Ellos tenían bastante sagacidad para comprender que yendo a robarle a cualquiera, por mi orden, yo me hacía su cómplice.
Yendo a robarles a los indios, el juego cambiaba de aspecto; tenían que ir como soldados. Llegaron tal vez a imaginarse que era una jugada mía para reclutarlos.
Lo comprendí así.
Estuve dispuesto a despacharlos. Pero ya estaban allí.
Les hice entender que eran hombres libres; que podían conchabarse o no; que nadie les obligaba; que podían retirarse si querían.
Se convencieron de que no había en el conchabo más riesgo que el de la vida, y se arregló todo.
Les di buenos caballos, los vestí, les di carabinas de las que hicieron recortados y una lata de caballería para llevar entre las caronas.
Y partieron...
Mis órdenes eran robarle al indio Blanco. El Cautivo era baquiano del Cuero.
Lo que trabajasen sería para ellos.
Volvieron con algo. No se trabaja y se expone el cuero sin provecho, discurren los menos calculadores.
Se repitió la excursión, tres veces más, hasta que el indio Blanco se alejó. El no podía calcular, detrás de los Voluntarios de la Pampa, cuántos más iban.
Confieso que al mandar aquellos diablos a una carrería tan azarosa, me hice esta reflexión: si los pescan o los matan poco se pierde.
Fue una de las causas que me hizo no recurrir a los pobres soldados. Los Voluntarios de la Pampa acabaron por hacerme a mí un robo. Los tomé y por todo castigo les dije, devolviéndoselos a Hernández:
–¿Qué les he de hacer? Ya sabía que eran ustedes ladrones. No se juega mucho tiempo con fuego sin quemarse.
Han llegado las mulas.
Es cosa resuelta que hoy no duermo donde quería. Llegaremos mañana.
Por dónde habían ido los chasquis. Entrada a los montes. Derechos de piso y agua. Recomendaciones. Despacho de algunas tropillas para el Río Quinto. Los montes. Impresiones filosóficas. Utatriquin. El cuento del arriero.
Antes de ponerme en marcha resolví dejar las mulas atrás. Caminaban sumamente despacio por lo mucho que había llovido y era un martirio para los franciscanos seguirlas al tranco; el padre Moisés no es tan maturrango, pero el padre Marcos no hallaba postura cómoda.
Contra mis cálculos, tomamos el rastro de los chasquis. Habían seguido el camino de Lonco-uaca.
Mi lenguaraz, mestizo, chileno, hijo de cristiano y de india araucana, hombre muy baquiano, de cuyas confidencias soy depositario no por él sino por otros, lo que me permitirá contar sus aventuras amorosas de Tierra Adentro, creyó oportuno hacerme algunas indicaciones.
Eran muy juiciosas y sensatas; y como entre ellas entrase la posibilidad de que los chasquis se extraviaran en razón de que ni Guzmán ni Angelito conocían prácticamente el camino que habían tomado, me pareció prudente hacer yo a mi turno mis recomendaciones.
Ibamos a entrar ya en los montes; a tener que marchar en dispersión, sin vernos unos a los otros; por sendas tortuosas, que se borraban de improviso unas veces, que otras se bifurcaban en cuatro, seis o más caminos, conduciendo todas a la espesura.
Era lo más fácil perder la verdadera rastrillada, y también muy probable que no tardáramos en ser descubiertos por los indios.
Un tal Peñaloza suele ser el primero que se presenta a los indios o cristianos que pasean por esas tierras, alegando ser suyas y tener derecho a exigir se le pague el piso y el agua.
No hay más remedio que pagar, porque el señor Peñaloza se guarda muy bien de salir a sacar contribución alguna cuando los caminantes son más numerosos que los de su toldo o van mejor armados.
Más adelante hay otros señores dueños de la tierra, del agua, de los árboles, de los bichos del campo, de todo, en fin, lo que puede ser un pretexto para vivir a costillas del prójimo.
Estos derechos inter territoriales se cobran en la forma más política y cumplida, suplicando casi y demostrándoles a los contribuyentes ecuestres la pobreza en que se vive por allí, lo escaso que anda el trabajo.
Si los expedientes pacíficos surten efecto, no hay novedad; si los transeúntes no se enternecen, se recurre a las amenazas, y si éstas son inútiles, a la violencia.
Es ser bastante parlamentario, para vivir tan lejos de los centros de la civilización moderna.
Recomendé a mi gente cómo habían de marchar; prohibí terminantemente que bajo pretexto de componer la montura se quedará alguien atrás, advirtiendo que cada cuarto de hora haría una parada de dos minutos para que pudiéramos ir lo más juntos posible; describí la aguada de Chamalcó donde me demoraría un rato, lo bastante para mudar caballos, por si alguien llegaba a ella extraviado; y a los franciscanos les supliqué me siguiesen de cerca, no fuera el diablo a darme el mal rato de que se perdieran.
Finalmente hice notar que, hallándome ya en donde podía haber peligro cuando menos lo esperábamos, quería, puesto que no estábamos bien armados, que todos y cada uno nos condujéramos con moderación y astucia, con sangre fría sobre todo, que como ha dicho muy bien Pelletan, es el valor que juzga.
Hecho esto, mandé que dos soldados, con dos tropillas que no me hacían falta, se volviesen al Río Quinto, caminando despacio.
Escribí con lápiz, cuatro palabras para el general Arredondo y algunos subalternos amigos de mis fronteras, avisándoles que había llegado con felicidad al Cuero, y entramos en los montes.
Hermosos, seculares algarrobos, caldenes, chañares, espinillos, bajo cuya sombra inaccesible a los rayos del sol crece frondosa y fresca la verdosa gramilla, constituyen estos montes, que no tienen la belleza de los de Corrientes, del Chaco o Paraguay.
Las esbeltas palmeras, empinándose como fantasmas en la noche umbría: la vegetación pujante renovándose siempre por la humedad; los naranjeros, que por doquier brindan su dorada fruta; las enmarañadas enredaderas, vistiendo los árboles más encumbrados hasta la cima y sus flores inmortales todo el año; fresco musgo tapizando los robustos troncos; el liquen pegajoso, que con el rocío matinal brilla, como esmaltado de piedras preciosas; las espadañas, que se columpian graciosas, agitando al viento sus blancos y sedosos penachos; las flores del aire, que viven de las auras purísimas, embalsamando la atmósfera, cual pebeteros de la riente natura; las aves pintadas de mil colores, cantando alegres a todas horas; los abigarrados reptiles serpenteando en todas direcciones: los millones de insectos que murmuran en incesante coro diurno y nocturno; el agua siempre abundante para consuelo del sediento viajero, y tantas, y tantas otras cosas que revelan la eternal grandeza de Dios, ¿dónde están aquí?, me preguntaba yo, soliloqueando por entre los carbonizados y carcomidos algarrobos.
Y como siempre que bajo ciertas impresiones levantamos nuestro espíritu, la visión de la Patria se presenta, pensé un instante en el porvenir de la República Argentina el día en que la civilización, que vendrá con la libertad, con la paz, con la riqueza, invada aquellas comarcas desiertas, destituidas de belleza, sin interés artístico, pero adecuadas a la cría de ganados y a la agricultura.
Allí hay pastos abundantes, leña para toda la vida, y agua la que se quiera sin gran trabajo, como que inagotables corrientes artesianas surcan las Pampas convidando a la labor.
Cada médano es una gran esponja absorbente: cavando un poco en sus valles, el agua mana con facilidad.
La mente de los hombres de Estado se precipita demasiado, a mi juicio, citando en su anhelo de ligar los mares, el Atlántico con el Pacífico, quieren llevar el ferrocarril por el Río Quinto.
La línea del Cuero es la que se debe seguir. Sus bosques ofrecen durmientes para los rieles, cuantos se quieran; combustible para las voraces hornallas de la impetuosa locomotora.
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