos que les liberen de sus infinitos ecos, paisajes que claman por no acoger a individuos siniestros y sueños esperanzados con materializarse.
Los dispares personajes que con una naturalidad no exenta de drama se irá encontrando el viajero-lector, le retarán a introducirse por recovecos mentales con los que posicionarse ante los múltiples desafíos que le saldrán al paso. Es lo que ocurre cuando se presta atención a una frontera que habla. Es así como comenzará a familiarizarse con el que tal vez sea el país menos comprendido de Latinoamérica; y posiblemente, al final del recorrido, se unirá a Humboldt para proclamar que «La visión más peligrosa del mundo es la de aquellos que no han visto mundo».

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El ejército trataba de seguir de cerca su pista y de hecho le lanzaron varios ataques que terminaron con la vida de muchos guerrilleros pero no con la suya; era escurridizo. En febrero de 2001 los militares iniciaron la operación Gato Negro , un impresionante dispositivo de 5.000 soldados especializados en la lucha contrainsurgente que se extendió durante más de dos meses. Incautaron armas, dinero, dos mil kilos de químicos llegados de Holanda para fabricar la cocaína, dieciocho toneladas de base de coca y destruyeron cincuenta y cinco cocinas (lugares utilizados para cristalizar esa base de coca); con todo ello pudieron documentar de forma clara los enlaces de las FARC con el narcotráfico, pero el huidizo Acacio, objetivo principal del operativo, se les volvió a escapar. Sin embargo, obtuvieron un premio no esperado, la captura del capo brasileño Fernandinho Beira-Mar tras descubrir que se desplazaba en un helicóptero de las FARC.

El brasileño desveló detalles del acuerdo que había hecho con el grupo guerrillero por el que, a cambio de su protección y de la de su familia, se comprometía a intercambiar armas por droga; eso sí, los guerrilleros le cobrarían impuestos por kilos de cocaína sacada del país. «Les pagué a las FARC entre diez y doce millones de dólares mensuales —confesó—. Cada mes sacábamos entre dieciocho y veinte toneladas de cocaína que el Negro Acacio mandaba llevar a los DC-6 que aterrizaban en Barrancominas (...) ellos me ayudaban a llevar la droga al sur de Francia (...) los fusiles y pistolas las traía de Asunción, porque allá son más baratos debido a la cercanía de la triple frontera; cada año yo sacaba entre 150 y 200 toneladas de cocaína de Colombia».49

Tras varios intentos más, el ejército consiguió matar el primero de septiembre de 2007 al huidizo hombre que ahora se recuerda en Garcitas. Una llamada satelital y un infiltrado dieron las coordenadas para que desde aviones Supertucano se lanzaran veintiséis bombas inteligentes que terminaron con su vida y la de dieciséis guerrilleros más y, de paso, diezmaran la infraestructura de narcotráfico que el Negro Acacio había rehecho tras los ataques anteriores; el suceso ocurrió junto al Guaviare, entre San José y Barrancominas, la que había sido su sede central. Los numerosos cuadernos con anotaciones que le incautaron dan cuenta de su inusual y ajetreada vida y de la parte más turbia que rodea al abastecimiento de una guerrilla que llegó a contar con dieciocho mil miembros.

• • •

De no ser por el drama que envuelve a la cocaína, resultaría hasta chistoso echar un vistazo a su historia para poner en perspectiva un asunto de primer orden en Colombia y en lo que a economía sumergida y a repercusiones políticas se refiere. De entrada, hay una aclaración que debería figurar en todos los frontispicios de cualquier Universidad y Parlamento porque evitaría confusiones con graves consecuencias: de forma similar a como sabemos que la uva de los viñedos no es lo mismo que el alcohol que se extrae de ella, no hay que confundir la hoja de coca con la cocaína. Algunos pueblos precolombinos ya utilizaban esta hoja hace ocho mil años y, desde entonces, ha sido una constante en sus tradiciones. Los españoles intentaron prohibirla por motivos religiosos hasta que se dieron cuenta de que los indios resistían más trabajando en las minas si se les permitía que la mascaran. En el xix, la coca despertó un inusitado interés en Europa motivado por los comentarios de renombrados naturalistas que viajaron por el continente americano. Paolo Mantegazza, famoso fisiólogo italiano llegó a decir que prefería «una vida de cien años con coca a una de cien mil sin ella». Pero fue el químico alemán Niemann quien puso la primera piedra para cambiar el ancestral derrotero de la hoja sagrada; en 1860 publicó su tesis doctoral en la que describió cómo aislar un alcaloide de la coca al que denominó cocaína.

A partir de aquí todo se precipitó. Tres años más tarde Mariani, un avispado químico corso con visión comercial, mezcló el extracto sacado de la coca con vino tinto de Burdeos y fundó y difundió el vino Mariani (y el elixir Mariani, una versión más potente) como el nuevo prodigio de la época tras haber sanado de forma casi inmediata la depresión de una famosa actriz; escritores como Alejandro Dumas, Henrik Ibsen, Julio Verne, Emile Zola y Conan Doyle (quien por cierto le administra cocaína en vena a su personaje Sherlock Holmes), reyes como Jorge I de Grecia, Alfonso XIII de España o la propia Victoria de Inglaterra, presidentes de EE.UU. y zares de Rusia y hasta los papas Pío X y León XIII declararon sin tapujos su entusiasmo hacia la nueva bebida. Pronto surgieron competidores y adaptaciones (siempre con cocaína) entre las que destaca la que después se convertiría en el símbolo por excelencia del imperialismo estadounidense: la Coca-Cola.

En paralelo a las actividades comerciales, también hubo movimientos en el mundo científico e intelectual. En 1883 Schoruff realizó estudios sobre la insensibilidad que la cocaína producía en la lengua; Koller la probó como anestésico primero en ojos de ranas y después en humanos; el médico militar Aschenbrandt explicó los prodigiosos efectos contra la fatiga en sus soldados tras haberla ingerido; vieron la luz numerosos informes sobre la cocaína como inhibidora de adiciones al alcohol y a la morfina y revistas especializadas corroboraron casi todo lo que la publicidad del Vino Mariani y sus competidores habían dicho en el sentido de que servía para todo: mareos, problemas de garganta, depresiones, dolores de estómago, timidez, dolor del crecimiento de los dientes de los bebés, longevidad, etc. La cocaína era la panacea.

Hasta Freud se hizo fiel entusiasta. Escribió Über Coca teorizando sobre las bondades que él observó en sí mismo y en su paciente y amigo Fleischl a quien se la administró con el fin de sacarle de su adicción a la morfina que tomaba para paliar fuertes dolores. Incluso se la recomendó a su amada Martha diciéndole: «Ya verás quién es más fuerte, si una dulce niñita que no come lo suficiente o un viejo alborotado con cocaína en el cuerpo».50 En 1889, el padre del psicoanálisis publicó La interpretación de los sueños 51 mientras era usuario habitual de la sustancia.

Pero antes de que terminara el siglo se comenzó a ver la otra cara de la moneda. Fleischl, el amigo de Freud, cada vez necesitaba dosis mayores de cocaína para aplacar sus dolores y cayó en una psicosis tóxica con las clásicas visiones de insectos; los médicos en general hicieron hincapié en lo nocivo de la cocaína y comenzó a ser vista como el moderno azote adictivo de la humanidad; casi de repente se proscribió lo que antes se adquiría sin cortapisa alguna. En 1914 EE.UU. aprobó la Harrison Act para regulación de drogas, entre ellas la cocaína, y el resto de los países le siguieron con leyes prohibicionistas que a nivel nacional e internacional llegan hasta nuestros días.

El entusiasmo con que la sociedad occidental había recibido las bondades de la cocaína, se convirtió en pocos años en la epidemia a combatir y el sentido común, que ya se había ausentado en la época de la euforia, no reapareció en los años de las prohibiciones. No se diferenció entre uso y abuso de la sustancia, ni entre quién producía y quién consumía la cocaína, ni entre sus características y las del opio; todo se midió por el mismo rasero. Hasta tal punto llegó el sinsentido que se prohibió no solo la cocaína sino el uso de la hoja de coca (salvo para fines médicos y científicos). Con los años veinte llegaron las cruzadas para erradicar la ancestral costumbre a base de ideología camuflada de ciencia; hicieron lo posible por terminar con la reverenciada planta como si ahora fuera la culpable de todos los males de la humanidad, incluida la pobreza y el atraso de los pueblos que siempre la habían consumido.

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