José Antonio Morán Varela - La frontera que habla

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El autor nos invita a que nos embarquemos en una metafórica canoa y le acompañemos por los ríos de las cuencas del Orinoco y Amazonas que delimitan la frontera de Colombia con Venezuela y Brasil por donde se adentró en 2017 justo después de los acuerdos de paz con las FARC. Nos guiará, con la frescura del foráneo, a través de una narración que busca iluminar la opacidad impuesta por el conflicto bélico que dejó a la zona sin cronistas durante medio siglo.
Pero el viaje, repleto de aventura y contratiempos, no es más que el hilo conductor para trascender lo anecdótico, la excusa para convertir cualquier parada, conversación o incidencia en historias reveladoras de la esencia de una Colombia que, como si de un funambulista se tratara, necesita mirar hacia adelante para no caer al abismo que le rodea. Nada como transitar sus fronteras para reflexionar sobre lo que ocurre en su interior, nada como trasladarse por la marginalidad de su difusa y porosa periferia para descubrir en cada recodo voces en busca de oídos que les liberen de sus infinitos ecos, paisajes que claman por no acoger a individuos siniestros y sueños esperanzados con materializarse.
Los dispares personajes que con una naturalidad no exenta de drama se irá encontrando el viajero-lector, le retarán a introducirse por recovecos mentales con los que posicionarse ante los múltiples desafíos que le saldrán al paso. Es lo que ocurre cuando se presta atención a una frontera que habla. Es así como comenzará a familiarizarse con el que tal vez sea el país menos comprendido de Latinoamérica; y posiblemente, al final del recorrido, se unirá a Humboldt para proclamar que «La visión más peligrosa del mundo es la de aquellos que no han visto mundo».

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Mancuso, antiguo comandante de las AUC, vistiendo traje de corte italiano y ayudado por esquemas y gráficos que llevaba en su portátil, no pareció inmutarse a pesar de que se responsabilizara de 336 asesinatos —incluida una niña de 22 meses— y 87 actos criminales, que confirmara la muerte de 1.100 secuestrados, que atribuyera al Bloque Catatumbo –—del que formó parte importante— la muerte de 5.000 civiles y que señalara —fue el primero en hacerlo— que el 35% del Congreso estaba a sueldo de los paramilitares; y más aún, dijo que organizó un complot junto al entonces ministro de Defensa Juan Manuel Santos (quien aún no sabía que acabaría siendo presidente del país y odiado por Uribe) contra el expresidente Ernesto Samper. Tuvo responsabilidad en la masacre de Miripiram en el Meta, la primera de las AUC donde mataron a 45 campesinos indefensos, en la de Aro por la que, de no haberse sometido a este tribunal, ya tendría una sentencia de 40 años por las 15 víctimas que dejó, en la de La Gabarra donde asesinaron a 35 personas y por la masacre de El Salado, la más brutal de cuantas perpetraron las AUC, con más de cien muertos después de que 450 paramilitares se dedicaran a torturar, violar e incluso degollar a sus víctimas, niños incluidos.

Jorge 40, otro famoso dirigente paramilitar, además de confesar que por mandato de su asesinado jefe Carlos Castaño había cumplido las cuotas de muerte que le había pedido —mil cada quince días— confirmó los vínculos con la clase política, vínculos que quedaron probados cuando se pudo desencriptar el ordenador de uno de sus subalternos donde abundaban datos sobre el apoyo económico a políticos, extorsiones de todo tipo, mordidas y... ¡más de 500 asesinatos de fiscales, jueces, políticos y policías!

Don Berna, un mutante que comenzó en la guerrilla y terminó en el paramilitarismo pasando de tener a Pablo Escobar de amigo íntimo a colaborar en su captura, manejaba desde la cárcel de Itagüy toda la cocaína que se movía por Medellín y demostró la implicación del ejército en asesinatos de campesinos que previamente se habían atribuido a las FARC.

Y hablaron y hablaron... La lista de declaraciones podría aumentarse y la de masacres describirse cuanto se quisiera pero las atrocidades cometidas resultarían cada vez más hirientes. Baste con retener que, según el Centro Nacional de la Memoria Histórica, el ochenta por ciento de los muertos en el conflicto armado, era responsabilidad de los paramilitares. Lo que quedaba claro, además de los asesinatos perpetrados, era que Álvaro Uribe estaba en un gran aprieto al haberse comprobado la existencia de la parapolítica. Y eso no era más que el principio; el presidente, con treinta legisladores en la cárcel y con casi un centenar investigados por tanta barbarie, estaba tocado.

Tocado pero no hundido porque, como magnífico estratega, haciendo una determinada interpretación de la Ley de Justicia y Paz consiguió que trece de los paramilitares que más le ponían en aprietos con sus declaraciones, entre los que se encontraban los anteriormente citados, fueran extraditados en 2008 a EE.UU., acusándolos de no cumplir los acuerdos establecidos debido a sus incursiones en el narcotráfico; nada como enviarlos lejos para tapar su boca. Indudablemente, en esta segunda partida Uribe llegó a ser gran maestro ajedrecista.

Eso sí, los paramilitares continuaron rearmándose, renombrándose y controlando el flujo de la cocaína, aunque eso parecía no importar mucho al presidente Uribe. Ni tampoco que no se sometiera a debate el problema matriz del campo colombiano —que 2.400 propietarios poseyeran el 53% del territorio mientras que 2,.3 millones de campesinos dispusieran solo del 1,7 %—, ni hacer efectivos los acuerdos constitucionales con los indígenas para recuperar su territorio usurpado por los narcoparamilitares. Por el contrario, se empecinó en convertirse ante su socio y valedor EE.UU. en un adalid de la lucha contra la droga apoyando la fumigación de los campos de coca con glifosato comprado a la multinacional Monsanto; es un veneno para el ecosistema y para las personas y —con los datos en la mano— lo único que consiguió fue desplazar a miles de campesinos e indígenas para sembrar campos en otros lugares; ante estas realidades la Corte Constitucional, dejándose aconsejar por la ONU, prohibió las fumigaciones en 2015.46

En la actualidad siguen activos los narcoparamilitares del potente Clan del Golfo, también denominado Autodefensas Gaitanistas de Colombia, al que se han unido algunos exguerrilleros de las FARC. Se dedican fundamentalmente a la cocaína aunque no hacen ascos a otras actividades delincuenciales por todo el país, pero especialmente en el golfo de Urabá. Intentaron acogerse a los mismos acuerdos de paz que las FARC pero estas los rechazaron. Su líder Otoniel, el alias de Dairo Antonio Úsaga, es el hombre más buscado en Colombia; algunas fuentes dicen que cuenta con tantos súbditos a su cargo (solo en 2017 el ejército capturó a doscientos) como guerrilleros hay en el ELN y que mueve más cocaína (mil toneladas en ese mismo año) que Pablo Escobar en sus mejores tiempos.

• • •

El venezolano que manejaba la lancha le comunicó a su hermano que había que detenerse porque detectaba irregularidades en el motor. «Parece la hélice, nada grave; creo que tocó una roca en el Atures». No se equivocó; una de las aspas estaba agrietada y se dispuso a cambiar la pieza; «nosotros tenemos que regresar por el raudal y no podemos meternos en él de cualquier manera», explicó a pesar de que todo estaba más que justificado.

—¿Les provoca un tintico?47 —preguntó el proero mientras desenroscaba el tapón de un pequeño termo.

—Mil gracias —dijo Silvia aceptando el ofrecimiento—. Es la mejor idea después de tanta tensión. Yo llevo nueces de Brasil ¿quieren?

La demora con la reparación nos permitió hablar distendidamente con los venezolanos ya que hasta entonces todo había acontecido a velocidad de vértigo.

—¿Están mejor aquí que en Venezuela? —preguntó Silvia.

—Son las circunstancias. Ya me gustaría residir en mi tierra, pero se ha puesto jodido; habrán visto que en Puerto Carreño no dejan de llegar compatriotas para buscarse la vida.

—¿Y por qué han venido a vivir a Casuarito?

—Porque nuestro papá residió acá y conocía el negocio de las voladoras. Regresó a la patria para hacer la revolución con Hugo Chávez y, por mal que esté ahora el país, no lo quiere abandonar otra vez porque se teme que van a venir tiempos muy complicados; él es rojo, rojito 48 ¿saben? —sonrió buscando complicidad— y eso a pesar de que no le gusta mucho el presidente Maduro —apostilló.

Como los hermanos estaban más locuaces que cuando les preguntamos por la procedencia de la avioneta, aproveché para satisfacer una curiosidad.

—¿Han oído hablar de la batalla entre los Arroyave y los Buitrago?

—¿La de la bruja? ¡Como para no conocer esa guerra! Entonces nosotros aún vivíamos en Venezuela, pero nuestro papá nos la relató infinidad de veces porque lo dejó psicoseado . Murieron dos amigos suyos, uno en cada bando, tal vez dándose plomo entre ellos; siempre nos decía que eran personas normales que se ganaban la vida a sueldo de los paramilitares. Ni siquiera pudo compartir su tristeza por miedo a represalias. Nos comentaba también que en aquel tiempo la gente tenía que ser muda y ciega porque todos, los paramilitares y los guerrilleros, querían controlar esta frontera. Como han podido comprobar hace un rato, hoy sigue siendo muy golosa para los narcos —se lanzó a comentar el proero como para contrarrestar su anterior silencio.

—¡Listo! Volvamos a la voladora —ordenó el mecánico cortando en seco una prometedora conversación.

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