Nicolás Loza Otero - Legitimidad en disputa

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"Una obra original que conjuga de manera versátil y estimulante las dimensiones teórica y empírica, y que arroja luz sobre los mecanismos que generan o erosionan la legitimidad". José Woldemberg

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En el capítulo cuarto introduzco los generadores de la legitimidad, para lo que utilizo y amplío el modelo de Weil, que sostiene que las teorías contemporáneas se resumen relacionando cuatro variables, ordenadas en otras tantas dimensiones: las primeras dos separan los tipos de evaluación en objetivas y subjetivas; las objetivas comprenden la estructura de la oposición y el desempeño económico y político gubernamental; las subjetivas, la confianza en que las instituciones gubernamentales representen el interés de los gobernados y la legitimidad del régimen, entendida como satisfacción con el funcionamiento de la democracia, es decir, legitimidad en su sentido amplio. Las otras dos dimensiones se definen por la extensión del objeto político de la evaluación, sea una institución o política en particular, o el sistema en su conjunto, en donde sitúa la legitimidad. Según Weil, sólo en los regímenes autoritarios los rendimientos gubernamentales legitiman, pues en las democracias generan confianza en instituciones y autoridades, en tanto que la legitimidad depende de la responsividad del sistema de partidos, por lo que suscribe la teoría del impasse estructural. En contraste, las teorías de la brecha de confianza, de la precariedad fiscal del Estado y de la sobredemanda explican tanto los niveles de confianza como de legitimidad de la democracia por los rendimientos gubernamentales.

Y aunque estas propuestas no identifican los micromecanismos de producción de las macrorrelaciones postuladas, gravitan alrededor de individuos motivados por el autointerés, sin valores ni afectos, cuyas cogniciones son en principio racionales, por lo que intercambian respaldo por bienestar. Sin embargo, las personas de la brecha, la precariedad y la sobredemanda no sólo son autointeresadas, sino miopes y derraman sus juicios, pues juzgan al todo por las ineficiencias de la parte, en tanto que sólo los sucesos de ayer u hoy definen sus evaluaciones del mañana remoto. Por su parte, los individuos del impasse cuentan con elementos cognoscitivos para fincar condicionalmente su autointerés en el largo plazo, pues si creen que el deficiente desempeño gubernamental se asocia a un sistema de partidos responsivo, le retirarán su apoyo al partido en el gobierno, pero no a la democracia en su conjunto.

La explicación de la legitimación en transiciones de Mishler y Rose contiene al menos tres mecanismos que los individuos utilizarán al evaluar al nuevo régimen: primero y de manera típica, lo juzgarán por sus productos; en segundo lugar, compensando sus deficientes rendimientos, lo evaluarán en comparación con el régimen anterior, y en tercer sitio, lo harán guiados por el sentimiento de identificación con algún partido. Cualesquiera de estos tres juicios puede ser racional, pero el primero y segundo introducen el problema de la inconsistencia temporal, pues si la vara de medida son las expectativas de rendimientos confeccionadas antes o durante la democratización —y que esta misma dispara—, podrían devaluarse los rendimientos presentes, en tanto que la comparación entre regímenes se haría con descuentos hiperbólicos o exponenciales, dominados por los efectos de derrama o contraste, generando resultados individuales y agregados diferentes en cada combinación.

En mi exploración longitudinal del modelo de Weil, el hallazgo más importante fue que entre los ciudadanos ordinarios del D.F., en 1997, la tasa de desempleo del mes anterior gravitó sobre sus evaluaciones de bolsillo y éstas solamente sobre la popularidad presidencial. En la exploración transversal con datos individuales, el peso del autointerés fue inhibido por el juicio sociotrópico, pero ya no sólo para la popularidad presidencial, sino para todas las dimensiones del respaldo, en tanto que la evaluación de los partidos ni la confianza en el régimen tuvieron los efectos planteados por Weil, lo que de paso descartaría el micromecanismo de Mishler y Rose. Así, aunque los modelos de legitimidad estricta de la presidencia y el régimen resintieron mayor impacto del juicio sociotrópico de lo que a partir de Weil se esperaría, confirmaron también la menor dependencia de las evaluaciones instrumentales sobre la dimensión legitimidad que sobre la dimensión popularidad, peculiaridad confirmada por la pérdida de importancia del juicio de bolsillo.

En el capítulo quinto, en la exploración de los micromecanismos de la legitimidad, pasé del autointerés que los propios sujetos reconocen y promueven, a los valores y las predisposiciones que actúan a sus espaldas. Dicho con la metáfora de Ortega, examiné el vínculo entre las creencias ocurrencia —quizá las propuestas de opinión de Zaller— y las creencias propiamente, en las que sólo se está —predisposiciones y valores. Para Almond y Verba éste es el vínculo eficiente, pues la legitimidad del sistema dependía de “un sentimiento difuso de adhesión, de una lealtad que no necesariamente se fundaba en su actuación”, sino en la Revolución mexicana, rivalizando así con las explicaciones del consenso ancladas en el autointerés, al apoyo difuso de Easton.

Por supuesto, al acudir a los valores o predisposiciones, una primera exigencia fue reconocer los macroestados sociales que contenían los valores del viejo régimen y de la misma transición. En México, el régimen de la posrevolución se confeccionó en una matriz liberal y democrática que convivía con un conjunto de valores y prácticas que competían y en ocasiones anulaban sus propios supuestos, produciendo un sistema político democrático y liberal en su discursividad pero semiautoritario en sus prácticas. Esta mixtura implicó dualidad en las fuentes de legitimación de la dominación, pues régimen y sistema podían justificarse por su origen, legal el primero, revolucionario el segundo y por su desempeño, rendimientos sociales uno, procedimientos legales el otro, complaciendo los valores políticos de quienes esperaban el cumplimiento de la ley y de los que fincaban sus expectativas en el programa revolucionario y nacionalista.

Intentando sistematizar los valores que servían de fuentes de legitimidad para los gobiernos del viejo régimen y la transición, supuse un individuo típico ideal de las décadas de 1940 o 1950, que compartía la trama normativa de la posrevolución, destacaba los deberes sustantivos de la autoridad pública y relegaba a segundo plano las exigencias procedimentales. En esta constelación de sentido, la celebración de elecciones libres y gobernar conforme a la ley resultaban temas secundarios si se proporcionaban resultados compatibles con el programa revolucionario. Para entonces, los valores de la Revolución y el juicio a los gobiernos muy probablemente venían acompañados de una moderada pero efectiva dosis de compromiso e intensidad emocional.

Entre finales de la década de 1960 y durante la de 1970, este ciudadano ordinario empezaba a ver con escepticismo los rendimientos materiales del régimen, cuyos resultados eran cada vez más anecdóticos o insatisfactorios, en tanto que la retórica revolucionaria, sus imágenes y valores se desgastaban: a este individuo le parecía que al país le convenía celebrar elecciones libres. A mediados de 1990, nuestro individuo típico quizás hasta experimentaba entusiasmo por la democracia, lo que pudo contribuir a tejer un nexo racional con ésta, en tanto que el vínculo con la Revolución mexicana era casi inexistente. Así, esta transformación gradual de las fuentes de significación de nuestro individuo típico sustentaba la hipótesis de Huntington, conforme a la cual, los traspasos no rompen con la vieja legitimidad, sino que poco a poco la reemplazan o rediseñan.

Pero es de suponerse que el cambio de valores entre los ciudadanos ordinarios venía detrás de las transformaciones en la elite política. En los orígenes del viejo régimen, los revolucionarios auténticos quizá suscribieron sinceramente los valores de la democracia, pero lograr otras metas sociales volvía irrelevante la contradicción entre metapreferencias, por lo que la disonancia moral era mínima y las reglas tácitas y dominantes para llegar, mantenerse y ejercer el poder les conducía a profesar las creencias sustantivas, reduciendo por interiorización la disonancia expresiva. Con los años, al reducirse las oportunidades, el puro autointerés de los excluidos en la familia revolucionaria tal vez los llevaría a exigir el cumplimiento de los valores democráticos. En esta lógica, incluso quienes no los compartían podían muy bien tergiversar sus motivaciones y, a la postre, transmutarlas.

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